NOCTURNOS, EN CLAVE DE AUSENCIA (Prosa)




Primer nocturno

Los nocturnos de Chopin, en la profundidad de la noche, se escapan, desde el edificio de departamentos, hacia los plátanos de la plaza.
Al bochorno, las farolas dan su tenue luz haciendo penumbras y sombras al compás del teclado. Cadencioso; el vaivén rápido de un trino endulza el ambiente. Hay dos que se aman intensamente cuando los dedos del pianista, que los presiente, penetran con fuerza las teclas. El pájaro, que vive en las hojas de una palmera, con su pico le hiere las piernas al Romeo que escapa del nocturno; y un borracho duerme, la paz áspera del alcohol, oculto entre las sombras de la escalinata enhebrada en la puerta cerrada de una centenaria iglesia...
Después de todo, ¿cuál es el misterio...? ¿Dónde se aloja el pecado...? Cada cual busca el placer donde otros no lo averiguan... Digamos, que hay dos haciendo el amor; otro durmiendo el sueño del vino; el músico insomne ejecutando nocturnos de Chopin afinados en su sordera y el pájaro creyendo que es la mañana, simplemente, porque es ciego.

Segundo nocturno

Camino las calles del barrio en el que hoy vive ella mientras su cuerpo descansa acurrucado en la desnudez del sueño mañanero. Duerme, supongo, recostada en el mullido don de los años idos. Mañana, sí mañana, ¿por qué no?... mañana probaré si en realidad estoy tan viejo como algunos creen... caminaré por su barrio de antaño pensando en ¿cómo era ella?... y, si la presiento despierta, podré gozarla como lo hacía... y si el piso tiembla tras la descarga de mi médula quedará demostrado que ninguno de los dos estamos tan viejos... aunque, hay un problema. ¡Sí!, el dilema es que no puedo recordar en qué barrio vivía.


Tercer nocturno

Cuando el poniente avanza arrastrando cúmulos nimbos plomizos y la luna nace oval, translúcida y plúmbea; cuentan los contadores de historias vanidosas que las vetas del cielo occidental envuelven las ciudades con soplos fantasmales que se parecen a los vientos. Aunque; los narradores más humildes piensan que el selenio que se amalgama con el plomo para formar aleaciones dúctiles, más que maleables, se transforma en ese tipo de lluvia que hace globitos en los charcos… charcos que duermen tranquilos en las aceras, inflamados y llenos, vaya uno a saber con qué tipos de pensamientos. Yo; no sé a quienes creerles, porque soy cuentista de nacimiento y tengo, por temporadas, poco de unos y algo más de otros... aunque, es curioso; jamás pude saber si en el interior agrisado del canuto de mi pluma se almacenan más cosas de selenitas que de mentirosos.

Cuarto nocturno

El último nocturno que leí en el consultorio de mi terapeuta - una especie de nocturno, en clave de ausencia - fue uno de esos que escriben los que seguramente saben hacer bien las cuentas morales cuando las ecuaciones sentimentales no le cierran. Quizás no debiera contarlo, aunque es parte de la indiscreción universal; y, ¿quién saben quién soy yo?... supongo que después de escribirlo, él o ella, le contó esa historia rara a la pobre terapeuta... ¡la pobre terapeuta!, realmente, más agotada de escuchar esos cuentos que de analizar complejos y bajas autoestimas. Supongo que este creador de nocturnos pensó el asunto y lo apuntó momentos antes de entrar al cuarto del consultorio y lo dejó olvidado en el revistero. Claro que, como de costumbre, la sala de espera estaba vacía y eso de no verse nunca con nadie resulta más que misterioso. En fin; yo supuse que lo escribió una muchacha por lo perfecto que cerraba. Como dije; en mi casa todas las formas de cuentas, infaliblemente, las hace mi mujer porque eso es algo que tienen de bueno las mujeres... por eso elegí hacer terapia con una psicóloga que, incluso, vaya la redundancia, cierra siempre mis hipótesis. Soy consciente de que las incógnitas, cualquiera sea su naturaleza, nunca las resuelvo por mí mismo... ¿no será por eso que nunca termino con mi terapia? La próxima sesión podría escribir un nocturno y dejarlo en el revistero, en una de esas... quién sabe, ¿no?, podría ser que me atienda a horario y una ínfima parte de mi vida se resuelva por sí sola.

Quinto nocturno

Temprano, muy temprano, las mañanas en las que el almanaque marca sus pasos temporales por la primavera; ciertas auroras borrachas de estío se espantan y enrojecen por exceso de asombro al ponerse la luna cuando siquiera el menor arco de sol se asoma donde los arroyos se funden con el horizonte. Puede ser que se deba a que las estrellas dudan del enamoramiento atemporal que el sol tuvo con la luna. Dicen, los que estudiaron la magia de los tiempos, que solamente una única vez el sol le hizo, infértilmente, el amor a la luna y, por ende, creen que Dios no es tan omnipotente porque ignoró ese acto aceptándoles el divorcio. Si ese error Divino se hubiese dado con Adán y Eva, las cosas ¡¡¡serían tan distintas...!!! Suponen dichos encantadores que, de haber sido de otra forma, en vez de mujeres y hombres nacerían y morirían una mayor cantidad de estelas y estrellas. ¡Pero no!, Él se empecinó con Adán. ¿¡Será que creó al hombre demasiado a su imagen y semejanza...!? Los magos de los tiempos deben entenderlo, ¿no?... quizás cuando los encuentre desocupados les pregunte y me contesten, ¡vaya uno a saber!

Sexto nocturno

Aseguran los estudiosos del asunto que los sueños pertenecen a los tantos universos paralelos que, cuando periódica e inexplicablemente se oblicuan, se mezclan y compiten con el nuestro… ¡específicamente ese en el que el tiempo corre más rápido!

Séptimo nocturno

Bajo el puente de la abandonada estación ferroviaria y detrás de lo que fue un perezoso museo, entre una curiosa fusión de hierro y madera vuelan sigilosas mariposas que entretejen tallos de hinojos, corolas de amapolas, hojas de clavelinas, pétalos de arvejillas, perfume de rosas y... y todo huele a silencio cuando hablan... cuando cuentan las flores que...
Dicen, quienes dicen que dicen, muy a pesar de quienes cuentan que cuentan que, hace años, debajo de un tramo de riel, justo debajo del puente, en ese extraño lugar dos niños quisieron esconder un tesoro.
Tan viejo era uno y tan pequeño el otro que nunca se supo quién era quién. Comentan que fue el viejo quien cavó el hoyo y... y que fue, con apuro, que el más pequeño... que el más pequeño enterró la caja sabiendo que pasaría el último tren.
Entonces, después... entonces, después subieron al puente y esperaron un tiempo.
Lejos, desde muy lejos se aproximaba el rodante y ruidoso paso del tren.
Sonó el pito ensordeciendo el ambiente y cuando el silencio volvió a crecer se oyó el llanto aterciopelado y ahogado de un peluche que, desde las profundidades, vibraba en el riel.
Los niños bajaron corriendo y desesperados, rasguñando la tierra, desenterraron el confuso, intacto tesoro, que... que aún sollozaba.
Llorando, ambos arrepentidos, abrazaron al peluche y, en su lugar, enterraron al tren.
Hoy; el pequeño es abuelo y el viejo es peluche... un peluche que sigue volando bajo el puente, montado en mariposas, entretejiendo los años... entretejiendo los tallos de hinojos, con las corolas de amapolas, las hojas de clavelinas, los pétalos de arvejillas, el perfume de las rosas y alguien... hay alguien que sueña...
¿Un viejo...?
¿Un peluche…?
¿Un niño...?
Alguien que espera que un retoño le cuente... le cuente el cuento del por qué no pasó más el tren.

Octavo nocturno

Bohemia
(Ratos buenos)*

¿Qué les pasa a los bohemios cuando envejecen?
Unos dicen que terminan escribiendo cuentos inexplicables.
Otros afirman que, inexplicablemente, se enamoran de otros bohemios.
Después de tres días lluviosos el frío se empecinó con cobrarle el calor al sol del invierno subiéndole los intereses en apuros de tibieza al patio. La humedad y el verdín opacaban, con tintes oscuros, el piso de ladrillos.
Por esos espacios, dormidos eternamente entre los hierros de las rejas de las ventanas, se escapaba, gastada y con sabor a sonido de fritura de púa demasiado usada, la voz de Juan Arvizu que, desde un disco viejo, entonaba hermosos versos silabeados sobre las notas acompasadas en los tonos dulces de una vieja melodía mejicana. Ella sentía oprimírsele el pecho durante el cadencioso subir y bajar de las escalas por las que se transportaba el tenor y...
Y, es cierto; había parado de llover y el sol parecía que estaba más lejos que de costumbre. Se le ocurrió que era un buen momento para caminar hasta el patio. Las arvejillas habían empezado a brotar antes de la lluvia y quizás el grotesco aguacero las habría enterrado en la resaca. Dejó abierto su libro de poesías de Evaristo Carriego, con el lomo hacia arriba y encima de un trébol, de cuatro hojas, disecado; pensaba que eso era de buen agüero. La obra quedó descansando arriba de la mesita a un costado del sillón de hamacas donde ella dormía acostumbradamente. Digamos que el libro quedó listo para embriagarse pegado a una botella de vino tinto que, vacía, custodiaba celosamente una copa llena. “Ratos buenos”, se dijo para sus adentros, en realidad es una hermosa poesía; mi preferida. Caminó trastabillando hasta el viejo Winco y se aseguró de que estuviera bien dispuesto para que se repitiera de continuo el disco y levantó el volumen para escuchar al tenor desde el patio. Tambaleando se corrió hasta la antigua puerta balcón por la que se salía al corredor, asió el bastón que estaba apoyado en el marco de madera, se apoyó en él y con el paso más seguro, aunque bamboleándose algo, retrocedió hasta el mesón del comedor; tomó su pañoleta que colgaba del respaldo de una de las sillas y se la puso sobre los hombros. La estufa tenía los leños bien encendidos y las brasas coloreaban de rojo el espacio donde dormían una guitarra y un antiguo piano vertical que, enfrentados al reloj de pie con su péndulo colgando estático, pretendían detener el tiempo. El tenor, nuevamente, comenzaba a oírse friendo el viejo tema. La mujer enfiló hacia el patio pensando que: “Ratos buenos”, tiene mucho que ver con mi vida; la leo en los inviernos, simplemente, porque me recuerdan esos veranos en los que la guitarra y la voz de tenor de mi hermano se mezclaban con las torpes escalas que mi cuñada ensayaba en el piano. Del bolsillo izquierdo de su batón sacó un cigarro de hojas y fósforos, tambaleante apoyó el bastón en su cadera y con algún esfuerzo encendió el habano. La caja de fósforos cayó al suelo al intentar guardarla. La mujer se encogió de hombros soltando el humo que había retenido en su boca. Siquiera intentó recoger las cerillas. En su mano izquierda acomodó apretado entre el índice y el pulgar el cigarro mordisqueado y, con la derecha, asió nuevamente el bastón. Abrió y empujó con los pechos la hoja de la puerta balcón, la atravesó dejándola abierta y empezó a caminar, trastabillando, por el patio de ladrillos hasta el jardín. Escuchaba la música confundiéndola un poco con la fantasmal sinfonía de una guitarra y un teclado. Pitaba y sabía que había bebido demasiado vino, ¿qué más podría decir? Pensó, insistentemente, en que “Ratos buenos” es una hermosa poesía. Una maceta con forma de cisne sostenía un matorral de begonias caídas por el peso del agua de lluvia. El cisne le aleteaba en el cerebro. Pensó en el vaso con vino que había dejado en la mesita y se dijo que, en la noche, como lo prometía cada noche, diluiría la luna para bebérsela de a sorbos, ¿por qué no?, “trago a trago” y volvió a explicarse que, “Ratos buenos” es mi poesía favorita. Llevaba varias pitadas cuando, tambaleante, llegó hasta las arvejillas que, al reparo del tapial, crecidas, delgadas y erguidas, a diferencia de lo que había pensado, dejaban caer desde sus hojitas las gotas de lluvia que aún no se habían evaporado. Todo estaba quieto y ella tambaleante. Desde el centro del jardín se oía la música y volvió a decirse que, “Ratos buenos es una hermosa poesía”. Aunque faltaran la guitarra y las escalas en el piano; hacía tiempo, varios años, que leía “Ratos buenos”. No importa, se dijo, “hoy, no hay imposibles en mi cabeza”. Recordó el vaso de vino y el trébol de cuatro hojas y pensó sonriente que, en las páginas donde había dejado abierto el libro, Evaristo en “Ratos buenos” terminó escribiendo que, “en el fondo del vaso, poco a poco, se ha dormido, borracha, la tristeza”.
Ella se repitió aquello de que dejar un libro abierto apoyado sobre un trébol de cuatro hojas disecado es de buen agüero.
De repente se levantó un viento frío y se le voló la pañoleta cayendo a sus pies; tiró el bastón y se agachó a recogerla. La voz del tenor, que ella oía cada vez más ronca y lejana, seguía cantando desde el interior de la casa...
Cuentan los sobrinos que la mujer jamás llegó a diluir la luna en el vino ni la bebió trago a trago aunque, simplemente y en un imposible, como en sus “Ratos buenos”, creyó que Dios, arrepentido, se puso a regalar estrellas.
¿Qué les pasa a los bohemios cuando envejecen?
Unos dicen que terminan escribiendo cuentos inexplicables.
Otros afirman que, inexplicablemente, se enamoran de otros bohemios.
Digamos también, y es lo que faltó decir, que hay bohemios que creen que Dios es bohemio porque es viejo...
* (Título de un poema de Evaristo Carriego)

Noveno nocturno

Mueren las últimas monotonías en el occidente soleado de otro domingo. El hombre se detiene frente a la vidriera que expone alhajas y relojes en la calle céntrica de la ciudad. El ocaso va atando con lentitud la noche que llega. Él, con pocas esperanzas, la espera. Mira hacia un lado y hacia el otro. Cree verla en el gentío que va y viene, que entra y sale de los cafés. Cree verla asomarse, pero el rostro desaparece destellante. El corazón se le dispara del pecho. Piensa que la ciudad es grande, que tiene miles de habitantes y que ella es una sola. Después, perdiendo noción del tiempo mirando absorto, y fijamente, los relojes y las alhajas, la piensa en algún lugar, inmóvil o caminando, tal vez en la próxima calle por donde él tomará su camino de regreso a casa, quizás en la costanera mirando el río y los remansos bajo el puente; puede ser en un café distante o en el balcón del edificio de enfrente. Hasta se imagina que ella viene caminando hacia él sin que lo sepa, amalgamada a la gente que va ir y viene a lo largo de la calle céntrica.
La noche ya está ligada; el ocaso de domingo pinceló sobre su rojo un color negro, pespunteado, salpicado de estrellas. La noche a su alrededor se alza comercial; aislada de la propia noche en una suerte de constelaciones de neón.
Pasado el tiempo de ocaso de domingo, el hombre decide regresar repitiendo, para sus adentros, el nombre de ella ahogado en sueños. Se lo ve caminar enredado con el ruido de los motores del tránsito. El smog lo esconde en la calle lateral oscura que lo llevará a su casa.
¡Hace tantos ocasos de domingos que ella es un destello!

Décimo nocturno

Él es un hombre común, hecho a fuerza de memoria y olvido. Camina por las calles de su ciudad, a veces viaja en taxi y otras en su propio automóvil o en bicicleta.
Él es un hombre común y la vida exhala dentro de él, intensa, como leño seco recién encendido, aunque piensa que las llamas cesan súbitamente; que los leños se hacen brasas y que el tiempo desparrama en la tierra seca las cenizas. Pero él está hecho como los demás... Armado de cosas recordadas y olvidadas... Él es un hombre común hecho de alegrías ciertas e inciertas, de flores, de pájaros, de rayos de auroras y ocasos, de nombres que ya ni recuerda, de besos de bocas amadas y de aliento áspero de ideas desencontradas.
Él es un hombre común que despierta en las mañanas con el temor de temerle al miedo.
Él se reconforta al comprender que es un hombre tan común como millones de hombres comunes... Él es un hombre tan común como millones de hombres comunes... para formar una muralla de cuerpos de sueños que sólo pueden ser atravesados por cualquier hombre común.
Él es un hombre común que sabe diferenciar ricos en riquezas de ricos en pobrezas. Es un hombre tan común que llega a preguntarse sobre lo que piensa otro hombre menos común que sólo sabe sumar dinero y poder.
Ahora, pienso yo que si mi pluma escribió esto, me gustaría saber si soy capaz de armar esa muralla de cuerpo de sueños... Primero intentaré cruzarla, después veré...
¡Qué suerte que él ya sabe que es un hombre común!

Decimoprimero nocturno

Cuando Yolanda me contó cómo había sido lo de Juan, me sorprendió. Sabía que él era de vivir de forma rutinaria, exagerado por demás aunque al pie de la letra; como se dice vulgarmente, pero no pensé que fuera a pasarle de esa forma. Sucedió, cuando le leyeron en la borra de café, que después de oír una premonición moriría... su corazón no lo pudo soportar... En fin, me sorprende, ¡hombre viejo, al fin! ¡Pero claro!, vivía al pie de la letra.

Decimosegundo nocturno

Hoy; en el café Mingo decía que las mujeres se matizan antes de que llegue la noche. Éramos tres; él, Luis y yo. Sentados a la mesa, debido al imprevisto comentario, nos quedamos callados y lo miramos con sorpresa; pienso que cada uno pensó que, en realidad, Mingo solamente había bebido café pero seguía afirmando: “Sí; ustedes observen y van a ver que las mujeres se maquillan antes de la noche”.
Hicimos, a propósito, un silencio que denotara interés en el asunto y entonces Mingo siguió: “Se pintan los ojos, la nariz, los brazos, el hueco poplíteo, los dedos de los pies. Se pintan con maquillajes importados, con témperas, con lápices de fibra y, ¡zas! llega el alba y ¡ellas ya no están! A lo largo de la noche se van, borrando… despintando”.
Como tenía que apurarme porque llegaba tarde a mi cita con el odontólogo; me paré, dije “hasta luego” y dejé a Luis pidiendo un par de Güisquis... qué sé yo... maduré que cuando me sacasen el maldito dolor de muelas, entraría al café para pedirle a Mingo, si es que aún se conservaba sobrio, que me explique de nuevo eso de las mujeres…
¡Bah!

Decimotercero nocturno

En mi pueblo vive un hombre viejo que acostumbra a hablar en voz alta sentado en uno de los bancos de la plaza. Le dicen “el loco Daniel”. Él repite e insiste en que la personalidad es algo misterioso.
Una tarde, yo pasaba caminando frente a él y, de repente, me señaló con su dedo índice y masculló con amargura que, “a veces, las personas no se estiman por lo que hacen... que eso es, como lo dicen en un tango, puro cuento”... Fruncí el ceño y con gesto de extrañeza me senté a su lado. El hombre me siguió con la vista y, de repente, bajó la cabeza y dejó de señalarme. Empezó a remover con sus alpargatas rotas el ladrillo picado del piso en el que se hundían las patas de hierro del banco verde de la plaza. Me dijo que las personas pueden observar la ley y, sin embargo eso carece de valor. Explicó tener un amigo preso por haberle robado a un cana y otro paseando por Europa con el dinero que consiguió al vender (aquí no mencionó la palabra robo) a escondidas y sin permiso las mejores joyas de su abuela moribunda... El viejo seguía murmurando y, en realidad, me alejé porque tuve miedo de que pensaran que también yo estaba loco. Crucé la calle y entré al café de la esquina. Pensaba en el viejo cuando vi, a través de uno de los ventanales, a cuatro policías prolijamente uniformados repartirse una coima recién cobrada a un pobre infeliz, asustado, que manejaba un cacharro de laburo en contramano. Cuando terminé de tomar el café balbuceé, a media voz, que la verdadera perfección de los hombres gravita, no en lo que tiene, si no en lo que es. La gente, sentada a las mesas de mí alrededor y el mozo me miraron con atención…

Decimocuarto nocturno

Pepe discutió conmigo algo que después, reflexionando, me reproché el habérselo negado; quizás lo hice por llevarle la contra no más. Me sentía avergonzado. Este Pepe insistía, en su charla en el café, que hay instantes en los que es preciso optar entre vivir la propia vida plenamente y, más que plena, enteramente. Decía y no sé por qué lo discutí que la vida se debe vivir de esa manera o de lo contrario se arrastra una existencia falsa, superficial y degradante. Mientras caminaba en la oscuridad de la calle, casi llegando a mi casa, tuve que decirme que fui un estúpido. Incluso, los otros deben haber pensado que era una idiotez refutarlo... quizás pueda justificar que lo hice para consumir adrenalina, no más... siempre pensando en el laburo, en mi jefe y… en fin. ¿Cómo había dejado escapar de mi inteligencia que todo lo que Pepe dijo es lo que el mundo, en su hipocresía, exige? Debía disculparme y darle la razón. Al otro día, sin falta, lo haría y... sí, eso es, ¡daría parte de enfermo para hacerlo bien!

Decimoquinto nocturno

¡¡¡Shhh!!!
¿Preguntás por qué te pido silencio? Acaso, ¿no te das cuenta de que está soñando? Leé; leé en silencio y te voy respondiendo. El diálogo, únicamente, es entre vos y yo. ¡No!, no se dará cuenta de que estamos conversando.
¡¡¡Shhh!!!
¿Qué es lo que sueña? Sus sueños son recurrentes y muchos. Leé; leé y, mientras tanto, te los iré contando.
¡¡¡Shhh!!!
Entre tantos sueños; sueña que los pájaros cantan porque deben hacer salir al sol y que las aves sobrevuelan los prados, los ríos y los mares porque deben hacer caer al día y que se sobrecogen para hacer la noche. Sueña que en los viñedos las uvas están llenas de vino. Sueña que sus deseos cumplidos suben, en múltiplos de tres, desde el horizonte al cielo, para hacer estrellas fugaces…
¡¡¡Shhh!!!
¡No!, no sueña que las cosas son al revés… ¡tonterías!; ¡nosotros las entendemos al revés porque estamos del otro lado de los sueños!
¡¡¡Shhh!!!

Decimosexto nocturno

¡Bah!... ella contó un imposible. ¿Dijo que lavó sus pies hinchados de oscuridad caminando descalza por la costa del río...? ¿Y que enceguecida por las luces no pudo ver cómo allá, detrás del puente, vergonzosamente escondida de la luna se suicidó una estrella? ¡No...!, claro que dudé, porque cuando está por comenzar la primavera nuestra noche apenas canta, enceguecida amante y desnuda, afinando sus cuerdas de estelas con el diapasón del frío del invierno que huye... luego... después limpia su cuerpo bajo las lágrimas de los sauces... por lo menos, así sucede en estos pagos...
¿En el mar? ¡Qué sé yo qué pasa con la noche en el mar...! Supongo que camina o nada por las profundidades del océano cantando afinados impromptus de sirenas... esos que le componen las olas a las Alfonsinas. ¡Mirá qué preguntas hacés...!
¡¿Aquí?!
Aquí, por lo visto, solamente se suicidan estrellas en un río ásperamente arcilloso y... en fin. También eso tiene su belleza, ¿no?

Decimoséptimo nocturno

Cotidianamente refunfuña un muchacho, vecino de mi barrio, que no comprende por qué algunos, o la mayoría a veces, malgastan tanto el tiempo en nuestros días buscando el secreto de la vida cuando la respuesta es tan fácil. Para él el secreto de la vida está en el arte. Eso sí; no sólo es poeta, también pinta. Sus padres, a pesar de sus treinta y tanto de años, aún lo mantienen; la semana anterior le cambiaron el auto.

Decimoctavo nocturno

No sé si es correcto sentirlo así, pero ¿quién puede discutirlo? Hoy, a mi terapeuta mientras anotaba la fecha y mi nombre en su cuaderno de notas le dije: “llegué caminando... la mañana está linda para caminar.” Ella me miró, se sonrió y arrojó con suavidad la lapicera arriba de la página en la que anota algunas cosas que, supongo, tendrán que ver con mis rayones. Como seguía sin decir nada le conté lo que había venido pensando en mi caminar, despreocupado, hasta el consultorio. Le dije: “Vea, yo no creo en la edad.” Me miró y preguntó a qué se debía esa conjetura. “No sé, ¿por qué?” y continué, “cumplí sesenta y seis años y el menor de mis amigos soy yo”. Ella siguió mirándome, escuchando, sin escribir nada; en realidad no buscaba que lo hiciera porque lo que le decía lo interpreté como algo fuera del contexto de mi sesión de ese día. Un comentario, al final de cuentas, sin importancia. Pero como se hizo una pausa un poco larga continué: “Se me ocurre que todos nosotros, los que somos más viejos debemos de tener en los ojos algo de pibes; aunque los pibes, cuando nos observan con detenimiento, a mí me parece, que lo hacen como si fuésemos ancianos.” Ella reaccionó diciendo: “A ver, a ver, ¿cómo es eso?”. “Qué sé yo, - continué diciéndole - ¿usted, no vio que los pibes en las escuelas se refieren a los profesores nombrándolos, por ejemplo, como el viejo de historia o la vieja de física...?” Ella se rió como si lo mío fuera una ocurrencia tonta. Eso me molestó, por lo que le dije: “Mire no se ría porque usted tiene menos de cuarenta y mi nieto cuando se refiere a usted, como su docente en la escuela, le dice la vieja del gabinete”.
La cuestión es que no escribió nada en mi hoja y me dio una explicación del asunto, por ahí, quizás freudiana mezclada con algo del Gestalt - supuse yo en mi ignorancia - que me dejó como preparado para que pensara en cualquier otra pavada de regreso a mi casa. Le pagué la sesión y cuando salí del consultorio repetí, para mis adentros, que yo seguía en lo mismo; que no creía en la edad y que mis amigos tenían razón en eso de que los sicólogos no te resuelven nada, simplemente uno paga un espacio en el que podés decir lo que mejor se te ocurra relacionado con vos mismo y que eso es lo que te ayuda a curarte de algunos rayones... en fin.
El tema es que no habría caminado más de cinco cuadras cuando, al cruzar la calle, un pibe que circulaba en bicicleta y en contramano casi me sienta de traste. Encima el mocoso me gritó: “¿por qué no mirás por dónde caminás, viejo de mierda?” Pensé en mandarlo a la put..., pero me contuve. Quizás la sesión de terapia, aunque no la había entendido muy bien, me habría servido de algo... digo, no más, ¿no?

Decimonoveno nocturno

La mesa...
Un ensamble de tablas anchas sobre la que apoyaba y aún apoyo el papel en el que escribo o escribía, por ejemplo, estas cosas. Estas cosas que nacen o nacían, ¿quién sabe de qué profundidad de mi mente o de qué figura material trastornada del universo? La mesa, desnuda, no tiene ni tuvo siquiera una planta ni el recuerdo de una flor. Las plantas y las flores están o estaban en las frases escritas... frases dictadas por fantasmas de madera, tinta y papel...
En fin, ¿por qué no?
Debo atreverme y contarlo, después de todo son cosas de escritores...
Anoche...
Anoche me dormí, no sé por cuánto tiempo, cuando el universo golpeó a la puerta de mi conciencia... pegó tan fuerte que me despertó. En el centro de la mesa, lejos de la pila de papeles, imaginé una hermosa planta verde y ocre; y, en un florero, un jazmín. Me incorporé asustado, corrí hasta la realidad y desde ahí le pregunté a la mesa: “¿por qué querés cambiar ahora?” Como nada ni nadie me contestó, nuevamente me acerqué y me senté frente a la pila de papel y... y leí lo que me figuré que ahí estaba escrito: “Dejá las preguntas... ya lo sabemos... a mí, tanto como a esos versos que intentás convertir en prosas, nos queda poco. La planta y la flor son símbolos... vos y yo, ya lo dejamos todo.”
Era la madrugada y me dije con severidad, “¿¡quién anduvo escribiendo eso!?”
Por primera vez en mi vida, sentí que el universo no quiere ni quiso responderme
.

Vigésimo nocturno

EL HOMBRE QUE AÚN NO SABE QUE ESTÁ SOLO
(Perfume de los primeros años del siglo XXI)
(Un poema, hecho sin la PC)

Ciertamente, pero tan cierto,
que resulta diferente.
Indistinto, pero tan distinto,
como la masa de una sombra.
La noche morena nombra
al hombre que, sin nombre,
desvanece auroras en su esquina.
Piensa en ¿cómo es la soledad?
Y; solo, ciertamente,
comparte con nadie, simplemente,
la manía de estar solo...
la cobardía de ser sólo
un remolino de su vida.

Vigésimo primer nocturno

Antes; y de esto no hace tanto tiempo, había caminos que te abrigaban en todos los sentidos cobijándote en todas las direcciones cuando a vos se te daba la simple idea de partir... digo... ¡irte sin escaparle a nada, ¿no?! Pero, desde hace algún tiempo, a mí, por lo menos, se me da que, por esos mismos y únicos senderos se cruzan algunos fantasmas... hermanos, parientes y amigos que uno creyó que se habían ido hace rato y para siempre como buenos conocedores de las cosas de la vida. Estos fantasmas, por lo menos eso creo yo, te enlazan y te traen de regreso, en el mejor de los casos, al lugar del que todos, de una u otra manera, usamos de punto de partida...
Entonces, al no poder partir, la buena literatura resulta poca... la televisión asusta, la radio trasmite más cantidad de partidos perdidos y empatados que ganados; y muy poco de aquella música que... en fin, qué sé yo...
Antes; y de esto no hace tanto tiempo, los caminos te abrigaban en todos los sentidos, cobijándote en todas las direcciones; más, cuando a vos se te daba la simple manía de partir...
¿Será que uno se despide de las cosas buenas y sencillas sin saber que lo hace? ¿Será que llegó el tiempo de descorchar, para servir y brindar con esos fantasmas, el vino que uno guardó, en soledad, para las grandes ocasiones?... ¿Será que a esto se le llama envejecer? Vaya uno a saberlo, ¿no?
El asunto, insisto... es que, los caminos por los que ayer iba, hoy... hoy, indefectiblemente vuelven.

Vigésimo segundo nocturno

¿Dónde habrá ido a parar mis juguetes de pibe?
Hoy, sin querer, llevado por algún raro sentimiento abrí un cajón que había dejado olvidado en mis sueños. Revolviendo papeles, llaves oxidadas, baratijas viejas y debajo de una fotografía mía, de Adán bebé, descubrí una bolita blanca con una guarda roja. Increíblemente había encontrado la puntera cachada con la que había melado a tantos principiantes en el juego de las bolillas en mi tiempo de pibe. La llevé triunfalmente apretada en la mano, emocionado, para enseñársela a mis nietos. Ellos la observaron por un tiempo como si fuese un fósil de la edad del fuego... No supe qué más contarles o qué decirles. El más chico, de repente, corrió hasta la computadora... después lo siguieron su hermano y los primos. Abrieron un juego de esos que ellos tan bien entienden y me di cuenta de que, en muy poco tiempo, habían destruido un mundo virtual porque, justamente, el más chico apretó una tecla equivocada... Mientras peleaban y discutían sobre quien era el culpable del error, tomé la bolita y me la puse en el bolsillo del pantalón para devolverla al viejo cajón en la que había permanecido en el sueño de los años... Cuando fui a guardarla me di cuenta de que la había perdido en el camino de regreso a casa... El bolsillo de mi pantalón estaba agujereado.
Prometí que jamás volvería a preguntarme adónde habrían ido a parar mis juguetes de pibe...

Vigésimo tercer nocturno

Mi tiempo se esconde en los brotes de los árboles cada vez que llega la primavera para no hacerme olvidar que, ni por un solo instante, dejaste de ser una fábrica introvertida de sueños. Acaso, ¿la esencia de tus fantasías la depositaron equivocadamente en tu cuna? ¿Cómo podés seguir confundida, y escondiendo tus sentimientos enajenadamente a las moléculas de tu cuerpo?... decidíte y sé sincera... decíme que me amás, porque si tu silencio pasa de esta primavera, será demasiado tarde.

Vigésimo cuarto nocturno

Las sepias, cansadas de esperar dentro de una bolsa de residuos, son las cenizas de las épocas que pasaron. Son las poesías dormidas en un libro viejo. Poemas que nadie lee porque se los piensa pasados de estilo y moda. ¿Nadie pudo pensar que en esas hojas amarilleadas se guardaron susurros y voces, romances y suspiros escondidos en palabras de amor? ¿Nadie pudo pensar que hubo lágrimas evaporadas y aprisionadas entre el silencio de esas páginas? Pero, claro, ¡qué va!, si los escribió aquél loco y flaco poeta de mi pueblo que vivió toda la vida rodeado de vecinos que, por hacer fortuna, no tenían nada de bohemios.

Vigésimo quinto nocturno

A veces me da por mirar la vieja, amarilla y ajada fotografía donde éramos tantos y faltaban muchos... a veces me da por recostar en mi pecho la vieja, amarilla y ajada fotografía en la que hace mucho rato éramos todos los que se han ido. Mentiría si les dijera que siempre están sobre el piano. En realidad los escondo en la banqueta para que canten, desde la profundidad de esa entraña, nuestras viejas canciones cuando desarrugo mis manos sobre el amarillento teclado.

Vigésimo sexto nocturno

Corría el año 1953, hacía pocos años que habíamos ido a vivir a ese barrio donde dejé las huellas de mis rodillas jugando a las bolitas en las veredas de tierra. En aquellos días esperaba, durante las mañanas, que mi abuelo viniera a visitarnos. Esa mañana fría de un primero de agosto, día en que mi querido viejo cumplía años, vi a mi abuelo venir caminando por la vereda húmeda de escarcha fundida por el tibio calor del sol.
El viejo traía un paquete. Era una caja, por lo que se veía, envuelta en papel madera y atado con varias vueltas de hilo macramé. Corrí por la calle de tierra para abrazarlo y besarlo como lo hacía siempre y le pregunté qué era eso que llevaba. No supe por qué, pero me dijo que eran unos botines para un vecino; que se los había encargado. Le creí. ¿Por qué será que siempre creemos todo lo que nos dicen los abuelos? Después me di cuenta de que me había estado cargando porque, cuando mi madre, más tarde, desató y abrió el envoltorio, de su interior sacó una radio cuadrada color blanco. Lo primero que ella me dijo fue, que no fuera a decirle nada a papá cuando llegara para almorzar. Que esperara a que la viese arriba del aparador porque era su regalo de cumpleaños. ¡Una sorpresa!
Papá trabaja en ese horario que le decían de “pito a pito” y comía al mediodía en casa a causa de ese horario discontinuo. Claro, sería un pasmo. Y todo resultó tal cual. La radio o el radio, como enseñaba la maestra que debía decirse, tenía que “calentarse” para que se escuchara después de enchufada y tras el giro de una perillona quedaba bien encendida y se buscaban las estaciones con un dial que arrastraba una bruta aguja, por cierto. Nunca imaginé que vendría los tiempos de Tarzán, Sandokán, Peter Fox, el Glostora Tango Club, las radionovelas con Eduardo Rudy e Hilda Bernard, Poncho Negro y que mi mamá lavara los platos escuchando la novela del mediodía y, qué sé yo cuánto más. La cosa es que, mi familia, tuvo nuestra primera radio.
A los cuatro meses de aquél día, recuerdo que murió el abuelo y, cosa ridícula, ¿no?, en mi casa la radio estuvo fría y muda por un mes porque había que guardar luto. En fin... los viejos, entonces, conformaban su tristeza leyendo algún diario y yo disfrutaba del Pato Donald. Eso sí, en la peluquería del barrio leía el Rico Tipo y gozaba mirando las curvas y boquitas de las chicas de Divito. Solamente de martes a viernes, ¿eh? Los sábados, en ese entonces, la entrada a la peluquería era para mayores únicamente. Los domingos se jugaba un picado en el campito del barrio y se podía escuchar, desde alguna radio puesta con todo, a Fioravanti trasmitiendo un partido...

Vigésimo séptimo nocturno

Chicos de ciudades.
Indios montados en palos de escobas surcando calles con adoquines.
Caritas maquilladas con rayas de pétalos de rosas sobre sombras de corchos quemados.
Vinchas de guerreros. Jirón del delantal de una abuela sosteniendo las plumas arrancadas a un gallo colorado.
¡Arcos, flechas y lanzas de mimbre!
Momentos de llamas amarillentas bailoteando en hornallas de cocinas a querosén, tiznando pavas. Mateadas de adultos sosteniendo sonrisas tibias o tristezas ásperas. Repasadores toscos envolviendo asas de vasijas de vida. Recipientes viejos llenos del vacío sigiloso del que nacen las estrellas. Ayer romántico desprovisto del condimento que aún le falta al hoy. Sabor dulce que es parte del sueño que amarga la boca cuando suena el despertador.
Programas de radio donde las cosas eran lindas porque enlataban aventuras.
Indios que esperaban ocultos detrás de los plátanos el paso de ese carro de lechero, verdulero o panadero que, yéndose un día, dejó un tótem imaginario por donde subían y bajaban las tristezas de los pibes y los recuerdos de los pueblos.
¡Ya no hay carros para atacar! ¡Ni siquiera están sus huellas! Pero siguen creciendo chicos, indios que juegan en ese silencioso vaivén de las cosas perdidas saboreando los dulces sueños que noche por noche, entre madreselvas y campánulas pernoctando bajo el asfalto, se confabulan con las piedras y el polvo.
¡Arrimáte, chico! Bajáte del viejo palo de escoba, despintáte la cara y guardá la vincha.
El indio ya creció y duerme poco.
Es cosa de esperar pacientemente que suene, algo distinto dentro del armazón silencioso, el despertador.

Vigésimo octavo nocturno

Hay sucesos que, según como se den, cambian la historia. A eso se le puede llamar procesos lógicos de las indecisiones universales. También existen factores aliados internamente, resultado propio de esos mismos agentes, que hacen que las cosas se den en un sentido único; y si es así, el suceso cae en el terreno de lo lineal o propiedad de las proposiciones estrechas y limitadas. ¿A qué parte de la especulación o, si se prefiere, de los insomnios o nocturnos, en clave de ausencia, responde este relato?:
A la vera de un bosque; un lugareño observa a un animalito campeando en un claro con sus crías. En un momento incierto, una felina feroz se arroja contra el animalito quien instintivamente huye. Un cazador, escondido entre los árboles, descubre el incidente y rápidamente prepara su arma. El lugareño, pendiente de lo que sucede, piensa: “Si el cazador mata a la felina feroz tendrá un gran trofeo; aunque si le da al animalito podrá deleitarse con una exquisita pata asada a las leñas que acompañaría con un guiso de champiñones aromatizado con algunas hierbas comestibles recogidas en el bosque...
De repente algo sobrecoge al animalito y el lugareño supone que es porque el animal piensa, “si la felina feroz no me consigue volverá para comerse a mis críos”. Por otra parte el paisano cree que la felina feroz especula “¿para qué me canso tratando de agarrar a este duro animal cuando, sin mayores esfuerzos, podría llevarle a mi felino feroz las crías y darnos por igual un banquete?” Es evidente que el cazador continúa dudando y piensa “¿a quién le doy?”.
El lugareño advierte que el animalito, la felina feroz y el cazador se detuvieron durante un tiempo infinitesimal avasallados por… por la indecisión universal. Todo ser en el planeta queda estático... dudando... ni siquiera corre el menor viento que pueda mover una hoja... ¡se produjo un agujero en la historia de las cosas! ¡La decisión del disparo renovaría todo un sistema vital!
Pasado ese tiempo infinitesimal, al restaurarse la dinámica, el lugareño disipa la incógnita... ve, fugazmente, resuelto el dilema porque se dio el preciso momento en que el felino feroz hambriento, y por ende expectante, somete al paisano, indefenso, por sus espaldas...

Vigésimo noveno nocturno

No pude nunca dejar de pensar en el viejo Nicolás. Un primo lejano de mi madre que murió hace años; siendo yo un pibe me llevaba a pescar por allá, a las orillas del Paraná de las Palmas. El viejo, que me enseñó todo tipo de astucias para la pesca me contaba un cuento, porque creo que era eso, un cuento... en fin… no lo sé… pero el asunto es que mientras vigilábamos las líneas de fondo repetía más o menos esto: “En mis años mozos mi abuelo, que vivía en el sur, allá por la playa “Oriente” muy cerca de la ciudad de Bahía Blanca, me llevaba, muy de madrugada, en las épocas que lo visitaba, a pescar salmones. Yo había leído que los salmones acuden a desovar en aguas dulces y en el lugar que nacieron. Para hacerlo viajan grandísimas distancias por el mar y remontan, después, el río hasta esa naciente que buscan. Depositan sus huevos, ni más ni menos que en el mismo lugar donde depositaron los suyos sus padres, sus abuelos y todos los antecesores de su familia... las noches, en las que el viento y el ruido me ayudaban a meditar, decía para mis adentros: Qué lindo es pensar que hay un lugar exclusivo en el mundo, en las profundidades de un río que no conozco, hacia donde van todos los salmones de la tierra en la época de la procreación... seguramente que ahí Dios colocó el primer huevo del primer salmón".
Es algo que penetra mis pensamientos... a lo mejor, a partir de ahora, alguien que haya leído o escuchado esta historia se ocupe de hallar ese sitio... yo; no me atreví nunca, quizás por temor o por falta de tiempo o dinero y me conformé con pescar uno que otro bagre en este Paraná de las Palmas que día a día pinta de color arcilla mi piel de pensador y pescador frustrado.

Trigésimo nocturno

En mi ciudad hay una calle que muere zambullida en el puerto. Ahí está el río; y eso, para los inocentes y extranjeros, es una alegría bailantera… pero en mi pueblo es una pena... ¿saben por qué?... porque las aguas del Paraná de las Palmas y el aire están contaminados por una realidad negada... los físicos nucleares, políticos y profesionales justifican sus sueldos abultados ocultando la verdad mezquina... pero son tan estúpidos que se mueren pegaditos igual que nosotros, como lo hace esta calle del puerto en la vera del Paraná... no sé por qué un maestro de escuela tiene un sueldo mísero y estos testaferros ganan por lo que ocultan... vaya uno a saber ¿no?

Trigésimo primer nocturno

No sé por qué; pero, a veces, el barrio me pega duro. Debe ser porque supone que, por ahí, uno se va y, después, no vuelve... ¡es cierto!... ¡muchos lo han hecho!
Cuando regreso al barrio y lo presiento malhumorado pienso que es de cascarrabias, por reconocerse viejo... no sé... pero desde hoy, cada vez que cruce la calle de mi casa o que arranque en la bicicleta le diré un hasta luego empalagosamente risueño... aunque me agobien las cosas de los tiempos. ¡Lo pensé bien! y, saben ¿qué?; si algún día los malvones y las flores, que dañinamente, robé de pibe se evaporan en el incienso de la maestra olvidada, o de la novia pretendida, o de la moneda sacada a la abuela o del permiso de mamá y... te lo juro, barrio mío; si existe un error probabilístico de que me haga mentiroso, será por alguna de esas inecuaciones que no entendí de tu escuela... de esas cosas inocentes, inescrupulosas, que sin querer serlo se parecen a las falsas promesas que nos enseñaron a hacer los del otro barrio; esos del centro... porque ¿así se vive, viste?... te juro que será porque la calle me disuelve en su época... pero, eso sí, ¿eh?; si me ocurre algo, o muero fuera de tu territorio, te prometo volver hecho el fantasma que esperás… y tendrás que dejarme ocupar el mismísimo, silencioso, lugar que le das a los otros que, sin querer hacerlo, se fueron...

Trigésimo segundo nocturno

¿Los ladrones son esos que usan una gorra gris, pañuelo oscuro, y camisetas de colores desteñidos y a rayas? ¡Qué mentira de película! Usan el mismo traje que los ejecutivos, ministros, presidentes, curas y otras yerbas... no hace mucho tiempo atrás paseaba con mi perro cuando un tipo, aparentemente muy educado, me pidió fuego. Saqué el encendedor y le prendí el cigarrillo cuando me hundía en la panza el frío caño de una pistola... el hijo de puta solamente se llevó mi medio atado y, hablando mal y pronto, se “cagó de risa”. En realidad, a mí me dejó mal parado y a mi perro ladrando. Más o menos un mes después, una mañana mi manojo de pulgas, al que llevaba al veterinario, reconoció al tipejo… estaba parado, de vigilante uniformado, en la puerta de un banco privado y el can le ladró... por lo bajo le dije a mi mascota, mientras lo arrastraba: “Vamos, Cascote, no me metás en problemas; a ver si por tu culpa me encana y después me fuma los cigarrillos de adentro del calabozo”... ¿no fumará, este turro, estando de servicio?

Trigésimo tercer nocturno

Es un morocho, bien negro, que antes era flaco y, más que flaco, escuálido... sus piernas largas parecían enganchadas a un pantalón corto, color negro, y con remiendos negros... sus pies eran y son anchos como una hoja de poto misionero… que yo sepa, nunca tuvo ni tiene a nadie… pero el negro se ríe, como lo hizo siempre, aunque canta un poco más desafinado. Tocaba y toca algo que no son una armónica, ni un clarinete, ni una flauta dulce, ni una guitarra, ni un tambor… bailaba y baila apoyado en sus dedos negros y las uñas más negras que su cuerpo, acariciando un cepillo de crines negras... el negro hoy está un poco más gordo y como lustrabotas nunca lustró zapatos marrones... ¿por qué será?... como ya dije, sigue teniendo pies anchos como una hoja de poto misionero y el cayo del dedo meñique del pie izquierdo le agujerea la alpargata... claro, las alpargatas son bien negras también... mira de reojo al “pato vica”, rubio con cara de bobo, del boliche del centro y se ríe... el otro, de mente estrecha y de sobrenombre Seis Dedos - cinco en cada mano y uno de frente como lo cuenta el chiste - le pregunta: ¿de qué te reís Negro? El morocho piensa la contestación mirándose el agujero de la alpargata: ¡qué sé yo de qué me río! ¡A lo mejor de lo mismo de que te reirás vos cuando te desinfles!... andá a saber... o, andá a la mierda; ¿querés? El pobre negro, de alma y cuerpo, en realidad y como fue y es su costumbre no responde nada y sigue riendo.

Trigésimo cuarto nocturno

No sé en qué recodo nacen, ni en que rincón se esconden esas cosas por las que el universo nos atraviesa... lo que sí sé es que nunca mueren, ¡son eternas! Y siempre reaparecen. Nadie, por más fuerza que tenga, puede arrojarlas lejos porque... porque son un boomerang. Las cosas y las causas vuelven con toda su masa... con todo el peso en unidades de dolor a través de la inercia de las tristezas.
¿Por qué será que son tan pocas las alegrías pintadas en la tela del vestido de la vida? Supongo que la estampa la confecciona el Cosmos; porque en él hay demasiados e inmensos espacios fríos que destemplan estrellas... ¡Sí, claro que sí! Indefectiblemente, así es la tela del vestido de la vida.
En la mañana, posiblemente, me olvide de estos pensamientos... y mis cosas del insomnio, ¿por qué, no?, quedarán flotando escondidas en el recodo del universo de estos nocturnos en clave de ausencia.

Trigésimo quinto nocturno

Huelo y oigo el silencio. ¿O es que acaso el silencio no tiene por qué tener perfumes y ruidos? La fragancia y el murmullo del silencio reproducen el tiempo pasado enmascarándolo con aromas y ecos que jamás se ajustan al presente.

Trigésimo sexto nocturno

En la madrugada, pasando por el viejo café, sentados a la mesa que da al ventanal los sorprendí... los vi viejos y amantes... ¡eran aquellos de quienes tanto hablaron!... les vi bajar sus cabezas con las mismas fuerzas con que sus lágrimas caían sobre el mantel... era casi el alba y, además, tarde.

Trigésimo séptimo nocturno

Te miro igual que en el último otoño, esquivándome la mirada. Sigues siendo y viéndote niña y yo, algo más anticuado... por mí no sabrás nunca que deseo ser más joven, aunque... alguien me confió que lo dijiste... que querrías ser un poco más vieja.

Trigésimo octavo nocturno

Septiembre... extraño el ciruelo y la glicina que abriendo su azul lo trepaba florecido, allá, en la casa de mis padres. Extraño la ventana de la cocina desde donde miraba todo eso por las mañanas, en horas tempranas, sorbiendo los mates que cebaba el viejo. Los azahares y el ambiente, más que de flores, parecía un fantasma de nieves nuevas y viejas. Extraño el patio en el que jugaba con mi amigo, o el hermano imaginario, a las bolitas; pidiendo siempre “¡hoyo, antes de la quema!”. Mi madre aún me llama niño para que me despida de mi padre que salía para el trabajo, en la fábrica de papel. Todavía recojo los azahares y las flores, que caen del ciruelo y la glicina, en mis sueños. El recuerdo se materializa cuando el pecho me molesta. Siento las manos de mis nietos que me acarician y el dolor pasa. Después, imagino que miro por la ventana de aquella cocina que hoy disfruta un extraño inquilino y añoro. Es parte indisoluble de la vida porque, todavía, queda un niño con pesadillas nocturnas que se convierten en sueños dulces cuando transcurre septiembre...

Trigésimo octavo nocturno

Al final de cuentas y cuando las cuentas cierran las sumas, queda una notable ecuación irresoluta en el perfil de la lógica que es dilucidar por qué hay baladas de otoño que se recitan en primavera cuando hay más canciones de primavera que se amarillean en otoño.

Trigésimo noveno nocturno

Aseguran, los estudiosos del asunto, que los sueños pertenecen a uno de los tantos universos paralelos que se mezclan y compiten con el nuestro; específicamente, a ese en el que el tiempo corre más rápido.

Cuadragésimo nocturno

Hay momentos en los que supongo que existe un reloj que, vaya a saber en qué tiempo, dejé olvidado en una parte de la vida y que alguna mujer, despreocupadamente y sin conocerme a ciencia cierta, encontró. Un reloj que ella arrojó lejos haciendo rebotes zigzagueantes en el agua, dejándolo hundir en el río, en lo más profundo del Paraná de las Palmas. Ahora; un reverso, en jirones de palabras tejidas en mi cabeza, dice que quizás no fue tan así, que puede ser que aún existan pétalos de tiempo que caen, incomprensiblemente, desde algún raro lugar del cielo... pero en ese jirón de vida que se arrastró pasando por quién sabe qué otros laberintos de tiempo, alguien recoge esos pétalos y los arma dándole la forma de una rosa... una rosa roja con sensaciones de lengua, gustada y de fuego, ¿por qué no?... una rosa apoyada a los pies desnudos de una época que no está en ningún sitio extraño de cielo... confusamente, algo me dice que hay un espacio caminado... territorio de caminos de piedras mezcladas con cascotes de tierra, en la tierra polvorienta de los caminos que nadie ha caminado... Quizás; si me zambullo de golpe en el río desde el borde de la otra cara del puente que nadie conoce tan bien como yo, encuentre mi reloj; el reloj perdido que seguramente estará detenido y oxidado, sin haber marcado ni por un solo segundo el paso del tiempo.

Cuadragésimo primer nocturno

En los tiempos de pibe, una vecina a la que los chicos del barrio respetábamos mucho porque nos contaba historias fantásticas, nos hizo creer que en la manzana había esquinas que estaban embrujadas. Esquinas en las que cada noche alguien, que ninguno nunca vio, ponía letreros marcadores mágicos con recuerdos viejos, pasados; de gente que ya no vivía en el barrio... fantasmas que se ponían a conversar en la ochava y que nadie los oía. El misterioso personaje colocaba los carteles pasada la media noche y los retiraba antes de que saliéramos para ir a la escuela, según la vecina decía. Siento enormemente no haber tenido tiempo para volver a hablar, ya de grande, con esta mujer que hace años se retiró misteriosamente de la vida. Cuentan algunos vecinos de mi viejo barrio que cuando vuelven tarde de alguna juerga, ven carteles misterios en algunas ochavas de la manzana que a la mañana no están más porque alguien los retira.
Cuando les conté esta historia a mis nietos, me miraron con extrañeza y se rieron. Ellos dijeron: “Andá, abuelo, el tipo que pone y cambia los carteles sos vos, ¿no es cierto?...”
En fin, los tiempos cambian, ¿no?

Cuadragésimo segundo nocturno

Jubilados por el tiempo, más que por los años, los dos están sentados en un banco de la plaza, entibiando sus cuerpos al sol que se asoma, de cuando en cuando, de su escondite de nubes. Supongo que estará de más decir que ellos son dos seres indivisi-bles que guardan, o esconden, las mismas manchas de su par de almas que aparentan distintos cuerpos.
Él piensa en sus hijos... ella evoca a los nietos. ¡Europa está lejos!
Los pájaros cantan y se rompe el silencio... mañana, alguno despertará solo y pensará que ya no importa porque durante tantos años en los que fueron un solo cuerpo con los mismos pecados no maduraron la soledad, solamente pensaron en sus hijos.

Cuadragésimo segundo nocturno

En una de esas largas filas que hacemos en los Bancos para pagar algún impuesto, un hombre que estaba detrás de mí le decía a un amigo que lo acompañaba que: ¡sí!, que él la había amado mucho... que tenía la certeza de que si el paraíso existe la volvería a encontrar pero, cuando eso pasara, seguramente que cada cual seguiría su camino sin siquiera mirarse ni dar vuelta la cara... maduré en mí y calculé cuántos años me faltarían para llegar a pensar como él... en fin.

Cuadragésimo tercer nocturno

Puede ser que sea el invierno que me va acogiendo en silencio y en sesiones dul-ces, calladas. Se asoman las cosas viejas del arcón de los momentos idos. Y, por ahí, como una correspondencia interna aparecen los suspiros. Alientos y desalientos por to-do lo deseado y el tiempo perdido. La mirada se pierde en el infinito devenir molecular del espacio, renovando imágenes de amores muertos y rostros borrados.
No sé si será correcto afligirse tanto por las penas remotas porque, en definitiva, ¿quien puede volver a gastar lo que ya se ha gastado?

Cuadragésimo cuarto nocturno

No sé por qué deambulan en mucho de mis escritos cosas que suceden o pueden suceder en una plaza. Quizás sea porque trabajo en la planta alta del edificio que tiene un par de ventanales que deja la plaza del centro de mi ciudad al descubierto. También puede ser que se deba a que esos espacios verdes, cuidados y bellos, tienen misterios e historias de amaneceres y ocasos. O quizás sea porque en las plazas los nietos pequeños corren, van y vienen desprendidos despreocupadamente de los abrazos de sus abuelos... sí, debe ser esto último porque casi no existen diferencias entre los amaneceres y el último suspiro del sol... todo este pensamiento merodea mi inconsciente y me alega que así sea.
Después de esos sueños, que pocas veces valoramos, se levanta una forma de niebla encantada que nos hace pensar en que el infinito, si en realidad existe, debe estar dividido en dos partes. Una, la media eternidad que debe darse antes de la vida y la otra la que está después de la muerte... en fin; la existencia del ahora, que es eso que ni siquiera existe porque el tiempo es déspota, son esos sueños que, durando segundos, aparentan siglos...

Cuadragésimo quinto nocturno

Dicen quienes entienden de quimeras que hay sueños de todos los colores y que se dividen en cortos y largos; porque unos duran tan poco que dan ganas de seguir soñando; mientras que los otros se enredan tanto en la espiral del tiempo que asustan puesto que uno no sabe si va a salir de ellos o, lo que es más serio aún, si despertará.
Después de todo, ¿quién no se duerme con un sueño despertándose con la realidad?

Cuadragésimo sexto nocturno

No sé por qué deba insistir en esto de pensar tanto en la plaza céntrica de mi ciudad; quizás es porque siempre pretendí formar parte de las prosas y no de las poesías de los artistas de mi pueblo. No lo sé... puede ser que sea porque frente a ella está la escuela en la que dejé perennemente enredadas mis deudas, mis pretensiones o mis ilusiones de pibe. Puede ser que a lo mejor se da que, en ella, se eterniza el sentimiento de apreciarla mía... aunque, últimamente, algo raro sucede cuando desde su fuente las partículas de agua de todos los tiempos preguntan: “¿te hemos visto soñar?”... o, cuando los troncos de sus palmeras centenarias indagan: “¿te hemos visto pensar?”... no sé por qué, pero el espejismo de mis años le da por responderles: “¡Jamás!”.

Cuadragésimo sexto nocturno

Es bueno ponerse sentimental... es una forma de reparar en que mientras transcurrió la vida los momentos se escapan, inmensa y pausadamente, por debajo de un paraguas transparente arrancado de una mano débil por los vientos otoñales que no sé si en realidad nos pertenecen... un viento que llega de un cielo que, de cielo, quizás tenga muy poco...

Cuadragésimo séptimo nocturno

Alguna escribí, o dije, que no me animo a arrojar las cosas que me molestan con demasiada fuerza, porque llegarían muy lejos. Tanto que, a la larga, algún extraño me las devolvería. Y sería sólo eso... un extraño... un extraño al final de cuentas.

Cuadragésimo octavo nocturno

Para un nocturno sin clave ni notas... un nocturno en la menor y en opus triste...
Me da un poco de tristeza, o me confundo, al ver cómo los más viejos se van... ¿se van tan lentamente que no se dan cuenta de que se van?... ¿somos acaso tan jóvenes los que quedamos?... los que nos quedamos sin darnos cuenta de que a nuestro alrededor algunos se marchan porque sí no más. No importa... démonos a la música con que nos enamoramos, aunque sea para poder llevarnos puesto de abrigo las cosas pasadas; los besos furtivos, las sonrisas forzadas, el vigor que afloja... que flaquea porque algo nos lleva con demasiado apuro al país que creímos que era el “del nunca jamás”... después de todo, ¡qué vamos a ser viejos!,  si apenas ayer éramos niños...
¡Ah!, mañana nos vemos... ¿pasado mañana?, quizás...

Cuadragésimo noveno nocturno

Y la noche va dejando caer su velo de raso bordado con el hilo de muchos sentimientos incontenibles... cosas buenas de hombres malos y cosas malas que, en un arrebato de desencuentros, a veces tienen los hombres buenos...
Y es cierto, muy cierto eso de que “No todos los hombres malos pueden llegar a ser buenos; pero no hay ningún hombre bueno que no haya sido malo alguna vez”; le pertenece a San Agustín.
Cavilar es algo que nos hace flotar en la serenidad de las noches demasiado ahogadas en las gotas del rocío que se condensa, esconde, y desliza por el pétalo de alguna flor de otoño... o también, ¿por qué no?, de primavera.

Quincuagésimo nocturno

Quizás sea hora de buscar en otros espacios aquellos lugares en los que intentamos ocultar los sentimientos; sin detenernos a pensar que no hay demasiados recovecos donde hacerlo porque el candor de la lumbre de los cuerpos siempre los delata... como en el juego inocente de las escondidas; donde aprenden a esconderse del amor, con picardía, los chicos...

Quincuagésimo primer nocturno

Le dije que debía ausentarme por un tiempo y no me pidió explicaciones. Supe que esperaba que sucediera. Al darse cuenta de que algo sospechaba inclinó la cabeza para que la besara en la frente. A mí... a mí, sólo me esperaba el trabajo que, muy de vez en cuando, hacía cuando el dinero se acababa... a ella la disgrega una pasión diferente. Apretó los labios escondiéndolos, como lo hacía desde hacía un tiempo... me separó de su cuerpo pensando en otra cosa. Buscó un compacto y lo llevó al equipo... lo encendió y puso la música... una de esas que jamás escuchamos juntos... simplemente me convencí de que no volvería a verla... salí de la casa, cerré la puerta, la llovizna me empapó la cara y... y, como si el rostro se disolviese, bajo cierta flacidez se debilitó el cuerpo... pensé en mañana... mañana estaría lejos, sin rumbo fijo y, como de costumbre, sin dinero ni esperanzas... sabía que pasado mañana le ataría una cinta al pasado y que al tercer día volvería a estar contento... porque, seguramente, como pasa siempre habré hallado otro par de buenos pechos donde recostar y secar el llanto de mis excusas y... ¿por qué, no?... haré silencio... guardaré mis secretos y... y, ¡Bah!... mujeres faltan... historias y cuentos sobran.

Quincuagésimo segundo nocturno

Está terminando el invierno con sus mañanas oscuras y es por eso que queda la alcoba virtualmente envuelta en telas claras. La tibieza de la cama revuelta se destempla, dejando pendiente el amor para cuando toquen, como mínimo, once nocturnas campanadas. Quizás esta noche llovizne, ¿acaso, no pasa así en este tiempo? Las gotas caerán de los techos de chapa marcando el vaivén de los tiempos perdidos. Mañana... en la oscuridad de la mañana quedará otra vez la alcoba envuelta virtualmente en telas claras. Ya; es septiembre y es tiempo, como lo es cada momento... es tiempo de fidelidad o de engaños, no lo sé... pero sé que es tiempo de amantes...

Quincuagésimo tercer nocturno
Intermezzo Amatorius
Es tremendo verla a María Elisa meterse desnuda en la bañera bajo tan abundante agua tibia que desde la lluvia cae sobre su cuerpo… ¡Ah!, cómo quisiera ser cada gota de agua para recorrerla palmo a palmo por delante y detrás… y cada rincón de su cuerpo se estremece tras el cosquilleo que el agua le propina al deslizarse sobre su cuello… entre los pechos, girando en sus pezones… en la cintura, besándola en el ombligo… y el fruto deseado, celado, abre y desordena el placentero desliz de las gotas que, torpemente, acarician los muslos mientras ella, toda María Elisa, tira la cabeza hacia atrás cerrando los ojos… y tras ese intenso instante el agua, ya más desconcentrada, sigue su camino regándole los tobillos y escondiéndose en los suaves dedos de los pies para luego perderse en el desagüe que termina recogiendo todas las tan intensas sensaciones… ¡¡¡y sus glúteos,¡por Dios!, sus glúteos endurecidos al levantar, de a una, las piernas!!! … y las manos… entonces sus delicadas manos me toman, me aprietan, me acarician, me introducen, me… ¡Ay!, cuando el agua deja de escurrir la poseo aún más; abrigándola, después, intensamente…
Y, hoy, ¡¡¡María Elisa!!!... ¡justamente hoy!, María Elisa, me meterá en el lavarropas porque ya es tiempo de lavado, enjuague y secado, para devolverme lo más rápido posible al toallero.

Quincuagésimo cuarto nocturno
En las noches de insomnio me pregunto…
¿Por qué el tiempo en mi espacio fluye sólida y astilladamente si los relojes de arena son capaces de mantenerlo confinado en un dilatado recinto de cristal...?
¿Por qué el tiempo en mi espacio fluye sólida y astilladamente si los relojes de aguja y sol son capaces de mantenerlo prisionero en un circuito plano limitándolo a ceñirse aburrida y progresivamente entre doce números que se repiten indefinidamente…?
¿Por qué el tiempo en mi espacio fluye sólida y astilladamente si los relojes digitales son capaces de encarcelarlo entre sesenta repetitivos pestañeos…?
¿Será, acaso, el espacio lo que limita al tiempo porque la alquimia de los sueños no lo deja llegar más allá de donde llega la vida…?
¡¡¡Shhhhhhhhh!!! 
(Tic tac, tic tac, tic tac, tic tac)
En fin… en las noches de insomnio pierdo el tiempo…

Quincuagésimo quinto nocturno
La primavera ventosa agoniza y el verano golpea en la puertaventana que da al balcón del departamento. Las macetas con las alegrías de jardín en varios colores florecidas, por momentos distraen al hombre. El monitor de la PC muestra el comentario de alguien que dándose de amigo le escribió que es un bohemio tonto porque ella, que es rica y bella, lo usa divirtiéndose con sus suaves, enamoradizas y sutiles apreciaciones al saberse lejana e inalcanzable. Él se pregunta si deberá responderle al entrometido o permanecer en silencio de escritura guardándose muy por dentro. Después de todo ¿no es ella una historia repetida? Es rica, inmensamente rica; cuando él es rico, inmensamente rico, en palabras y sonidos de poesías.
El viento de fin de primavera azota las alegrías y el bohemio ignora el comentario; más después se dispone a escribirle a ella. Va a preguntarle si es que, siendo rica, podría viajar a conocerlo, cuanto más no sea, montada en una estela y… y, ¡sí!, teme la respuesta.

Quincuagésimo sexto nocturno
Las últimas monotonías de la noche enmarcan los agudos silbidos del silencio.
La soledad en compañía lo desató del amor. Simple, tímido, ya cano, amante de las artes y alejado de lo que fue su profesión cotidiana, espera con paciencia concretar algo que lo aliente a vivir más. Del otro lado de la PC una mujer dulce y cariñosa desde hace mucho tiempo le escribe a cada momento sin mayores exigencias que lo que pueda ser él. Cotidianamente intercambian músicas, poesías, sueños y mimos en palabras sutiles. Más; frente a esa fría soledad en compañía, las noches lo encuentran con una sonrisa con dejo triste tras cada respuesta de ella. Hoy, y justamente esta noche, se le ocurrió preguntarle escribiéndole en su muro si es feliz… que por las horas entradas en que se escriben él supone que quien la acompaña en su vida está ausente o quizás sea notablemente mayor.
Pasa el tiempo y ella no contesta.
Alguien que también frecuenta o tiene acceso a su muro le responde que deje las cosas como están; que ella está bien casada y es muy feliz.
Con las últimas monotonías de la noche que enmarca los silbidos del silencio; el hombre de la soledad en compañía, con más miedo que dudas a la verdadera respuesta apaga su PC pensando en que quizás ya no volverá a encenderla…

Quincuagésimo séptimo nocturno
Mañana de otoño
(Jueves 12 de abril de 2012, después de la siesta y… cualquier similitud con una historia real es pura coincidencia… qué sé yo, aclaro no más…)
No sé por qué me pasan algunas cosas…
La mañana de otoño estaba fresca y se me ocurrió caminar para hacer un poco de ejercicio mientras escuchaba, por los auriculares del MP3, unos buenos tangos de mi vieja colección. La plaza del barrio es un buen lugar para hacerlo. Le habían hecho las veredas nuevas hacía poco tiempo atrás y se podía andar con seguridad y ligero, como para bajar algo el abdomen que crece tanto como los pelos que asoman en cualquier lugar y no justamente en la cabeza.
Crucé al peluquero que iba apurado a abrir su local y me causó gracia ya que hacía tiempo que no lo visitaba. Digo que es gracioso porque hasta hace algún tiempo atrás, algo más de un año, me miraba para comprobar que no fuera a cortarme al otro barrio. Ya no me observa porque la rodilla natural que uso de gorro lo dice todo. Es impresionante como pierdo el pelo en estos últimos tiempos. Me dijeron de hacer enjuagues con abundante té de ortiga pero no me da por hacer caso a esas cosas. Como bien dicen, el piso y los hombros son los únicos que detienen la caída del pelo cuando te ataca la calvicie.
La cuestión es que llegué a la plaza, que se veía amarilleada con las hojas de abril que caían de los plátanos, y unos cuantos madrugadores del barrio estaban sentados disfrutando el fresco mañanero en los bancos de madera que, por cierto, son los más cómodos ya que tienen respaldo. Calculé cuántos viejos como yo tendría que saludar en la primera vuelta y enfilé en sentido contrario a las agujas del reloj; en Física eso indica un giro de momento positivo.
Hice apenas los primeros cien metros de la manzana y estaba por doblar en la primera esquina cuando un tipo me pasó trotando por el lado del cordón de la calle. Vaya a saber para donde iba tan apurado. Lo puteé por lo bajo porque me sorprendió e hizo que perdiera el ritmo de la caminata. Para ese momento ya llevaba saludados a tres vecinos jubilados de la fábrica de jabones que, desde hace más de treinta años, da trabajo a la gente del pueblo.
Cuando terminaba de caminar otra cuadra, y antes de girar, un perro vagabundo, sucio, que venía a mi encuentro comenzó a ladrar. Miré hacia atrás y distingo a un adolescente que se acercaba a todo trapo en patineta. La cuestión es que el animal no sabía si tirarle el tarascón al pibe o a mí; y entre mocoso y can casi me hacen caer. El skayter bajó el cordón de la vereda hacia la manzana de enfrente mientras el sabueso lo perseguía y por ahí se perdieron. Otra vez me habían hecho cambiar el ritmo de la caminata. Volví a putear pero después me distraje pensando que ya llevaba saludados a cinco viejos ociosos pero a ninguna mujer.
Hice la tercera cuadra de mi caminata y no encontré a ninguno para saludar y nada ni nadie me sorprendieron, por lo que mantuve el ritmo del ejercicio.
Doblé para cerrar el circuito en la cuarta cuadra de la plaza cuando observé que enfrente estaban descargando pan fresco donde es la mejor despensa del pueblo.
Al diablo con la caminata, pensé, me desenchufé los auriculares guardándolos en el bolsillo del pantalón y crucé para comprar algo porque me había dado hambre.
Hice preparar un buen sánduche de jamón crudo serrano y queso a lo que agregué un buen vaso de plástico con gaseosa. Pagué y regresé a la plaza. Me senté en uno de los cómodos bancos de madera con respaldo, apoyé la bebida en el asiento y mientras desenvolvía el exquisito emparedado vi que pasaban apurados los cinco viejos jubilados, que me saludaron de a uno. La próstata, pensé. Cuando estaba por dar el primer mordiscón pasó corriendo el tipo que me había cruzado en la primera cuadra, detrás de él el pibe en patineta y el perro que los perseguía. El animal cuando me vio se paró de golpe y yo también lo miré quedándome estático. Vino hacia mí, se apoyó en el banco, volcó el vaso de gaseosa, le pegó una furibunda lamida al sánduche y me lo arrebató. Quedé mirando cómo se comía lo que debería haber sido mi colación mañanera…
De vuelta para mi casa pasé por la peluquería del barrio y me senté a esperar para que me rasurasen y…
¡¡¡Ah!!!, ¿aún no les dije que esa fue mi primera mañana de docente solterón jubilado?

Quincuagésimo octavo nocturno

Mañana decisiva (Efecto Doppler)
A lo mejor todo, simplemente, se deba a que decidió jubilar sus anhelos. Vaya a saber por qué pero el viejo solterón, profesor de Física, acabó envuelto en sus pesadillas recurrentes; de esas que no se puede salir porque seguramente se traen enmarañadas desde pibe.
La jubilación le había llegado por oficio, o ciertamente obligado si se prefiere, hacía casi seis años y no se acostumbraba a eso; más por no poder continuar el trato cotidiano con los alumnos y colegas que por lo que se iban deteriorando sus ingresos aunque, en realidad, no era para menos.
Fueron dos días o mañanas diferentes y decisivas, al final de cuentas. En la primera resolvió barajar con un poco más de convencimiento eso que venía mascullando. Debía decidirse por una cosa u otra.
Miró salir a su hermana, como lo hacía cada mañana, a hacer las compras para el día. Sonriendo se hicieron una seña cariñosa de despedida con las manos; la observó alejarse desde la puerta de calle y meneó la cabeza. Volvió a decirse que aún no era el día; porque, a pesar de todo, todavía malgastaba ese tipo de dudas que se mezclan con el silencio del insomnio antes de entrar en la etapa casi obligada del sueño que tarda en llegar. “Mañana sí… quizás sea mañana”, pensó muy por dentro.
Cuando vio que Matilde entraba a la panadería de la otra cuadra miró la hora en su reloj pulsera y decidió salir. Cerró la puerta de calle con llave y tomó en sentido contrario del que había tomado su hermana. Al llegar a la esquina dobló para la barranca, dirigiéndose hacia la barrera del ferrocarril. Se cruzó con algunos vecinos y cuando había hecho dos de las tres cuadras de la suave bajada de la calle con sus naranjos amargos florecidos escuchó el sonido trepidante del tren que iba pasando a unas cinco cuadras de él. Volvió a mirar la hora y se dijo “fuera de horario, atrasado como siempre”. A lo lejos observó que la barrera se levantaba tras el paso del convoy. Apuró el paso y en pocos minutos llegó a las vías. Caminó hasta el carril por donde había pasado el tren y miró a lo lejos, hacia donde los rieles parecen unirse como, teóricamente, lo hacen dos rectas paralelas en el infinito. Pensó en las veces que había usado ese recurso para la mecánica Newtoniana cuando los muchachos no entendían demasiado cómo elegir puntos de referencia para el origen de los vectores que siempre, en un principio, resultaban serle flechas de indios. Sonrió haciendo que brillasen sus ojos al recordar esos días. Cuando volvió en sí de sus recuerdos salió del recto camino de hierro y durmientes regresando sobre los pasos en que había llegado.
Hizo apenas cien metros, dándose ánimo para caminar barranca arriba, cuando se cruzó con Elsa. Ella; tan linda y jovial aunque casi, casi, tan vieja como él. Se miraron, se sonrieron y entendieron que debían marcharse juntos como tantas veces lo habían hecho. Él le extendió su mano tomando fuerte la de ella y se dirigieron en silencio hasta la casa de la mujer. Pasaron juntos lo que restaba del día y era entrada la noche para cuando Enrique volvió a la suya. Matilde lo esperaba con la cena, enojada porque había faltado al mediodía sin avisarle que lo haría. De todos modos él se sentó a la mesa y su hermana, sirviéndole en el plato la sopa, le protestó:
- Quisiera saber cuándo vas a decidir irte a vivir con ella… ya sé lo que me vas a contestar… ¡ya lo sé!, aunque hace tiempo que no lo decís… “no quiero dejarte sola”… y no entendés, o no querés hacerlo… yo tengo a mis hijos y los nietos. Además, porque hagas tu vida con Elsa no significa que nos alejemos. Ella me quiere y yo la quiero… seríamos más de familia. No sé el por qué de ese estúpido empeño tuyo… me preocupás, Enrique, en serio que me inquietás. Tenés alguien que te ama y te ponés hecho un tonto no aceptando esa realidad… si vos también la querés y… mirá que hace años de esta historia, ¿eh? Más viejo venís y más duro de entendedera y caprichoso te ponés…
Enrique no contestó palabra. Simplemente masculló para sus adentros, “tengo que decidirme… tengo que hacerlo. Estorbo, eso pasa, estorbo”.
Matilde hizo silencio por un momento, pero después continuó:
- ¿Qué vas a hacer esta noche? Vienen los chicos. Traerán postre.
- Miraré la televisión – fue la contestación.
- Como quieras. Apuráte con la sopa y te sirvo el revuelto de zapallito que ya deben estar por llegar.
No volvieron a hablar. Enrique terminó con la cena y se retiró a la pieza a ver, como lo hacía todas las noches, el resumen de noticias en el canal local. Adoraba a su hermana, la había cuidado con todo amor desde que quedó viuda, pero debía tomar una decisión. Ella también estaba vieja y cansada. Ya eran muchos años viviendo juntos. Desde antes de morir su cuñado… pero algo andaba fallando en él y, en fin, “debía decidirse” se dijo. Confusiones, simplemente desórdenes, “mañana será… mañana…”. Encendió el televisor y cuando hacía un buen rato de que lo miraba, recostado en su mullido sillón de la PC, alguien tocó a la puerta.
- ¡Sí! – contestó.
- ¡Hola tío! - gritaron del otro lado - ¡¿me explicás un tema, que mañana tengo examen?!... y después dejáme usar tu compu.
Enrique se paró y fue hasta la puerta abriéndola.
- Pasá Manuel, entrá. ¿Por qué esperás siempre a último momento para que te explique algo?
- ¡Ufa, tío! Es una cosita, nada más. Tengo prueba de Física y no entiendo eso del efecto Doppler. ¿Me lo explicás y después me dejás revisar el facebook?
- ¡El facebook! ¡Bah! Dále, andá, sentáte a la mesa y sacá tu carpeta o el libro que te explico lo que quieras.
- Lo miramos por Internet, tío…
- ¡Qué Internet, ni qué diablos! Yo no necesito de eso para explicarte algo. ¿Siquiera trajiste carpeta y libro? Andá, andá. Sentáte ahí.
Enrique explicó el fenómeno Doppler e incluso resolvieron algunas situaciones problemáticas de esas que se podrían presentar en un examen. Manuel usó la PC hasta casi la medianoche cuando Matilde lo llamó gritándole:
- ¡Vamos, Manuel, que tus padres y hermanos se van!
El muchacho se acercó a  Enrique que estaba recostado en la cama medio dormido encarando al televisor aún prendido, le dio un beso y las gracias. Se marchó rápido. Al cerrar la puerta, el viejo profesor se paró y apagó la PC meneando la cabeza distraídamente. De afuera varias voces gritaron:
- ¡¡¡Chau, tío!!!
- ¡¡¡Chau!!! - gritó.
La mañana llegó rápido sin haber podido conciliar del todo, como de costumbre, el sueño y Enrique se levantó, con las ideas medio agitadas, a desayunar. Calentó el agua para tomar unos mates, preparó unas cuantas tajadas de pan con manteca, saboreó desatentamente su ligera comida  y luego repitió todo lo que había hecho en la mañana anterior. Esperó a que su hermana saliese a hacer los mandados y enfiló, calle abajo, hasta la barrera del ferrocarril. Había salido algo más temprano que el día anterior y apurado el paso. La barrera estaba abierta. Se paró en la vía por donde debería pasar el convoy y miró hacia el sitio a esperar que llegara. Desde lejos, como un punto móvil, se acercaba la mole de acero. Sacó pecho y respiró profundamente. El tren comenzó a tocar pito y se acercaba a buena velocidad. Él más y más ensanchaba el pecho y abría los ojos… de pronto se dio cuenta de que el pito del tren cambiaba el sonido, desde un tono más agudo a uno más grave, a medida de que se aproximaba… recordó la explicación de la noche anterior del efecto Doppler a su sobrino y se dio cuenta de que lo estaba comprobando experimentalmente y que, ¡tanto que lo había enseñado en su carrera!... y; justo en ese momento de decisión universal, ve que también todo lo agudo de su vida se convertía en grave y pasaría de largo hasta perderse en un punto distante opuesto, en el otro lado de un tiempo que no lograría conocer y… dio rápidamente unos pasos hacia fuera de las vías justo en el momento en que pasaba el tren… hundió el pecho, bajó la cabeza, esbozó una sonrisa triste como quien se despide de una idea y resolvió volver sobre los pasos que lo habían traído hasta ahí… a pocos metros Elsa lo estaba esperando… Enrique la abrazó profundamente y la besó con ansias, se tomaron de las manos y caminaron rumbo a la casa de ella…
La noche llegó y se sentía tranquila. Matilde guardó la cena ya fría porque era tarde y la hora de dormir. Pensó; “bueno, por fin se decidió. Era tiempo. Lo extrañaré pero fue necesario de que se convenciera por sí mismo. Seguramente mañana vendrán a cenar e invitaré a los chicos. Habrá un cubierto más en la mesa…”

Quincuagésimo noveno nocturno
Después de sesenta años
El sol acaricia la mañana desde un cielo limpio de nubes. Pedro, sentado en un banco del muelle de pescadores zambulle su mirada en cada ola que se disuelve en el acantilado. Por algunos instantes se lo ve escuchando con atención y en otros asiente agudamente. En cierto momento, un poco exasperado, responde: “No creas, David, que todo fue ni es tan simple… no siempre podés conseguir lo que querés; aunque si inistís, por ahí, obtenés lo que necesitás”.
El otro dice algo que, por lo visto, toca profundamente a Pedro quien levanta la vista fijándola a un costado del banco y, agitando las manos, responde “… es cierto, David, es cierto. Si la razón deja que la fantasía actúe por su cuenta, la imaginación termina produciendo monstruos imposibles”.
Aníbal, que había bajado a caminar un rato por la playa, regresó y parándose frente a su padre le pregunta extrañado:
- ¿Estás hablando solo, papá?
- Solo no, con David – contestó el hombre.
- ¿David?
- Sí, David, el amigo imaginario de mi infancia. Crecimos juntos pero un día, inexplicablemente, él se fue… o me fui yo, no lo sé… ¡nos reencontramos después de sesenta años! Él se puso demasiado sabio y yo por demás de viejo.
Aníbal menea la cabeza; ríe porque cree que su padre bromea, le apoya la mano en el hombro y dice:
- Vamos, viejo; mamá, los chicos y mi mujer nos esperan para almorzar.
El hombre se para obediente y, sin despegar la mirada del banco, propina una sonrisa de despedida mientras pregunta silenciosamente, como seguramente lo hizo un día en sus años más inocentes, “¿volveremos a encontrarnos, amigo?”…
Pedro y Aníbal se alejan perdiéndose entre la gente.
El sol acaricia el fin de la mañana desde un cielo limpio de nubes.
David se disuelve, como lo hacen las olas, en el seno del acantilado.

Sexagésimo nocturno
FRUTA AMARGA
[Semblanza de una calle de barrancas, a principios de la década de 1960, con amores de estudiantes].
La noche envuelve con pereza las sombras y los silbidos del silencio se hacen más agudos con las imágenes fantasmales del tiempo.
Se ha ido.
¡Son tantas las noches en que partió, y de espera, que el regreso escarba lejano!
El cuadro huele a suaves perfumes evaporados de una subida nacida en la profundidad de otra calle en bajada que, acariciando casas viejas, muere ahogada en la greda del río.
En el dibujo, una bombilla amarillenta oscila al borde de la escalera que desciende a enrollarse en las bobinas de papel; las voces de los estudiantes se mezclan con el jadeo invernal; los alientos se condensan regando la acera húmeda; una vereda se esconde en las lazadas y puntos del crochet de telarañas de épocas; la arteria, palpitante, guarda secretos de pibes temerosos al “no” de alguna pretendida novia; amores que el tiempo dejó en el recuerdo y de otros que los años mantuvieron juntos.
Por esa calle se llegaba hasta la fatigosa y asmática usina del pueblo. Por esa calle se enmarcaron surcos de bicicletas cargadas de obreros camino a las fábricas. Por esa calle noviamos y en ella aún, en las noches frías, las naranjas maduran amargas en los naranjos descuidados.
Todo no es más que hielo derretido; momentos robados a la suerte y de años locos con saetas voladoras que no se aprendieron a esquivar.
La calle perezosa, con resabio a fruta amarga, aguarda.
Se ha ido.
¡Son tantas las noches en que partió, y de espera, que el regreso escarba lejano!

Sexagésimo primer nocturno
Un misterio de barrio
Fue en mis tiempos de pibe que conocí a Angélica, una vecina a la que los chicos del barrio respetábamos mucho. Nos contaba historias fantásticas. Entre tantas nos contó que, en la manzana, dos de las esquinas opuestas en diagonal estaban embrujadas. Esquinas en las que, cada noche, alguien que ninguno jamás vio ponía letreros mágicos recordando gente del pueblo que había muerto muy, pero muy de viejas. Fantasmas que conversaban pero nadie oía.
El misterioso personaje, según contó Angélica, colocaba los carteles apenas pasada las diez de la noche y los retiraba antes de que saliéramos para ir a la escuela. Me arrepiento, enormemente, de no haberme dado un tiempo para hablar, ya de grande, con esta mujer que hace años se retiró misteriosamente de la vida.
Cuentan hoy los vecinos más mayores que, cuando vuelven tarde de alguna juerga nocturna, ven carteles misteriosos en esas dos esquinas y que a la mañana no están más porque alguien los retira.
Hoy, cuando les conté esta historia a mis nietos, me miraron con extrañeza y se rieron. Ellos dijeron: “Andá, abuelo, el tipo que pone y cambia los carteles sos vos, ¿no es cierto?...”
En fin; los tiempos cambian, ¿no?

Sexagésimo segundo nocturno

Rasantiago-jo y Richi-ji
(Para todos mis nietos y cada chico de este mundo).
(A la docente zarateña Judith Monteiro que tanto usó este cuento con sus alumnos).
...Una plaza, el verde de las plantas bajo un cielo celeste y los vivos colores de las flores. El canto de los pájaros y el rumor de las voces de quienes se columpiaban al son de las ráfagas del viento que improvisaban un embudo con la tela...
Una tela marchita y olvidada en ese banco de piedra.
Quizás una tela arrojada a propósito para que él y sólo él, vaya a saber por qué, la encontrara.
El dibujo era lindo. Sólo bastaría pintarlo. En el reverso se explicaba una manera de hablar diferente. Se anteponía la sílaba ra, re, ri, ro, ru y se terminaba con ja, je, ji, jo, ju, a todas las palabras. Por ejemplo, su nombre Santiago se pronunciaría Rasantiago-jo, caramelo se diría racaramelo-jo. Debía prestarse mucha atención a la primera y ultima vocal. Los monosílabos, salvo que fueran un nombre propio, no sufrían ninguna modificación. Riquiero-jo ir a rujugar-ja, significaría quiero ir a jugar.
Entusiasmado, Santiago llevó el dibujo a su casa y sin perder un sólo momento lo cubrió de pálidos colores, porque algo en su interior se lo hacía ver así.
Su obra había quedado rara, o más bien extraña, aunque la sentía hermosa.  Era un camino amarillo rodeado de un prado ceniciento que se perdía en el ocaso mientras que el sol se ensobrara pálidamente en el horizonte.
Se quedó mucho, pero mucho tiempo observando su obra apoyada en el atril.
El tiempo pasaba y pasaba zambulléndose en Santiago hasta que él mismo se ahogó en el seno de sus pensamientos. De pronto...
¡De pronto se encontró caminando por ese polvoriento y amarillo camino, rodeado de un prado color ceniza sosteniendo un pálido atardecer!
Se sintió feliz... Sí, ¡feliz y libre!
Giró sobre sí mismo y contempló el paisaje. No muy lejos divisó un montón de cosas que parecían árboles y enfiló hacia ahí.
Mientras caminaba, alguien a sus espaldas lo llamó:
- ¡Rasantiago-jo! - Sorprendido se detuvo y dio la media vuelta.­ ¡Rasantiago-jo!
Una figura que no sobrepasaba la altura de sus rodillas corría hacia él.
- No retemas-ja. Soy Richi-ji - Le dijo la criatura sonriendo - Te reesperaba-ja, redesde-je rahace-je un ritiempo-jo.
Santiago se dio cuenta de que la criatura hablaba como estaba escrito en la parte de atrás de su dibujo. Con alegría y satisfacción comprendió que se llamaba Chi y le preguntó:
- ¿Rodónde-je reestoy-ji?
- Raaquí-ji en la ritierra-ja. En el raaño-jo rodosmil-ji riciento-jo resesenta-ja y roocho-jo.
- ¡Oh! ¿En qué rulugar-ja?
- En la ritierra-ja.
- Sí, reestá-ja bien. Repero-jo ¿rodónde-je reestán-ja las riciudades-je?
- No hay riciudades-je.
-¿Por qué?
- Se redestruyeron-jo en la reguerra-ja.
- ¿En qué‚ reguerra-ja?
- ¡En la runuclear-ja!
- ¿Rucuánto-jo rahace-je?
- Rumuchos-jo raaños-jo.
- Repero-jo ¿rodónde-je rivivís-ji?
- En el robosque-je de ratataques-je.
- ¿De ratataques-je?
- Sí; raárboles-je rigigantes-je - Señaló en el sentido por donde caminara Santiago cuando él se le acercó- Raaquellos-jo. ¿Ves? Ven, ravamos-jo.
Se tomaron de la mano y caminaron de prisa hacia el bosque de "tataques". A lo lejos brincaba un animal muy parecido a un caballo. Fue entonces que Santiago preguntó:
- ¿Qué raanimal-ja es reese-je?
- ¡Ah! Un racaba-ja. Rocomo-jo el racaballo-jo de rahace-je rumuchos-jo raaños-jo raatrás-ja.
Mientras se acercaban  al bosque y a medida de que se hacía la noche vieron muchos animales. Entre ellos, un zor, un per, un ga, supuestos descendientes del zorro, del perro, del gato... Pájaros y muchas clases de aves. Todos animales parecidos a los que conocía Santiago, pero más pequeños, hechos para el mundo de Chi.
En ese idioma raro, pero tan pintoresco, mientras se apresuraban para que no los cercara la noche, Chi contó cosas que habían sucedido durante muchos años atrás. Habló del hombre, los ascendientes del hom o personas como él. Conversó sobre un egoísmo que llegó a ser tan, pero tan deplorable que el sano juicio desapareció por completo. Dijo que se perdió toda forma de pudor dominando al mundo la materia y los caóticos fantasmas de las pesadillas del dinero, del éxtasis vertiginoso de la droga y de la mortal turbación que produce el poder... Se crearon armas cada vez más y más poderosas, sustancias que producían las más aberrantes confusiones... Se destruyó el medio ambiente y el hombre se desconoció y despreció a sí mismo...
Habían ya casi llegado a los primeros “tataques” cuando Chi contaba de un antepasado suyo, un gran hombre. Un artista que había dibujado un sueño en el que bosquejó un paisaje del futuro; pero, según cuentan, jamás le llegó a dar color. La guerra no permitió que lo pintara...
Santiago interrumpió para preguntarle a Chi sobre qué cosas habían quedado de aquella época que, en realidad, eran parte de su propio tiempo.
- Ranada-ja. -Respondió Chi. - Ruhubo-jo, rahasta-ja que raaprender-je a raamar-ja.
- ¿Y rocómo-jo se rupuede-je reevitar-ja que reeso-jo rusuceda-ja?
- No redejando-jo que se ripierda-ja el raamor-jo. Ravalorando-jo y rucuidando-jo las rocosas-ja risimples-je de la rivida-ja...
Penetraron la arboleda y en ella había muchas criaturas como Chi. Todas sonreían. Todas demostraban paz.
Compartieron la comida y aunque aparentaba rara, Santiago no preguntó qué era ni cómo estaba hecha. A pesar de todo gustaba bien.
Encendieron fuego  y el ambiente se sintió tibio.
Cantaron, rieron y bailaron.
Santiago se encontró a gusto y aunque no vio las estrellas, porque el bosque era frondoso, las sintió sobre su cabeza.
La noche lo indujo a dormir y cuando despertó, en la mañana, todos se ocuparon de él.
Desayunó con algo parecido a la leche y le parecía como si no existiera el tiempo. Sólo tenía noción de espacio.
Chi se le arrimó y lo invitó a correr al prado. Salieron del bosque y mientras corrían y jugaban, sobre un conjunto de arbustos multicolores, algo conocido para Santiago se posó en una flor. Era una mariposa. ¡Una mariposa como las de su tiempo!
- Qué es reeso-jo? -Preguntó Chi extrañado.
- Ruuna-ja ramariposa-ja -Le respondió Santiago.
- ¿La rereconocés-je?
- Sí.
Santiago tomó al animalito suavemente entre sus manos y con emoción miró a Chi, quien con lágrimas en los ojos dijo:
-Rucuidála-ja Rasantiago-jo... ¡Por rafavor-jo, rucuidála-ja!
Fue en ese justo momento en que el suelo, la tierra misma, comenzó a vibrar... ¡Un gran terremoto se avecindaba!
­ Rocomo-jo rupuedas-ja, reescapáte-je... Reésta-ja es la reherencia-ja que nos redejó-jo la ruúltima-ja reguerra-ja. Por rafavor-jo reevitála-ja. ¡Rasaltá-ja raafuera-ja del rucuadro-jo! ¡Rerregresá-ja a tu ritiempo-jo! ¡Raamigo-jo!... ¡Raadiós-jo Rasantiago-jo!
Santiago lo miró con miedo, pero Chi sonreía.
- ¡Raandáte-je! ¡Yo reestaré-je bien te lo roprometo-jo! ¡Raadiós-jo! - Y la criatura se despidió corriendo; tambaleándose al compás de los temblores…
De pronto Santiago se encontró nuevamente en su dormitorio y, con las manos suavemente unidas, ¡miró su pintura!
Sintió un suave cosquilleo en sus palmas y, entreabriendo los dedos, algo se escapó volando buscando la luz. Rápidamente abrió la ventana, miró el cielo azul, los hombres de la calle, el verde de los  árboles y el rojo de una rosa que, en un pétalo albergaba a una mariposa...
Levantó incomprensiblemente sus pequeños brazos dejándose escapar en su espacio, volvió a mirar la pintura y gritó, tras un sollozo, angustiado:
-¡Te lo prometo, amigo...! ¡Te lo aseguro, Chi...!
La mariposa entró despreocupadamente, dibujando firuletes en el perfumado aire de la habitación de Santiago, se posó en el cuadro y...
Y quedó pintada, románticamente viajera, en el espacio y el tiempo...
 [Zárate, Agosto de 1992 - Actualizado en Mar del Plata en Agosto de 2012]                                   

Sexagésimo tercer Nocturno
Proverbio japonés
Un amigo japonés de mis años más jóvenes decía: “mejor que mil días de estudio es un día con un gran maestro”. No sé qué fue de él, ya que no lo volví a ver, pero por mi parte continúo buscando a ese maestro que, como suceden muchas cosas en la vida, puede que lo haya encontrado y no lo reconocí como tal. Nunca es tarde para probar suerte si bien no le doy demasiado crédito, a esta altura de mi vida, al azar y por costumbre sigo estudiando…
Esa mañana salí contento y rápido del supermercado que está a una cuadra de mi casa, casi no tuve que hacer cola en la caja para pagar las ofertas del día. Caminé hasta  mi perro, que había dejado atado al caño enterrado en la vereda y que ostenta el cartel “No Estacionar”, lo acaricié y me distraje con él por un momento. Para esto estacioné el changuito - que mi mujer consiguió de oferta en la feria comunitaria del barrio - con todo lo que había comprado, pegado a la puerta de acceso al local. ¡Ay!... ¡Cuando me di cuenta de que un hijo de la gran puta me había afanado el chango!… Puteando, como hacía rato que no puteaba, miré para todos lados y ¡nada!; se lo había tragado la tierra. ¡Encima pegaban fuerte en mi bolsillo las seis botellas de torrontés que pagué al precio de cinco! Me acaricié la cabeza – en la tarde del día anterior pedí a mi nuera, peluquera aficionada, que me pasara “la cero” para que el corte de jubilado durara mes y medio - y los pelitos me pinchaban la palma de la mano derecha (con la izquierda sostenía al perro) dándome una sesión calmante de acupuntura. Un hombre, elegantemente vestido, se acercó y preguntó qué estaba pasando. Le conté que me habían robado a lo que respondió con las trilladas frases: “Qué barbaridad, cómo se vive hoy en día. Hay que cuidarse con todo y de todos”. No sirvió de mucho el comentario pero, en fin, el tipo había mostrado al menos un gesto de preocupación al verme tan enojado como estaba. Sostenía fuertemente un sobre grande de cuero y dijo: “Ud. disculpe; sé que está preocupado por lo que le pasó, pero ¿no sabe de alguien que quiera comprar una Notebook completita y con muy poco uso?” Le respondí que no tenía la más pálida idea. El hombre siguió diciendo: “Mire, la tengo aquí”. Abrió el sobre mostrando un hermoso equipo. En realidad la unidad se veía enterita y cuidada. Enseguida la guardó. “Y, ¿cuánto pide Ud.?”, le pregunté. “La vendo de apuro… por mil doscientos mangos la largo”, contestó. Esperé un rato, lo miré a los ojos y al parecer esperaba una oferta de mi parte. “Le doy mil”, le dije. El tipo meneó ligeramente la cabeza y preguntó: “¿Los tiene Ud.?” Le respondí que encima no, pero que si aguardaba un momento iba hasta el cajero automático del Banco, a una cuadra, y se los traía. Medio dudó, pero después dijo: “Bueno, déle, lo espero. Déjeme al perro, se lo cuido”. Primero titubeé, pero después le vi cara de honesto y acepté la propuesta.
Dejé al pobre perro con el hombre y fui hasta el Banco, extraje del cajero los mil pesos y regresé rápidamente. Al verme llegar sonrió y dijo: “No se va a arrepentir, va a ver. Es una pichincha y me hace un gran favor. Aparte recupera más de lo que perdió con el robo del changuito, ¿no le parece?”. Asentí, le pagué y el tipo me entregó el sobre de cuero y al perro que, contento, movía la cola. Tras darme una suave palmada se fue caminando, sin mayores apuros, guardándose los diez billetes de cien pesos en el bolsillo del pantalón. Quedé mirándolo hasta que despareció al doblar en la esquina. “Bueno, no hay mal que por bien no venga” le comenté al chicho y juntos nos fuimos para mi casa.
Entré y mi mujer estaba esperando preocupada. Me preguntó con pocas pulgas: “¿Dónde te quedaste?” Por ahí se dio cuenta de que había vuelto sin el changuito y siguió: “¿Y lo que te encargué?”. “Me robaron el chango con todo lo que compré y la puta madre que lo parió”; me apuré a responderle. “¿Cómo que te robaron las cosas?”, dijo, y continuó: “¡Seguramente las dejaste solas y te pusiste a pavear con el perro!” No le contesté y mientras seguía rezongando salí al patio a soltar al chicho. Dejé el sobre de cuero arriba de la mesada de la parrilla y entre tanto mi mujer se hacía oír diciendo: “¡¿Qué habrá traído en ese sobre de cuero?!… Mejor me voy porque si no lo mato. No se le puede mandar a hacer nada, ¡por Dios! ¡Espero que no haya gastado, sin consultarme, en alguna porquería inútil de esas que siempre se le ocurre!”… y salió a la calle. Cuando estuve seguro de que no regresaría abrí, entusiasmadísimo, el sobre y grande fue mi sorpresa cuando en su interior encontré un montón de panes de jabón de tocador muy compactamente arregladitos que perfumaban el aire de alrededor…
“¡¡¡Ay, ay, ay; tragáme tierra…!!!”, grité, acordándome de aquel amigo japonés y su proverbio: “mejor que mil días de estudio es un día con un gran maestro”.
Sexagésimo cuarto nocturno
Amores de antaño
No sé por qué pero, en general, ocurre que los tontos ven un jardín bello en el sitio que un sabio presiente un abismo…
Sebastián, mañanas tras días, salía a la puerta de su casa para ver pasar a su vecina, prometedora y hermosa.
Leonardo, también enamoradísimo de Fabiana, competía con Sebastián.
El cuerpo de Fabiana parecía florecer cuidadosamente cultivado semana a semana. Sebastián perdía su mirada acompasada en la cadencia de la cintura de la chica, mientras que Leonardo zambullía y bañaba sus ojos en el escote bajo el que ella ocultaba sus senos.
La joven clavaba los ojos a cada uno de los acalorados mirones y, tras una dulce y provocativa sonrisa, los muchachos quedaban mirándose el uno al otro cuando doblaba en la esquina.
Se hacía tedioso esperar por quién se decidiría Fabiana, aunque quizá fuese por ninguno de los dos.
Sebastián y Leonardo no se percataron que a la vuelta, Manuel, un tipo también joven pero mayor que ellos, espera con beneplácito a la joven y juntos marchaban de gran charla hacia el centro de la ciudad en esas mañanas de verano. Mientras esto sucedía, los chicos se metían en sus casas a preparar los bártulos y se iban a pasar el día en la pileta del club. De todos modos, aunque competían por Fabiana, eran amigos del barrio y tenían juntos sus correrías de jóvenes. Ella ya no iba a nadar ahí y si lo hacía era, al bajar el sol, con sus padres cuando los muchachos andaban paveando por el centro.
La cuestión es que un día, comenzando el otoño, Fabiana se acercó a Sebastián y también llamó a Leonardo. Les dijo que se mudaba a otra, muy importante, ciudad porque a su padre lo trasladaron del trabajo. Ahí iba a estudiar en la facultad y sería profesional. Le dio un tremendo beso a cada uno y diciéndoles adiós con un gestito puntual desapareció de la vida de los muchachos.
Cuenta hoy Manuel, después de muchos años de aquello, que los chicos y él siguieron, superada la decepción, cada cual con su vida.
Fabiana es odontóloga, se casó con Pedro y tiene tres hijos varones; el nombre del mayor es Manuel y, a los mellizos, los llamó Sebastián y Leonardo. Supuestamente, a Pedro le correspondió elegir el nombre de las nenas…
No sé por qué pero, en general, ocurre que los tontos ven un jardín bello en el sitio que un sabio presiente un abismo…


Sexagésimo quinto Nocturno

Joaquina 
Aprendí que el pasado solo hay que recordarlo cuando se puede aprender de él; en caso contrario más vale dejarlo guardado en los bolsillos profundos de la noche para evitar el insomnio.

Esta es una historia que puede ser mía, aunque ha pasado tanto tiempo que, en fin… no importa demasiado en realidad. Las épocas galopan desmedidamente y, por ahí, se es tan rico en historias y mentiras que uno termina creyendo que lo que imagina es parte de su propia sustancia. La escribiré en primera persona, porque quizás tenga mucho de universalidad.
“Se llama Joaquina (nombre de origen hebreo que significa a la que Dios le da firmeza en su vida) y vive en Pozzuoli (Nápoles). Nos conocimos por allá cuando éramos muy jóvenes. Yo, un estudiante poco convencido de lo que mis padres me habían enviado a estudiar, y ella una gringuita hermosa, aplicada, de esas de 9,92 de promedio y del cuadro de honor. Hija del Vicecónsul italiano, un pelado de esos que te tratan bien y hablan enredado mientras te estudia de pies a cabeza. Celoso el hombre, demasiado para mi gusto en aquellos tiempos, muy parecido a lo que fui yo con mi hija quien siempre me hizo recordarla”.
“¡Joaquina! La encontré en facebook y me desarmé. Tardé mucho en decidirme a solicitarle amistad por temor a que no me recordara; al final lo hice y se acordó muy bien de aquel pibe argentino que…”
“Comenzaba la década de 1960, ya casi egresados de la secundaria. Las reuniones familiares en las que bailábamos al son de los discos de Elvis Presley y Pat Boone, mechados entre los tangos que se iban perdiendo, nos barajaban en un mazo afortunado de jóvenes aún inocentes y enamoradizos. Joaquina y yo nos mirábamos en esas fiestas con ese algo especial que solo ocurre entre dos que se gustan y atraen. Bailar con ella era lo más hermoso que podría pasarme. Una tardecita de aquellas se me ocurrió decirle la verdad, que me gustaba mucho, a lo que ella respondió dándome un beso en la mejilla y apretándome fuerte contra su cuerpo me susurró que yo a ella también. Así comenzó todo. Caminatas a las siestas tomados de la mano en dirección al río, sentarnos a charlar y hacer planes en los bancos de la Plaza Italia, uno que otro beso robado a las sombras tempranas de la noche camino a su casa y… pasaron un par de años observados por ese pelado atravesado que, ahora que pasó el tiempo, me doy cuenta de muchas realidades que no contábamos en aquellos tiempos. La cuestión es que en una tarde lluviosa, subidos al colectivo que unía un extremo con el otro de la ciudad, Joaquina me confesó que sus padres regresaban llevándosela a Nápoles. Aún recuerdo aquello y un puño desmedidamente agudo y arrítmico me sigue galopando en el pecho. Como dos criaturas nos largamos a llorar aumentando con nuestras lágrimas el grosor de las gotas de aquella fina lluvia que empapaba la ventanilla. Apenas nos quedaban veinte días para la partida y prometimos vivirlos intensamente y lo hicimos, juro que lo hicimos, y hoy sé que ninguno de los dos nos hemos arrepentido de haberlo hecho… siempre hay una primera vez inexperta, profunda pero dulce que quizás no enseñe lo que pretendemos que nos muestre… pero existe, pasó y… el pasado solo hay que recordarlo cuando se puede aprender de él; en caso contrario más vale dejarlo guardado en los bolsillos profundos de la noche para evitar el insomnio”.

Sexagésimo sexto nocturno
De silencios y bajos
Tiene asumido, a su altura de la vida, que lo realmente sustancial de la música son los silencios.
Ciertamente, melodía, armonía y ritmo no tendrían razón de ser y cualquier forma musical caería, intrascendente, en oídos sordos y sacos rotos si no fuese por esos diminutos y precisos garabatos que, intercalados y bien usados entre las notas, aparecen en el pentagrama.
¿Y los bajos, ¡esos sonidos que barajan el espíritu de los melómanos!?
¡Ah!, ¡los bajos que tan bien manejaba con sus dedos largos y fuertes de la mano izquierda!
Ahora experimenta algo diferente. Los graves, como pequeños gnomos, se le esconden en el teclado amarillento del piano que envejeció a su par.
Al viejo pianista le tiembla, añosa, la zurda y se empecina en reunir los sonidos más agudos que la diestra, aún ágil, le roba a los martillos que golpean las cuerdas. El oído, algo duro, le juega malas pasadas y no logra escuchar los yerros ni las ausencias de bajos… pero se conforma, a sus años, mirando las flores que, arriba del piano, solitarias asumen que lo sustancial de la música son los silencios.

Sexagésimo séptimo nocturno
En un ensayo científico - que publiqué hace algunos años y titulé “Cronos, Cosmos y Análisis” - escribí:
…“alguien le preguntó al otro:
- ¿Por qué caminás siempre tan despacio? ¿Para evitar la fatiga?
El otro respondió:
- Camino despacio para que el alma siempre esté más allá de mi cuerpo”…
            Esto se dio cuando descubrí (y puede demostrarse físico-matemáticamente pero no es el propósito hacerlo) que cuando “alguien” ve, a cierta distancia, cruzando una calle al “otro”, éste hará un ínfimo tiempo que se encuentra más allá del sitio en el que aquél lo ubica (el caso puede darse, por lógica, recíprocamente). Las conclusiones pueden ser variadas y para todos los gustos pero nadie puede desechar la idea por no válida (pues ignoraríamos los principios de la mecánica de Galilleo, Newton y Einstein).
            Hoy, a propósito, cuando pienso en la vida transcurrida más que en la ciencia aprendida; doy en cuenta que, faltándome tantos seres amados, acepto las lágrimas de acíbar derramadas por todas las palabras que no dije y la sarta de cosas que me quedaron sin hacer…
Qué sé yo… aunque… ¡¿por qué habré encontrado y releído éste ensayo?!... mi cabeza no para, ¡y no para!; tanto como no se detienen el “alguien” y el “otro”…”

Sexagésimo octavo nocturno

Al lado de los sueños, en tiempos de hojas se arremolinan los otoños... qué sé yo...
Sexagésimo noveno nocturno
La Ninfa
Ella baila en enaguas, sin corpiño y descalza, por la costa del río. Él, espiándola oculto en las sombras nocturnas, la ensobra en los remiendos de la noche y la esconde desnuda bajo su almohada. Sueña y le place sentirla anclada en sus entrañas. La aurora la arranca de la cama y, disimulada en la profundidad de un beso, huye velada hacia la tosca del río.
Septuagésimo nocturno
Un relato de ábacos, estaciones y círculos
Los años pasaron sin darle demasiada importancia al transcurso del tiempo; pero ahora que los sopapos duelen más de lo que jamás imaginé escucho algunas resonancias. Ecos extraños que, sin dudas, tienen que ver con esa extraña mixtura de errores y virtudes que dejé desperdigadas en los innumerables barrios por donde caminé sin darme cuenta de que pincelaban distintas historias y realidades.
Dejé olvidado, vaya a saber en qué rincón de esquina, el ábaco del tiempo. Ha de haber sido un escondite de esos que mantiene tibio el sol en la primavera. Al percatarme de que el verano había pasado y falto de memoria no podía retroceder a hacerme de nuevo con el contador y decidí seguir por el atajo en el que las hojas amarillas del otoño corren a favor del viento. Fue justamente en ese momento, y algo cansado de caminar, cuando entré en el negocio llamado de la vida a comprar un tablero nuevo con menos esferas que el que había dejado olvidado sin percibir que, en realidad, no las podría mover con rapidez porque eran pesadas ya que, sumadas, tenían tanta masa como yo. La cuestión es que al invierno, con suerte, le sigue otra primavera y la vida puede simbolizarse en círculos en los que todos los puntos se unen concéntrica y espiraladamente hacia el lugar donde se apoya la punta del compás; y ahí, en el plano del papel, está el  agujero por donde uno se cae, indefectiblemente, al infierno del Dante… y, bueno; por lo visto, la vida puede terminar siendo un gran paso a la “Divina Comedia”.
Cuando sonó el despertador dejé el sueño y entré en la pesadilla del día sin darle demasiada importancia a la estación del año que me despabilaba. Desayuné frugalmente, me despedí con un beso de mi mujer, y salí a la calle con esa loca idea de que los años pasaron sin darle demasiada importancia al transcurso del tiempo; pero ahora que los sopapos duelen más de lo que jamás imaginé escucho algunas resonancias. Ecos extraños que, sin dudas, tienen que ver con esa extraña mixtura de errores y virtudes que dejé desperdigadas en los innumerables barrios por donde caminé sin darme cuenta de que pincelaban distintas historias y realidades.
Mezclado, sin quererlo, en un piquete llegué a la estación del ferrocarril y ahí descubrí que me habían robado el celular y cien mangos; los gremios terminaban de declarar un quite de colaboración en reclamo de mejoras por lo que los trenes circularían con un atraso de más de dos horas y la put… justamente era mi último día de trabajo… al día siguiente sería un jubilado más de este bendito y vapuleado país.
Mejor habría sido seguir durmiendo, soñando, ¿no?



Septuagésimo primer nocturno
Esa noche creí haber descubierto una especie de límite aventurado entre pensar y sentir. 
Comenzó observando un cielo nocturno despejado de nubes, sin brillo de luna y desde la orilla del mar. Las estrellas estaban hinchadas de oscuridad y los huecos sombríos del Universo invadían todo lo circundante tragándose el mismísimo plano salobre. De improviso sobre la línea del horizonte la caída de un bólido dejó una estela de luz que al desvanecerse le subió de nuevo el telón a la escena nocturna. Entonces; en contra de todo lo que me enseñaron, y enseñé, tuve que aceptar que lo más veloz del Cosmos no es la luz, si no la oscuridad… pero una voz en mi interior intentó modificar la idea diciéndome “¡Tonto, más que tonto!; es la luz lo que empuja a la oscuridad, ¿no ves que ésta siempre está delante de aquélla”?
Acaso, ¿será que me estoy haciendo viejo y confundo pensamiento con sentimiento?



Septuagésimo segundo nocturno



Fermina y Joaquín

La vida y los pensamientos comienzan por la mera sospecha de que todas las ideas son parte del amor y, con el tiempo, comprendemos que se ama a través de símbolos materializados con el paso de las épocas.

Fue así de simple; como tantos cientos de cosas que nos suceden.

Ella se llama Fermina y él Joaquín. Podrían ser cualquiera de nosotros. El tiempo les pasó llevándose de cada época un ciclo de sensaciones, muy profundas, que quedaron soterradas en cada poro de sus cuerpos y en todos los recovecos de sus mentes.

Demasiado jóvenes, quizá, pero fue así; se conocieron ambos de dieciséis años. Las reuniones y asaltos familiares a la usanza de la época, los intervalos en los cines durante los fines de semana, los paseos de idas y vueltas por las dos o tres cuadras céntricas entre la plaza de la Iglesia y la heladería más popular del pueblo. En cada uno de esos puntos estaban los que eran y querían sentirse modernos y jóvenes. También en los recreos de la secundaria mixta, en la biblioteca popular, en los clubes con piletas de verano y… no habían demasiados escondites donde ocultarse cuando una chica y un chico se gustaban. Así, en todo eso participaron Fermina y Joaquín. No fue demasiado el esfuerzo ni la vergüenza para darse el primer beso al compás de la música que los acompañó por años como su tema de enamorados; ni ocultarse en las primeras sombras nocturnas para entibiarlas, conocerse mejor y llegar a ese momento misterioso en el que fueron más allá, fundiéndose en un solo cuerpo, para conocer la intensidad del amor. Pero hacerse mujer y hombre implica aceptar los cambios; el riesgo de querer ser independientes no siempre lleva todo al término que más gusta y se pretende. A Fermina y Joaquín el conocer otras formas de aparentes placeres y obligados olvidos de adultos les interrumpió el romance, ella conoció y probó con otros hombres y él lo hizo con otras mujeres. Experiencias diferentes resultaron ser tentaciones engañosas por lo que cada uno tuvo que aceptar lo que mejor, o mediocremente, les convendría cuando los años comenzaron a tragárselos. El paso del tiempo no permitió que dejaran de ser, propiamente, Fermina y Joaquín. La vida, a veces, poda los equívocos de cuajo y, sin querer darse cuenta, se choca buscando lo mismo que se buscó ayer. Así fue que Fermina y Joaquín volvieron a encontrarse en el mismísimo tibio hueco oscuro en que descubrieron el amor, pero Fermina ya no era aquella Fermina ni Joaquín el mismo Joaquín, habría que volver a conocerse e intentarlo con las diferencias de un sin tiempo para lo que vendrá o de un sin tiempo para volverse a arrepentir. En el centro de las épocas aceptadas estarán creciendo, haciéndose adultos, los de ellos, los de ella y los de él.

La vida y los pensamientos comienzan por la mera sospecha de que todas las ideas son parte del amor y, con el tiempo, comprendemos que se ama a través de símbolos materializados con el paso de las épocas.

El final queda abierto y la historia también.



Septuagésimo tercer nocturno
Je te veux
Buscar el significado de las armonías y asonancias en una buena música, es como cuestionar la belleza de las rosas porque algún rosal nos clavó una espina…
Las cartas, amarilleadas por los años, se conservaban legibles. Once, ni más ni menos. No se había perdido ninguna. ¡Esa tonta rareza de escribirse cartas, a pesar de verse todos los días, sin dudas fue para decirse cosas que de boca a boca no se atrevían!
Dentro de ese cajón del escritorio de su cuarto de soltero había demasiadas cosas; de algunas de ellas ya no se acordaba, pero de las cartas… eso es diferente. De ella jamás se olvidó.
Hijo único, tras la repentina muerte de sus padres con, increíblemente, muy pocos días de diferencia, regresó al país para ordenar y tramitar las cosas que ellos podrían haber dejado pendientes.
Jamás permitió cuestionarse no estar en pareja o haberse casado; tampoco respondió demasiadas preguntas de nadie, a pesar de que su madre supuso y comprendió muchos hechos a diferencia de su padre que no pudo admitir que se fuera y menos asumir esa insólita idea de soltería. Era hora de pensar en su situación de soledad con detenimiento. La idea, hacía tiempo, merodeaba por su cabeza. Se reconoce egoísta, por cierto y mucho, pero aquello lo marcó. La amó demasiado y siente, sin echar ni echarse culpas, el error de haber dejado solos, por tanto tiempo, a sus padres.
Las cartas estaban ordenadas por fecha y atadas con un cordón delgado tal como las había dejado al partir a España recién recibido de ingeniero. Desató el nudo y las desdobló una por una. Apoyó las once, de la primera a la última, en ese orden, sobre la mesa del escritorio. Cerró el cajón, arrimó la silla arrastrándola y el roce de las patas sobre el piso de madera rompió e hirió el hechizo silencioso de soledad que reinaba en la casa paterna. Lentamente fue leyendo y releyendo una por una cada carta y el corazón se le saltaba del pecho. La primera era una tímida respuesta a sus propuestas de amor. De la segunda a la décima, de a poco, iba mezclando sus ilusiones de enamorada con la incomprensión de sus padres. Desavenencias. No admitían que se hubiesen enamorado. Era imposible amalgamar su apellido con el de la familia de ella. Pertenecían a niveles sociales muy diferentes y no lo aceptaban. Ideales políticos y económicos desencontrados, muy opuestos ¡Qué cosa tan disparatada!
¡La última carta, por Dios, la última!… ella, después de cinco años de luchas, le pedía un poco de terreno para ordenarse y pensar. Se sentía confundida. No soportaba más la presión de los padres y la familia; decía que no lograba ser del todo feliz y pedía perdón. Quería que le permitiese ese espacio y algo de tiempo. Quedaron, con sumo desasosiego, en eso. Los encuentros, después de esa undécima carta, se habían tornado imposibles.
Ese algo de tiempo se transformó en semanas, meses, un año, dos… y un alguien… el alguien que sus padres le imponían, intentó ocupar su lugar. Entonces, dudó. Los vio juntos más de una vez. Odió, se sintió mal, no se animó a hacer otra cosa que fuese más allá del intento de olvidarla. Pensó en irse; sería lo mejor. No quiso probar, ni volver a enamorarse.
Dobló las cartas; volvió a atarlas, meneó la cabeza, se encogió de hombros y, muy pensativo, las devolvió al cajón. Esos recuerdos, mezclados con la tristeza de la muerte de sus padres, le hacían mal; muy mal.
Hacía un tiempo la había encontrado en una red social y, por lo visto, estaba sola, sin pareja y no se había casado. Descubrió que escribe poemas, enseña Geografía en varias escuelas, está esperando la jubilación y sigue viviendo en la misma ciudad. No quiso, o no se animó a pedirle amistad y puede que a ella le pasara lo mismo.
Cerró el cajón del escritorio, se paró y fue a sentarse en el borde de su cama de soltero. Pasó suavemente la mano izquierda por la colcha y, con la derecha, acarició la almohada. Sonriendo miró un buen rato en derrededor como si, en cada plano de las paredes y el techo, se pincelaran los tramos de una historia de poco más de veintinueve años; cuando se marchó a España.
Bajó la vista, fijándola en el rincón de la vieja discoteca y en el equipo combinado de radio y tocadiscos que tanto disfrutó en sus años jóvenes. Caminó con lentitud hasta el armatoste de madera lustrada, ahora algo opaco, eligió entre los discos de vinilo uno de Erik Satie con las tres Gimnopedy y Je te veux en una vieja y clásica versión en piano en uno de sus lados. Lo acomodó en el plato del tocadiscos, encendió el aparato y acomodó la púa. Comenzó a sonar la maravillosa melodía de la Gimnopedy número uno. Subió el volumen y, desistiendo de su vieja manía de buscarle algún tipo de significado a las magníficas armonías y asonancias de la corriente impresionista, caminó hasta la cocina de la casa y se paró impactado al sentirla tal cual la dejara hacía algo más de treinta y cinco años. Hasta creía oler el rico aroma de las comidas de la infancia. Continuó caminando y abrió la puerta que da al patio mientras comenzaba a sonar la Gimnopedy número dos. Se llegó al jardín, hasta los añejos rosales florecidos que tanto amaba su madre, esos que su padre constantemente mantenía regados y limpios de malezas. Se mezcló entre las plantas y se detuvo al pie de la que ostentaba el mejor capullo matizado, justamente esa que, de muy pibe, ayudó a plantar. Acarició suavemente la flor y al inclinarse para olerla, trastabilló. Rozó el viejo tronco y una de las espinas lo lastimó en los nudillos de la mano izquierda. Se irguió rápidamente y, para calmar el ardor, besó la herida. Desde dentro de la casa comenzaba a sonar la Gimnopedy número tres. Frunció el seño, apretó los labios y se alejó del rosal.
Camino de regreso a la cocina, malhumorado por haberse lastimado y cuando aflojó el ardor, recordó las tantísimas veces que sus padres viajaron a verlo a Barcelona y la única vez que, en tantos años, los visitó.
Se dirigió a la biblioteca; a la computadora con la que sus padres diariamente se comunicaban con él. La encendió y comprobó que había Internet. Se sentó frente al teclado cuando comenzó a escucharse Je te veux. Controló su correo electrónico, lo cerró y abrió el muro de su Facebook. No había nada urgente para responder. Mientras la música lo penetraba llenándolo de nostalgia, se acarició la mano lastimada. Intentó, escapándose de su propia angustia, buscar el significado de las armonías y asonancias a la música que no cesaba de sonar; y no pudo… es imposible encontrarlo. ¡Vaya, con ese viejo capricho! Se quedó pensativo un buen rato y, quién sabe por qué misterioso error mecánico del tocadiscos, Je te veux se repetía.
Se mantuvo un rato más cavilando y dándose fuerzas. Fue al “buscador de personas, lugares y cosas” del Facebook; puso el nombre de ella y abrió su muro. Fue a mensajes y comenzó a escribir: “Estoy en la casa de mis padres escuchando la música que alguna vez nos unió y (…)”. Las palabras salían como si las conociese desde hacía mucho, demasiado tiempo. Cuando terminó, releyó lo escrito; asintió, lo envió y también le pidió una solicitud de amistad.
Desde el tocadiscos se escuchaba que, así como antes se repetía el tema, ahora la púa golpeaba en el centro del disco y la música había parado. Se apresuró a llegar hasta el equipo, levantó el brazo que contenía la púa y lo apoyó bien; luego cortó la corriente y guardó el vinilo en su sobre.
Regresó a la computadora. Encontró que ella había respondido el mensaje y aceptado la amistad. Simplemente le escribió “Je te veux. Quiero verte, por favor”.
Sonrió, volvió a besarse donde lo había lastimado el rosal y, con el corazón palpitándole en las manos, se dijo: “¡Sí, sí y sí!  Ya es tiempo de volver a empezar”.
Buscar el significado de las armonías y asonancias en una buena música, es como cuestionar la belleza de las rosas porque algún rosal nos clavó una espina…

 [Je te veux (del francés): Te deseo]
            Mar del Plata, 12 de Junio de 2014



Septuagésimo cuarto nocturno

Canción de Otoño (Abstracciones de un pintor)

[El pintor, en abstracto, peina su pincel dirigido por las notas de la “Canción de Otoño” de Tchaikovsky. La pintura, en una tela ajada y sin marco que la cobije, expone una plaza con el roce del invierno amalgamado en ella como lo hace el mercurio con el oro]…

Domingo, temprano. Es la mañana y la plaza se nota triste. Las últimas hojas del otoño esperan, en el césped frío, convertirse en resaca.
El semáforo cambia del rojo al verde y la mujer, apretando un bolso contra el pecho, cruza la Avenida con su inseparable perro. De muy niña la acompaña un can. Es el cuarto y todos se llamaron igual.
La corriente fría de la brisa barre ramitas secas en los veredones paralelos a las calles volcándolas en ellas. Los edificios altos dejan entrar algunos rayos de un sol insipiente en las diagonales.
Tuvo a cada perro de cachorritos y la acompañaron hasta que decidieron irse vestidos de vejez. Cada vez que partió alguno juró no volver a tener otro. Pero eso fue algo imposible de cumplir.  Descubrió, con el paso del tiempo, que están colmados de integridades y carecen de las imperfecciones de los hombres.
En  el cuadrante norte de la plaza el sortijero recoge la lona que cubre el viejo carrusel y en el sur hay hamacas, toboganes, trapecios y subibajas vacíos de pibes recogidos en la soledad de las PlayStations.
El aire que se arremolina en la esquina la despeina y le intenta desenrollar el chal que lleva cruzado sobre los hombros. Se sujeta el abrigo y sonríe al ver que también al perro, caprichosamente, se le mueve el pelaje y las largas orejas al ritmo del viento.
 Un hombre y una mujer fundidos en uno de los bancos de la plaza se apartan bruscamente observando, con gestos culposos, el entorno.
La mujer y el can alcanzan el veredón disminuyendo el ritmo de su marcha. Eligen la acera diagonal para caminar hacia el norte. De repente el perro tira de la correa dirigiéndose bruscamente al césped y levanta la pata delante del cartel que, ostentando el dibujo de un pichicho, dice: “No deje que haga aquí”.
La fuente salpica agua, algunos gorriones alegran los bordes y unos pocos chingolos se posan en la hierba húmeda.
Ella, sintiéndose culpable, mira para ambos lados y alcanza a ver una pareja escapando, apurados, en sentidos contrarios. Tira con fuerza de la correa arrastrando al perro y ambos retoman la caminata.
Una paloma posada en la cabeza de la estatua insulsa del prócer que da el nombre a la plaza ofrece un toque vigilante y gracioso.
La mujer y el perro apuran el paso. Llegan al carrusel. El sortijero deja de hacer lo suyo y la mira esbozando una sonrisa a modo de “hola”, mientras acaricia al animal. Ella devuelve el gesto y el can, moviendo la cola, los ladra.
La vida se hace y continúa en una plaza coronada de ramas desnudas y frías. Finaliza el otoño.
Liberan al perro para que corra y retoce alrededor de ellos. Se sientan en el banco largo y circular que rodea a la vieja calesita. La mujer saca del bolso un termo con café, sirve y brindan… brindan por los años que han pasado y están juntos. Mañana… mañana, finalmente, desarmarán el carrusel.

[El pintor, en abstracto, peina su pincel dirigido por las notas de la “Canción de Otoño” de Tchaikovsky. La pintura, en una tela ajada y sin marco que la cobije, expone una plaza con el roce del invierno amalgamado en ella como lo hace el mercurio con el oro].


Septuagésimo quinto nocturno

Fantasía desafinada (Relato de un recodo de mi vida):
Se me ocurre que eso de mirar incesantemente hacia atrás es, virtualmente, atascarse con lo viejo; aunque hay giros anclados en cimientos muy profundos que hacen, guste o no, voltear la cabeza al pasado.
El recuerdo más profuso de mi vida es haber aprendido música de muy pequeño (por el año mil novecientos cuarenta y ocho). Leía las notas, distinguía las figuras musicales y tocaba en el piano de mi primera profesora de música un fragmento de rondó, adaptado con suma sencillez en una colección de entonces llamada “Las primeras alegrías del pianista”, sin aún haber comenzado la lectoescritura. Había cumplido cuatro años y el pentagrama, junto con el libro “Upa”, comenzaban a reinar en mi niñez. Catorce años duró la carrera consecuente y obligada en el Conservatorio aunque, para quienes llevamos la música en el alma, jamás termina; podría decirse que, sin proponerlo, siempre se está en la línea de largada de alguna huella musical nueva. Mis padres, en especial mi mamá, apuntalaron con firmeza el borde rígido y estrecho de una disciplina muy dura; porque aprender y hacer música requiere muchísimas horas de reglas, normas, conducta y método. Era – y quizás lo siga siendo – sumamente constante y, por ende, disciplinado; hasta diría que por causa de eso me perdí algunos sabores dulces y blandos de la niñez y adolescencia pero es tarde para arrepentirse y, en todo caso, no lo hago. Aprendí a tocar, admirar y asimilar lo máximo de las obras de los grandes compositores de todas las corrientes de la historia de la música. Las armonías y contrapuntos, por aquellos años, fueron parte de mi alma y corazón. Creo que hubo (y aún lo hay) momentos en que la música, el piano y yo terminábamos siendo un todo biológico. La cosa es que mis padres, al cumplir diez años y con la ayuda de unos tíos, compraron un piano muy cuidado y de segunda mano (un Pleyel original francés del siglo XIX). Ese antiguo piano, de caja moderna, fue el ilusorio joyerito con música llevado en mis bolsillos durante los años de estudios paralelos de Tecnología, Matemática, Física y Química. Las Ciencias Exactas y la Música iban – y van – de la mano. Una mezcla de rigores y alegrías. En ese Pleyel creé y escribí mis primeras composiciones. Mi mamá (y supongo que papá también) veían a su hijo único y al viejo piano como algo indisociables en un confuso laberinto de eternidad. Así pasaron los años. Un día, caía dentro de toda lógica, me enamoré y decidí casarme; formaría una casa y un hogar. Pedí llevarme el piano, a lo que mi madre contestó: “¡No! El piano es de esta casa y acá se queda” (claro; jamás se me dijo que fuese un regalo; ellos lo habían comprado y en eso moría toda discusión).  Vaya a saber qué capricho o cosa loca pasó por la cabeza de mi mamá para no darse cuenta de que esa separación, tristemente, me marcaría por años; pero… en fin, así fue. El viejo piano con el que crecí, jamás estuvo en mi hogar. Enmudeció. ¡Literalmente, lo cerraron con llave! La cuestión es que me casé (año mil novecientos sesenta y ocho) y doce años después pude comprar un piano Breyer. Junto a mi mujer e hijos la música volvió a fusionarse por completo, como jamás tendría que haber dejado de serlo, conmigo. Claro, que las cosas no son eternas. Mis padres, a quienes amé y mucho, terminaron sus días. Heredé el viejo y amado Pleyel. Dos pianos no cabían en mi casa. Mis hijos ya estaban casados y el mayor pidió tenerlo. Se lo dí. Nunca lo hizo afinar; pero mis nietos – músicos – hoy lo aprovechan para complementarse con la guitarra y el bajo, instrumentos que usan con suma destreza. De esto último pasaron doce años sucediendo muchas cosas; entre tantas me mudé a Mar del Plata dejándole el piano Breyer a mi hija, puesto que mi nieta había comenzado a estudiar música. Hoy tengo un piano Nova que es con el que comparto muchas de aquellas cosas que hice, creé y aún hago.
Este costado de mi vida lo estoy escribiendo el veintiséis de junio de 2014, dato que arrojo simplemente para que se entienda lo que sigue:
El dieciocho de mayo último pasado estuvimos, mi mujer y yo, en nuestra ciudad de origen (Zárate) y pasamos el día con la familia de mi hijo mayor. Uno de mis tres nietos (el del medio) enseguida me invitó pasar a la habitación de la casa donde, con su hermano mayor (ese día ausente de la ciudad), tiene su taller de música y grabación. El más pequeño aún no toca ningún instrumento. Me dijo muy cariñosamente: “Abuelo, componé una música que quiero grabarte. Que sea algo que enamore (tiene dieciséis años y esto lo aclara)”. Entré al cuarto. En una de las paredes está apoyado el viejo Pleyel con su taburete. Sonreí y, con algo de tristeza, me senté al piano; descubrí el teclado mientras mi nieto acomodaba los micrófonos en las cajas conectándolos a las computadoras. Ejecuté algunos acordes y se escuchaba, por cierto, desafinado. Fue un reencuentro tras estar cuarenta y seis años separados. Salió una música a la que le pusimos de título “Fantasía Desafinada”. Mi nieto grabó y editó el trabajo en vivo. La pieza musical empieza y termina con aquel fragmento de rondó que hace sesenta y seis años aprendí a tocar en el piano de la casa de mi primera profesora de música y que jamás borré de la memoria… suena así, como se escucha más abajo… mi viejo Pleyel y yo, hoy estamos en paz.
Se me ocurre que eso de mirar incesantemente hacia atrás es, virtualmente, atascarse con lo viejo; aunque hay giros anclados en cimientos muy profundos que hacen, guste o no, voltear la cabeza al pasado.
Septuagésimo sexto nocturno

Vigilia geométrica:
Es involuntario pero los hombres ponen en evidencia su temor a la muerte cuando arrojan sobre el tapete del juego radial de la existencia la soberbia de creer que sus deseos, cumplidos o no, son la meta del mero resultado del azar. Si nos acogiéramos a representar gráficamente la vida en una línea circular, descubriríamos que jamás podría distinguirse el punto de partida del fin porque justamente en este punto no evidenciable es cuando damos cuenta de que no somos eternos. Por otra parte, si la representación gráfica la hiciésemos en una línea recta sería insalvablemente lo mismo porque este ente geométrico es una circunferencia de diámetro infinito. Acaso; si nos representáramos como un ser muy pequeño, ante el Cosmos lo somos, caminando paulatinamente en el borde de una regla infinita que gire lentamente, ¿no estaríamos describiendo una inconmensurable espiral? Creeríamos caminar en línea recta cuando en realidad lo haríamos en curvas, curvas y curvas…
En fin… ¿Certeza o Sofisma?
¡¡¡Maldito insomnio!!!



Septuagésimo séptimo nocturno

De madreselvas y campánulas:
Chicos de ciudades.
Indios montados en palos de escobas surcando calles con adoquines.
Caritas maquilladas con rayas de pétalos de rosas sobre sombras de corchos quemados.
Vinchas de guerreros. Jirón del delantal de una abuela sosteniendo las plumas arrancadas a un gallo colorado.
¡Arcos, flechas y lanzas de mimbre!
Momentos de llamas amarillentas bailoteando en hornallas de cocinas a querosén, tiznando pavas. Mateadas de adultos sosteniendo sonrisas tibias o tristezas ásperas. Repasadores toscos envolviendo asas de vasijas de vida. Recipientes viejos llenos del vacío sigiloso del que nacen las estrellas. Ayer romántico desprovisto del condimento que aún le falta al hoy. Sabor dulce que es parte del sueño que amarga la boca cuando suena el despertador.
Programas de radio donde las cosas eran lindas porque enlataban aventuras.
Indios que esperaban ocultos tras las verjas de las casas viejas el paso del carro tirado por un matungo fiel que, yéndose un día, dejó un tótem imaginario esculpido por un cincel de flores y ramas de paraísos y jacarandáes por donde subieron y bajaron las tristezas de los pibes y los recuerdos del barrio.
¡Ya no hay carros ni caballos para atacar! ¡Ni siquiera están sus huellas! Pero siguen creciendo chicos; indios que juegan en ese silencioso vaivén de las cosas perdidas saboreando los dulces sueños que noche por noche, entre madreselvas y campánulas pernoctando bajo el asfalto, se confabulan con las piedras y el polvo...
¡Arrimáte, chico! Bajáte del viejo palo de escoba, despintáte la cara y guardá la vincha.
El indio ya creció y duerme poco...
Es cosa de esperar, pacientemente, que suene algo distinto dentro del armazón silencioso del despertador...


Septuagésimo octavo nocturno

De lo vivido:
El camino ceniciento que continuamos surcando juntos quizás no tenga fin, pero comenzó en ese lugar donde los leños del cuerpo y el alma están bien encendidos y ¡qué va! Hoy, que las brazas se ven casi consumidas, ¡brindemos! Brindemos con las copas en alto y rebasadas del champán de las épocas, ¡porque hemos vivido y ¿quién nos quita lo bailado?!
 



Septuagésimo noveno nocturno

Nada ni ninguno
No sé por qué se me ocurre pensar que los adultos, en plenitud, somos pibes que nos tomamos en serio.
Martina y Rubén hicieron la escuela juntos, compartieron juegos, crecieron, bailaron, descubrieron la música y la tibia oscuridad del cine donde se dieron el primer beso creyendo que ahí dentro nadie los vería. Nada ni ninguno guardó el secreto...
Martina y Rubén se sentaron a mirar - desde la vereda de enfrente - cómo esa enorme bola, con movimientos pendulares y tremendos golpes, tira abajo techos y paredes destrozando las columnas y vigas del local recientemente abandonado que, en poco tiempo más, será un edificio de diez pisos con más de cuarenta departamentos. Cuando solamente quedó a la vista el cimiento material y moral de los tiempos idos, se dieron un beso húmedo de lágrimas creyendo que a nadie le importaría. Nada ni ninguno guardará el secreto. Disueltos en el asfalto solvente de la media calle que los separaba de los escombros quedaron silentes sonidos, voces y músicas de todas las películas con las que se besaron…
Martina le dijo a Rubén que “a la arquitectura, cambiante y despiadada, no le importan los besos”. Él asintió, la tomó de la mano y juntos marcharon hasta el banco de la vieja plaza del pueblo en la que se sentaron, desde chicos, cada nochecita después de una función. Sin decírselos pensaron, preguntándose, ¿qué serían uno del otro si se faltaran? Ya, siquiera, queda el viejo cine y…
No sé por qué se me ocurre pensar que los adultos, en plenitud, somos pibes que nos tomamos en serio.



Octogésimo nocturno
Al iniciar en mis clases de Física el capítulo sobre la luz más o menos les decía a mis alumnos, para interesarlos luego en la teoría cuántica, esto:
Dicen que quienes miran hacia las estrellas encuentran el tiempo remoto. La luz centellante observada acaso haya partido de ese recóndito lugar del Cosmos hace una centena de centenares de generaciones; incluso algunos de esos astros, tan inconmensurablemente lejanos, quizás haga miles de miles de años que se apagaron. Lo curioso e increíble de esto, siendo el quid de la cuestión, es que aún se siguen viendo como eran en su pasado…

No acostumbraba a apostar, pero no sabe por qué se le ocurrió hacerlo. Y, ¡vaya suerte la de Juan! Pegó un buen dinero.
Lo conversó duramente con María, quien no terminaba de salir de su sorpresa, y tras discutirlo compraron un viaje a Europa - Italia y España - para llegarse a conocer aquellos sitios por los que, de jóvenes, caminaron sus padres.
Hicieron el viaje sintiéndolo hermoso, en realidad.
Les sobró dinero y es así que una parte la conservaron en ahorros y con la otra ayudaron a los hijos.
Pasó algo de tiempo de aquello y Juan hoy se siente desmemoriado. Recuerda sus cosas de las épocas de pibe y muy poco de las de hace menos tiempo. Eso lo pone mal, nervioso. Claro; ¿qué puede pretender?, más a sus años. Incluso, y lo piensa ridículo, le aconsejan hacer terapia; seguramente para asumir bobamente que tiene un problema. Pero él tiene otra idea que conversa con María. Le comenta hacer y comprarse algo. Se lo había escuchado en una charla a un profesor de su nieto en la biblioteca popular del pueblo. Ella le dice que sí, que lo haga porque tan caro no podría salir. Juan averigua lo que cuesta tenerlo e instalarlo y la decisión, entonces, es comprarlo. Para algo tienen o sirven los ahorros, dijo su mujer. Le haría bien usarlo porque, por lo que leyó e interpreta, ahí podrían estar ordenados todos sus recuerdos y, lo que es más, también podrían aprovecharlo sus nietos, aunque ¡ellos están todo el día con esa bendita computadora y no cree que se dignaran a usarlo puntualmente!
Al cabo de pocos días lo tuvo instalado en el altillo de la casa causando un no sé qué ver a Juan noche a noche en medio de tanta soledad. La cuestión es que día a día, nublado o no, supuestamente apunta en un cuaderno todos esos recuerdos que había olvidado.
Pasa el tiempo y María encuentra el borrador tirado, olvidado, en la mesa de la cocina el día que, increíblemente, Juan se acuesta temprano. Es una noche bella, estrellada y sin luna. Abre el cuaderno y descubre que solamente hay escrito esto: “Se me mezcla todo con tantas luces de estrellas recargadas de sombras sin saber cuál es cuál. Mejor es dormir y soñar. Mañana será otro día de olvidos mezclados con unas que otras buenas nuevas. Qué complicado es todo esto. No hay nada allá arriba… solamente las cosas en las que estoy junto a mi amada María”. Ella sonrió, con los ojos llenos de lágrimas, pensando en que él siempre fue bastante tozudo y muy pocas veces pudo hacerle entrar en razón, ¿qué podría decirle de la compra del telescopio?... María, simple y profusamente a la vez, presiente que la bohémica intención de Juan es dejar flotando en sus remansos sólo la remembranza de lo bueno, eso que el tiempo acoge y preserva, para que el pasado no lo cargue en demasía…

… imagino lo que podrán estar pensando tras mi relato y respondo de antemano que es utópico encontrar la memoria con un telescopio, pero la literatura lo logra y eso me basta. Cierro como comencé:
Dicen que quienes miran hacia las estrellas encuentran el tiempo remoto.

  Octogésimo primer nocturno

Santiago y Miguel:
La arena arpegia y esconde el arrullo constante del mar.
Hay quienes escriben por las mañanas soleadas, en la humedad salina, capítulos de sus novelas de vida. Las olas disuelven las palabras convirtiéndolas en solutos eternos. La fantasía es inconmensurablemente extensa y compleja. Dicen ver que, en el horizonte nocturno, las frases trepan a abrigarse en las estrellas.
Santiago y Miguel aprendieron algunos secretos de la vida en la calle. Juntos, durante los tiempos de vacaciones de verano y después de los horarios de clase, a orillas del mar imaginaron lo que serían de adultos escribiéndolo en la arena húmeda. Las olas, centinelas de esas ilusiones, lo perpetuaron.
Santiago sería marinero, se aventuraría a conocer el mundo, tendría novias en los puertos y volvería cuando viejo. Miguel, arraigado a su tierra, se quedaría en el lugar.
Los sueños se cumplían.
El día anterior al que Santiago embarcara, en esa playa de las ilusiones modeló un barco de arena y Miguel dibujó un gran corazón con las letras M y E. Juntos vieron cómo las olas disolvían arrastrando sus obras y tomados de los hombros esperaron ver en el horizonte nocturno trepar su futuro a las estrellas. Se dieron un enorme abrazo prometiendo, entre ellos, no olvidarse jamás.
Santiago no dejó lugares hermosos ni miserables por conocer y disfrutó de las aventuras que imaginó. Miguel se casó con Elena y tuvieron dos hijos, un varón y una mujer.
Santiago, de cada puerto y lugar, enviaba a Miguel cartas, postales, fotos y, con los años, correos e imágenes por Internet. Miguel agradecía a Santiago que, a su manera, lo llevara a pasear y conocer.
Pasaron muchos años y el viajero regresó. Los dos amigos se citaron en la misma playa y en el mismo sitio del que pareció no haberse alejado nunca. Corriendo uno hacia el otro se confundieron en un abrazo y, al separarse, ambos se miraron al rostro viéndose, curiosamente, tener las mismas formas y cantidad de arrugas: la de las mujeres de las que se enamoraron y nunca fueron sus novias; la de los seres queridos que se marcharon; la de las frustraciones y los fracasos; la más larga y profunda, la de haber descubierto la maldad. Con las canas libradas a la brisa esperaron el anochecer y, tomándose de los hombros, miraron hacia el horizonte. Las primeras estrellas devolvían frases y, con ellas, las olas les contaron el milenario cuento que responde el por qué la arena arpegia y esconde el arrullo constante del mar.