HISTORIAS EN LA MAYOR (Obra en prosa y vídeos)

Cuentos que cuentan cuentos
I.S.B.N. 950 – 43 – 9296 - 2

Hecho al depósito que marca la ley 11 723


República Argentina


(Ordenado por capítulos y en orden creciente)

A Marga

Agradezco profundamente:
A los vecinos de Zárate que colaboraron tan desinteresadamente.
A la Municipalidad del Partido de Zárate.
Al diario El Pueblo por facilitarme el acceso a sus archivos.
Al pueblo de Zárate por haberme hecho sentir siempre parte de su esencia e identidad.

Prólogo
Algunos propósitos literarios gravitan en las propias emociones y nos inducen a reflexionar. Esta fusión va a producirse con toda facilidad en cuanto evoquemos cierto tiempo ido pues ¿a quién no le agrada recobrar para sí – o para otros – la fase más intensa y primordial de la vida?
Sin embargo no es ni sencillo ni cómodo armar tal urdimbre; entresacar retazos de aquella realidad, ya huidiza, casi onírica, ordenadas historias que compongan un marco ficcional revitalizador de ideas y vivencias acontecidas mucho tiempo antes.
En la presente selección de Jorge Rodolfo Altmann, notaremos rasgos autobiográficos narrados por un alter-ego (Froilán Baldosas) quien, a su vez, nos mostrará seres entrañables preservadores de anécdotas, de lugares reconocibles y de objetos que al ser detallados recobran un valor afectivo inmerso.
Para Leonardo Da Vinci, el secreto del arte consistía en descubrir en los objetos cierta manera de manifestarse y fluctuar. Ahora bien, de considerar a los objetos como existentes ajenamente a nosotros y encarnarlos o volverlos personajes no media un paso y esto lo logra el autor quien además se ha propuesto la descripción circunstanciada del aprendizaje del niño – joven – personaje, testigo y narrador de las acciones de aquel lejano período. Todo ello permitirá desglosar a la distancia conclusiones epigramáticas como la que leemos al comienzo de la página 47: “Vivir. Una comedia que culmina en drama... Existir. Una tragedia que culmina en burla.”. O también (tres páginas más adelante), la definición concreta de un concepto abstracto: “Tiempo medido. Tiempo despreocupado... Épocas que marcan épocas... Tiempo y duración son ideas francas. No pueden definirse mejor que por sus propias palabras... ¿No somos acaso, un reloj de arena vestido sobre el alma y los sentimientos?...” Nostalgia y romanticismo  unidos a la preocupación por recobrar el pasado son el leitmotiv de estas historias que me hacen recordar la vieja saga de “El aprendizaje teatral de Guillermo Meister” de W. Goethe. O “En busca del Tiempo recobrado” de Marcel Proust.
Sin duda la propuesta del autor es tentadora, por lo tanto los invito a esta ópera prima titulada “Historias en La Mayor”.
Alberto Carranza Fontanini
                                                                                                               Año 1998

Historia Nº 1

En un crisol prendido del espacio y tendido en el tiempo se ligan recuerdos, personajes y cosas. Una ciudad. La mía. Mezcla de historias celosamente guardadas en las veredas por donde todos los días caminan hombres, mujeres y niños. Ahogados en alegrías, problemas y tristezas. Veredas de la infancia. Aquellas que no guardan secretos. Veredas de hoy. Esas que, tropezón tras resbalones, vamos descubriendo y en las que cada vez nos cuesta más trabajo caminar.
            Nací en la década del cuarenta. En el ala norte poblada de la ciudad. Calles de tierra, sosegadas diariamente en el verano por el regador municipal. Ese, que nos empapaba de barro cuando corríamos detrás. Que nos tapaba el hoyo para jugar a las bolitas y que cotidianamente teníamos que cavar.
            Crecí rodeado de abuelos. Jugando bajo la fresca sombra de una higuera, parra y aljibe.  Entre el nocturno aroma de rudas y malvones suavizados por glicinas y madreselvas. Patio y vereda de ladrillos. Con la casa a medio revocar.
            Aparte de los picados en los baldíos del barrio, del rango y de la agarrada en las esquinas, hasta los ocho años tengo poco que contar. Me llamo Froilán Baldosas. Soy el único hijo varón entre cinco mujeres. El mimado por mamá y el más observado por papá.
            La primera historia guardada en una vereda fue a poco de cumplir los ocho años. Me había enamorado tremendamente y por primera vez. Mi corazón corcoveaba a diario. ¡Qué metejón tenía! Hasta pensé que ella era mejor que mi mamá. A nadie le había confiado el secreto.
            Una tarde de invierno. Domingo. Dos de mis hermanas.  Las mayores.  Me llevaron al continuado del cine Belgrano. A ver una película con Arturo de Córdova. La verdad es que no estaba muy conforme. En el América proyectaban una de aventuras, con Errol Flyn. Llegando a la sala cinematográfica, la veo. Ella caminaba hacia mí. Por poco se me para el corazón. Pasó por mi costado tocándome la cabeza. Apenas dijo:
- Hola.
- Hola. - Le contesté‚ con la boca seca. Casi deteniéndome. Siguiéndola con la vista. Pasó de largo y ahí, pegado a mis espaldas, lo vi al chabón. La tomó de la cintura y, después de un beso, empezaron a caminar alejándose de mí.
            ¡Qué desilusión!
            Ese día, aparte de tener que aguantar una del Arturo, en aquella desprolija vereda quedó impresa mi primera decepción:
            ¡La maestra de segundo grado tenía novio!

Historia Nº 2

Vacaciones de verano de mi infancia... Aquellas del coctail de huevo batido con un chorrito de moscato, reemplazando al aceite de hígado de bacalao del invierno. Ese tónico que se tomaba un tiempo antes de almorzar, interrumpiendo la callejeada mañanera. Esa media hora que se usaba para correr y voltear mariposas con una rama de paraíso deshojada... Aquellas de las nochecitas, jugando con mis hermanas menores, los pibes y las pibas del barrio; al lobo, al pisa pisuela, al patrón de la vereda, a la mancha o a las escondidas y qué sé yo cuántas cosas más. Esos juegos acompasados por la sinfonía que los grillos y las ranas componían en las zanjas, bajo la tenue, intermitente luz de las luciérnagas... Aquellas en las que los vecinos tomaban el fresco nocturno, divirtiéndose, observando nuestros juegos, al son de los melodiosos acordes de un tango que, desde alguna radio, brotaba del Glostora Tango Club... Aquellas en las que el “Negro” De la Riestra pasaba por el barrio, tarareando un vals criollo... Aquellas en las que, a la sombra  de  un  álamo, el Chivo Schiavone (Silvio en realidad) tocaba 9 de julio con su descuerdada guitarra, sentado, casi amalgamado a su impecable, lustrado calentador... Aquellas, en la calle Güemes, en casa de mis abuelos... 
            ¡Mi abuelo! Aquél compinche de helados, caramelos, pasteles  y escapadas a  los partidos de fútbol en el Club Belgrano. Aquél, a quien el médico le había prohibido terminantemente los fiambres, los maníes, la sal, el café‚ el tabaco y el alcohol. Aquél, que me llevaba al bar de Branca y pedía:
- Un vermut con fernet, algo para picar y una Bolita para el nene.
            Y  luego decía, en misterioso secreto:
- Mirá, Froilán, de esto que no se entere tu abuela, ni tu madre, ni tu papá.
            La calle Güemes. La del trencito del Parque. Ese que, llevando cargamentos, iba y venía del Arsenal al ferrocarril Mitre.                                        
Ese trencito de trocha angosta simple que esperaba, con otros pibes en las mañanas veraniegas, montado en un caballo de palo de escoba, con una vincha de género sosteniendo una pluma robada al batarás de la abuela, con un arco y flechas de mimbre y muchas ganas de guerrear. Ese cachivache de pito tan agudo que se confundía con el canto de las chicharras y que nosotros, los indios, como en las películas, por allá cerca de la estación del ferrocarril, íbamos a atacar.
            Pero un día. ¡Ay! Un día, cuando el indio volvía de combatir, vi a mis hermanas y a mi abuela en la vereda de su casa. Lloraban.
- ¿Qué pasa? - Pregunté‚ asustado.
- No te asustes, Froilán. - me contestó, agachándose acongojada mamá - Es el abuelo. Se fue.
            Me di cuenta de lo que pasaba. Mis ojos se llenaron de lágrimas que hicieron surcos de barro en mi cara.
            ¡Qué tristeza!
            Aquel día el destino quiso que el abuelo y el viejo trencito no estuvieran más.
            Los rieles serían asfalto...
            Mi  abuelo, un imborrable recuerdo. 

Historia Nº 3

Estudiar la vida llegando a las profundidades del alma.
Advertir que detrás de lo hermoso está siempre el ser.
Descubrir que no hay momentos que hagan al hombre sino, más bien, que son los hombres quienes hacen las épocas.
            El cumpleaños de papá  marcaba el fin de las vacaciones estivales. Es el seis de marzo y al lunes siguiente comienzan las clases. El de ese año fue algo distinto. Un poco más triste, ya que había muerto el abuelo. De todos modos, como en otros años, mamá me despertó temprano, tanto, que alcancé a saludar a Don Bernardo, el lechero. El madrugón se debía a la compra de las bebidas para la noche, en la que festejaríamos el cumpleaños. Al mediodía llegaría el “yelero” y había que poner a enfriar el vino, las cervezas, los sifones de soda, las naranjadas Oasis y las Bidú, sobre dos barras de hielo en la pileta de lavar la ropa, tapadas con bolsas de arpillera. Como siempre, ese día vendría mi abuela, mis abuelos maternos, mis tíos, primos y hasta un compañero de trabajo de papá con la esposa.
            Papá trabajaba en la fideería de Cafferata, sobre la calle Rivadavia. Esa avenida de árboles frondosos que formaban una cueva de frescura en toda su visible extensión.
            La mañana fue movida. Hubo que hacer bastante mandados. A la tarde, salí a jugar. En esos días los pibes del barrio me tenían cansado de tanto insistir con eso de que mi hermana mayor, con seguridad, ya usaba corpiño; mientras que, disimuladamente y con suma curiosidad, mirábamos a una vecina que día a día se le engrosaba la panza, porque - nos decían los viejos – “iba a comprar un nene”.
            A eso de la media tarde me hicieron bañar y cambiar. Tenía que acompañar a mamá  y a Marta,  mi hermana de la apreciación callejera, al centro y, antes de que comenzara a bajar el sol, partimos.
            Caminamos ligero. Se hacía tarde. Fuimos derecho por, la que aún llamábamos Humberto Iº hasta la Plaza Mitre. En el momento de cruzar la calle Belgrano nos detuvimos frente a la Iglesia. Entonces, mamá  me dijo:
- Atendéme bien. Nosotras vamos a ir a cambiar la camisa que le regalo a papá  porque le queda grande y a comprar una cosa que necesita Marta, hasta El hogar de las medias. Vos cruzá, - y entregándome una lista con dinero, continuó - hasta El emporio gastronómico. Comprás lo que dice acá - refiriéndose  a  la anotación - que es para esta noche. Cuando termines, nos encontramos en este lugar. ¿Me entendiste?
- Sí, mamá . - le contesté mientras pensaba: "Seguramente, le va a comprar un corpiño...”
- Cuidá  el vuelto.
            Crucé la Justa Lima. Hice las compras, como me lo habían pedido, volviendo enseguida al lugar del encuentro. Miraba a unos chicos andando en triciclo alrededor del mástil, como tantas veces lo había hecho con mis hermanitas, cuando me di cuenta de que, en la esquina de Rivadavia, sobre la misma vereda de la plaza, había un grupo de personas observando algo. Pensando que a mamá y a Marta aún les faltaría para llegar, me acerqué a los curiosos.
            Había una mujer gorda que tenía enroscada una víbora enorme por sobre los hombros. Vendía algunas cosas y otras las regalaba mientras hablaba y hablaba. No sé cuánto tiempo pasó, pero estaba entusiasmadísimo. En el momento que decidí comprar, por quince centavos, un enhebrador de agujas para mamá, que según la mujer era prodigioso, desde el altoparlante de la plaza, alguien decía:
- ¡Al niño Froilán Baldosas! Por favor, que se presente en Foto Schiavetta, que lo busca su mamá .
            Escuché sorprendido y crucé hasta ese local. Ahí estaban. Mamá, con cara de enojo y dedo acusador cuando me vio gritó:
- ¡¿Adónde te metiste?! ¿No te dije que esperaras enfrente de la Iglesia? ¡Cuándo  lleguemos a casa vamos a arreglar cuentas!
            Le dimos las gracias al hombre que me había llamado por el altoparlante y, cada cual con un paquete, regresamos a casa. En el camino les conté lo que había hecho.
            A pesar de todo, en ese rincón de la Plaza Mitre, quedó un recuerdo: ¡El primer regalo que le compré a  mamá !
            Esa noche festejamos el cumpleaños de papá . Mamá  contó a los invitados lo que había pasado esa tardecita. Terminó la anécdota diciendo:
-... porque, no es por los quince centavos. Es por la porquería que le vendió esa mujer. ¡No sirve para nada!...

Historia Nº 4

El sol de la niñez tenía algo especial. Con él todo era diferente. La luz y el calor del día eran parte de nuestro motor vital. Las nubes y la lluvia acortaban la extensión de aquel pequeño mundo. Habíamos aprendido que el terreno de la felicidad, nunca iba más allá del límite circular del horizonte. Ese, por donde merodeaban las ilusiones, bajo soleadas imágenes de juegos despreocupados e inocentes diversiones.
            Viernes de marzo. Día de sol. El anterior al lunes en que comenzarían las clases. Corría el año que llamaron del Libertador en la primera cuerda del contador de mi vida. Los pies descalzos, camiseta de algodón y pantalones cortos con tiradores cruzados. Uno de esos días en los que mis abuelas habían impuesto como norma descargar hasta la ultima migaja ingerida. Ese, de la limpieza interna, que comenzaba a la madrugada con la limonada Rogé y terminaba a media mañana, aún en ayunas.
            Había decidido, - con el permiso de mamá - ir a pasar el fin de semana a la casa de mis abuelos maternos. Los que vivían, casi enfrente de la mansión de los De la Torre, con el tío Fermín. El hermano solterón de mamá, a quien en cierta medida le debo el haber comprendido algunas cosas de la vida. Esas que ocultaban, bajo una cortina de un mal entendido pudor, mis padres y que eran fruto de distorsionadas historias callejeras. Fermín, el que cantaba tangos en sus tiempos libres bajo el parral de la casa, acompañándose, tímidamente, con una cuidada guitarra criolla.
            El barrio de la Adolfo Alsina, por la Ituzaingó, tenía cosas diferentes. La barranca, otros amigos y a Carolina. Una morochita de ojos verdes que todos los veranos paseaba en la casa de sus tíos, dos viejos amorosos. Entre todo lo bueno, también estaba el papá de Gloria. Ángel, se llamaba. Un tipo maravilloso. Una persona que rebosaba seriedad, educación, paciencia y, sobre todo, cultura. El hombre inconfundible del clavel en el ojal. Un ser que hablaba sobre lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, lo pasado y lo por venir. Era socialista. Pero con mayúsculas. El amigo mayor del barrio que, aquel viernes, caminaría con nosotros hasta el puerto de la ciudad.
            Había mermado el calor. La media tarde estaba linda para caminar. Tomamos por el pasaje de tierra hasta la calle Ameghino. Ahí la barranca era menos pronunciada y se aprovechaba para bajarla con cuidado hasta el Bajo. Desembocamos en la Aristóbulo del Valle, pegado a la puerta de acceso a la Fábrica de Papel. El olor a pasta era característico. Bordeamos las instalaciones, llegamos a la calle Mazzini y bajamos al puerto. Mientras tanto, Carolina no se separaba de mi lado.
            Paraná  de la Palmas. Todo resultaba una mezcla de todo. Un conjunto heterogéneo. Areneras y lanchones repletos de frutos amarrados a los muelles. Surtidor de combustibles. Filas de autos y camiones embarcándose en la inconfundible Balsa. Una tarde aventurada en un espejo de agua con verde fondo de isla. Simpática imagen puntual de alguien en una canoa recorriendo el espinel. Pescadores desembarcando de una lancha, con la sola carga de cañas, líneas y caras que acusaban un mal día de pesca en el Canal. Tarde de puerto que, más bien, incitaba a meditar. El perfume a cerezas de Carolina me embebía. El Ferry perezosamente cruzaba, cargado de vagones, el río. Algo externo, en la tarde que moría, sucedía y no sabía aún qué.
            El sol terminaba de caminar por el cielo, bajando en la ciudad. La balsa desatracó y don Ángel decidió volver.
            Subíamos por la Mazzini, casi doblando hacia la 25 de Mayo, cuando Carolina dijo:
- Mañana temprano me voy a Rosario.
            Entonces tomé conciencia de que aquellas vacaciones llegaban al final.
            Holgazanamente terminó el paseo. Me senté en la húmeda vereda de la mansión de los De la Torre, esperando que me llamaran a cenar. Carolina cruzó la calle y se paró a mi lado. Me erguí y nos miramos. Me dio un beso y con tristeza susurró:
- Chau...
            La vi irse, corriendo, a medida de que descubría el no sé qué.
            La vereda absorbió de mí un profundo temblor, secundado por la presencia de las magnolias del jardín de la mansión y por el perfume del yuyo verde que se perdía hacia el club Paraná.
            Compartí un buen rato con las estrellas sin saber lo que hacer, hasta que mi abuela gritó:
- ¡Froilán!
            Crucé la calle y, apurando el paso, entré pensativo a la casa.
Bajo el parral, tío Fermín cantaba los versos de Homero Manzi:
“...No habrá  ninguna igual.
No habrá  ninguna.
Ninguna con tu piel, ni con tu voz.
Tu piel, magnolia que mojó la luna.
Tu voz, murmullo que entibió el amor...”

Historia Nº 5

Imágenes que están metidas en el embudo de la memoria. Cosas que a veces, más bien, parecen el resultado de la imaginación. Una suerte de filmación que, en la pantalla interna de la vida, hasta nos hace cuestionar situaciones vividas.
            Las hojas secas. Esas, que nos gustaba pisar para escucharles el crack. Esas, que marcaban el implacable paso del otoño al invierno.
            Las clases habían empezado. Me  surtí de útiles en lo de Filipponi. Cada etiqueta, pegada sobre un forro de "papel madera", decía:

FROILÁN BALDOSAS

TERCER GRADO

 TURNO TARDE

ESCUELA Nº 1

            Sólo necesitaba el manual que me prestaría mi primo, el que estaba en 4º grado. Había tenido suerte. Ese año tampoco madrugaría. Hasta me compraron una capa y botas para la lluvia.
            Aquella  mañana nos  dispusimos, con  mi abuela de la calle Güemes, ir hasta la casa de mis tíos a buscar el libro que necesitaba y un punto del modelo de cárdigan que pensaban tejerme. Ellos vivían en la calle Laprida, casi pegado a la ruta.
            ¡La calle Laprida! La que se conocía por “la del Eucalitu”. La de un  árbol que enmarcó toda una costumbre y una época. Un símbolo que demarcaba la zona urbana. Un emblema sobre el margen oeste de Villa Fox.  
            Eucalipto y zanja. Robustez, amparo y cueva de juegos en los días de visita a la casa de mi primo. Un árbol que creció día a día con nuestro pueblo. Alzando sus ramas al cielo. Como quien eleva sus brazos agradeciendo la oportunidad de compartir felicidad. La felicidad que el propio hombre le daba, dejándolo vivir.
            La abuela tomó unos mates, mientras ojeaba un cuaderno de puntos de tejido, con mis tíos. Mi primo estaba en la escuela. Me surtí del manual y a media mañana emprendimos el regreso caminando por la Lavalle. Al pasar por el almacén de don Félix Ibero compramos galletas marineras y facturas traídas de Lima. Cuando llegué a casa, ya era el mediodía.
            Esa noche de viernes, a pesar de que se dictaban clases los sábados, me quedaría en lo de mis otros abuelos. Marta se había quebrado una pierna y estaba convaleciendo ahí. Era el día en que escuchábamos las historias de suspenso, nocturnas, en la radio. Un compañero de la secundaria de mi hermana, iría a visitarla y se quedaría  a escuchar la radionovela con nosotros. Mi celoso concepto del chabón no hacía que me simpatizara demasiado. Según ella, era un chico serio. Casi un hombre, a pesar de sus quince años. Ambos cursaban el tercer año en el Nacional.
            A Marta la habían enyesado en el Policlínico Argentino. En aquellos tiempos, cada uno en la familia tenía su médico. Recuerdo que a papá lo atendía el Dr. Agustín Melillo; a mamá  el Dr. Roldán; a mis hermanas menores y a mí el Dr. Hughes y a las mayores el Dr. Juan D. Ibar. Incluso mamá era amiga de una enfermera del Argentino, la Negra Nélida Quiroga.
            Los abuelos  preparaban, para el invierno que se avecindaba, la cocina económica para cocinar batatas a las cenizas y el calentador, a presión de querosén, lustrado con Brasso,  para usarlo de estufa.
            El galán había aparecido temprano. Escuchó a Tarzán y cenó con nosotros. Un rato antes de que comenzara la obra de suspenso, nos sentamos alrededor de la cama en que reposaba Marta.
            Encendimos el viejo receptor y al rato, mientras la abuela cargaba los puntos para mi cárdigan en la aguja, empezó la radionovela, la que, a medida que pasaba el tiempo, se hacía cada vez más tenebrosa. Era casi el momento de la piel de gallina, cuando lo miré. El muchacho observaba el cielo raso de cartón. En la habitación la luz era tenue. Lo vi transpirar como jamás vi a nadie. La novela ya era espeluznante... Cruda... Misteriosa. El chabón continuaba mirando hacia arriba. En determinado momento, Marta le apretó la mano. Él se sobresaltó y empezó a balbucear:
-¡Doña!... ¡Me mira!
            Mi abuela, que estaba compenetrada, tanto en la trama de la novela como en el tejido, volvió a la realidad. Lo miró y preguntó:
- ¿Qué te pasa muchacho?
- ¡Me... mira! - volvió a decir.
- ¿Quién te mira, che? - Le pregunté‚ asustándome también.
     El muchacho subió el índice de su mano derecha y, con los ojos desorbitados, señaló hacia un rincón del cielo raso que estaba roto diciendo:
- ¡E... E... E... s... s... o!
            Miramos todos para ese lugar. Mi hermana, mientras tanto, le retiró la mano al chabón.
- ¡Pero, si es una lauchita! - dijo mi abuelo - De esas que andan por la parra. ¡Mirá  adónde se fue a meter!
            El viejo buscó la escoba y espantó al animalito.
     En realidad, no sé como terminó la radionovela de suspenso, pero al galán hubo que acompañarlo hasta su casa.
            Mientras caminábamos en la oscura noche, las sombras templaban mis más malditas, infantiles, mudas carcajadas.
            Pocos días después, a mi hermana le colocaron un estribo y volvió a la escuela.      
            Gracias a aquella lauchita, el chico serio, casi un hombre, no se le volvió a acercar.

Historia Nº 6

La luz, a veces, aparenta ensombrecerse en el espacio dando dimensiones complejas.  Amarillas. Una sepia, pincelada con vientos, en la que los relojes escapan, librándose del seno del torbellino, para caer en un oscuro precipicio de tiempo.
            Existen muchos días, algunas semanas y otros meses inexplicables. Épocas enhebradas en un vestido de cosas sobre las que, sin comprenderlo, lloramos o reímos con los ojos opacos. Abismalmente abiertos.
            ¿Y la luz?
            ¿Y los relojes?
            Está claro que la luz y los relojes volverán a ser claridad y tiempo. Porque así es todo en la vida. Regresarán algún día, escalando sobre sus mismas caídas sinuosas. Trepando pétalos marchitos guarecidos bajo un jirón de tormentosas nubes.
            ¡Lucía, Jacinta y Hortensia!
            Lucía, mi abuela de la Adolfo Alsina.
Jacinta y Hortensia, las hermanas de mi abuela, en aquella Semana Santa proyectaron viajar en balsa. Para no hacerlo solas invitaron a su hermana, a Marta y a mí. Cruzaríamos el Paraná desde el Puerto de Zárate hasta Puerto Constanza.
Lo hicimos ese sábado de gloria.
Temprano, muy temprano, apenas despuntaba el sol, nos embarcamos. La isla mechaba sus oscuros verdes con los reflejos rojos del alba. Cargada de autos y camiones la embarcación se desplazaba muy pero muy lentamente, abriendo rizos color arcilla en cada calmo remanso del río. Contemplábamos el tramado paisaje de ceibos, enredaderas, canales, sauces y ñandubaysales, desde el puente y corriendo de babor a estribor. Sólo el tibio calor del sol mañanero otoñal nos atontaba y adormecía, fundiéndonos mecidos entre el canto de cardenales y boyeros.
Y así, después de unas cuantas horas mañaneras ya, cerca del mediodía, cuando algunas nubes comenzaban a aparecer agrisando el cielo, atracábamos en Puerto Constanza. Almorzamos lo que las viejas habían preparado, que en realidad fue riquísimo y, a eso de las dos de la tarde, con el cielo bastante plomizo, nos embarcamos para regresar.
Fue en ese viaje de vuelta cuando contaron aquello. En sí, nunca comprendí cuánto tuvo de cuento y cuánto de realidad. Como en todas las cosas de los abuelos. Cosas que nos hacían creer y esas otras de las que dudando nos reíamos, pero que la vida  hizo ver que así fueron, como ellos las contaban nomás.
Nos contaron que pasó un día, cuando jóvenes. Muy jóvenes. Mientras subían por la gredosa barranca que rodea el caserón de los Güerci por allá cerca de su casa (porque mi bisabuelo había trabajado y vivido casi pegado a la fábrica de alcoholes), pensaron esa travesura. ¡Entrar a robar plantas y flores al jardín!
Dijeron que ellas sabían lo que decían y se hablaba de la fiereza de los perros que cuidaban del caserón. Nadie podía, sin permiso, saltar al interior.
Mi abuela tuvo miedo y no lo hizo, pero Jacinta y Hortensia sí lo hicieron. Lucía aterrorizada corrió para su casa. Quizás porque era la menor.
Cayendo la noche, muertas de risa, las hermanas llegaron con los brazos repletos de plantas. ¿De los perros? ¡Ni noticias! Así lo contaron.
Tuvieron todo su tiempo para ellas. Del jardín de la mansión, Jacinta robó plantas de hortensias y Hortensia bulbos de jacintos. Cuando con sus brazos no abarcaron más, saltando nuevamente hacia la barranca, regresaron locas de contentas.
Hortensia plantó las hortensias y Jacinta enterró los bulbos de jacinto.
Los años fueron pasando y el jardín de su casa se llenó de hortensias y ramilletes de jacintos.
La sonrisa de sus labios se fue desdibujando a medida de que las gotas de lluvia mechaban sus blancos cabellos. Ya casi estábamos atracando en el Puerto de Zárate. Justo en el mismo momento en que la plataforma de la balsa golpeaba estruendosamente la base del atracadero y los motores de los vehículos se ponían en marcha para ganarle a la tormenta que se avecindaba, Marta le preguntó a mi abuela sobre el por qué de lo que contaron las tías esa tarde.
La vieja respondió por lo bajo, tomándonos de las manos:
- Ellas creen que fue, al robar y plantar hortensias y jacintos, la causa por la que quedaron solteras...
Pensé en la fotografía de las tres, tan jóvenes, en el mueble del salón de la casa de la abuela y, en realidad, comprendí que fue por eso... No existía otra causa, porque habían sido mujeres hermosas.

Historia Nº 7

Pañuelos
Pañuelos de mano, blanqueados al sol en un fuentón con “azul para la ropa.”
Pañuelos comprados en la vieja tienda Palazuelo. Esos que, alguna vez, asomaron del bolsillo de un saco armado en un estático, aburrido maniquí. Muñecos de vidrieras posadas sobre mármoles que, en anaranjado, resaltaban un nombre de otros tiempos: Tiendas “El Nuevo Fuego”.
Pañuelos que llevábamos perfumados con gotas de York, Lancaster o Agua florida. Chorritos robados del frasco de perfume escondido en la cómoda de los abuelos.
Aliento con esencia a menta, anís o mentol. Bocanadas, enredadas con palabras, de pastillas Renomé .
Golosinas con historias de kiosco.
¡Ese, sí!
¡Justamente ese!
 El kiosco de la Plaza Mitre.
Ese en el que a su alrededor alguna vez bailara, brincando, el Loco Daniel. Inofensivo bailarín de armónicos valses, rítmicas polkas, alegres marchas o sobrias oberturas, que él solo escuchaba. Acordes escapados de los fantasmas de la antigua banda que, en otros tiempos, tocó en la plaza.
Ese en el que, me contaron, alguna vez se paró el Rusito de las cuentas, cuyo nombre nunca supe, cuando aburrido de arrastrar un destartalado cochecito calculaba de memoria cuentas de innumerable cantidad de cifras.
Ese en el que alguna vez Carlitos montara, en la inseparable bicicleta, su acostumbrada dulzura, tejiendo en un vacío incomprensible sus confundidos gestos, desencontrados pensamientos y entrecortadas frases.
Personajes de esos tiempos enmarañados de silencio. Ahogados bajo la incierta, esquiva y atrapante figura de una red.
Redil que recogía pibes saliendo del catecismo; observados, desde el atrio de la parroquia, por el cura Toral.
¡Reírse de los locos, creyéndose tan cuerdos!
¡Caramelos, pastillas, chocolatines y garrapiñadas...!
Sucedió el día en que acompañé a mi papá a comprar tornillos, para reparar un armario de madera, hasta lo de Barriocanal. La ferretería que estaba enfrente, en diagonal, con el correo.
Pasábamos, por el Kiosco de la Plaza, de regreso para casa y vimos bailando sobre el camino de ladrillo picado, entre los canteros, al Loco Daniel. Por el alto parlante pasaban música, pero el ritmo del hombre era diferente del de los compases que se escuchaban.
Pregunté si, en realidad, esa persona era loca.
- Mirá - me contestó papá - no sé que decirte sobre eso de la locura. A mucha gente le dicen loca sin serlo. Yo, en realidad no lo sé.
- Al tío Fermín también le dicen loco, pero él no hace esas cosas. ¿No es cierto, papá?
- No, Froilán, para nada... Escuchá...
Y entonces me contó el por qué le decían loco al tío. En realidad, era completamente diferente.
 Papá dijo que el tío había aprendido a soldar en el taller de Ventura y que lo hacía muy, pero muy bien. Un día, en la fábrica de papel donde él trabajaba en ese momento, a pesar de todos los cuidados y estudios que habían hecho los ingenieros y técnicos, en el taller mecánico no daban pie con bola para soldar algo muy especial. Apenas los oficiales y los mismos peritos que habían traído desde Rosario y Santa Fe terminaban de hacer las costuras, el metal se rajaba malográndoseles el trabajo. Entonces preguntaron si, entre todos los operarios, había alguien que quisiera probar, porque las máquinas ya llevaban varios días paradas y el tiempo se agotaba para la producción del papel. Fue cuando mi tío dijo que él se animaba a hacerlo. Enfrentándose a algunas risas burlonas de técnicos e ingenieros, el tío se montó sobre el caño que era de gran envergadura, pidió un soplete y calentó la zona en la que debía de trabajar. Parando la llama comenzó a soldar. Repitió lo mismo varias veces y soldó hasta terminar. El asombro fue grande cuando “los expertos" vieron que la costura no se rajaba y le preguntaron qué había hecho de diferente. Les respondió que, en realidad, nada. Volvieron a insistir preguntándole cómo lo había logrado.
- ¿Que cómo lo logré? Pues, ya que insisten... ¡Lo hice con el culo! – Les contestó.
Pensé que papá estaba bromeando, pero me explicó que en cierta medida era cierto lo que el tío Fermín les contestó porque él, como sabía soldar muy bien, tuvo la picardía de adelantarse a los hechos resolviendo que, primero habría de calentar a una temperatura justa. Medida que apenas soportaba su traste.
- A partir de ese día, - terminó de contar papá - cada vez que hay que hacer ese trabajo, lo llaman a tu tío. Fue a partir de eso, y debido a su respuesta graciosa, que lo llaman el Loco Fermín.

Historia Nº 8

Vivir. Una comedia que termina en drama.            
Existir. Una tragedia que culmina en burla.
De todos modos, debemos agradecer que existe la belleza y el humor. Porque son cosas que estructuran lo placentero, elevándolo a un nivel superior.
            Todo lo hermoso es producto de un mismo instante... De una misma época.
            Lo gracioso es genuino.
            La vida, la existencia, lo bello, el humor, la historia y el tiempo se funden en una misma caldera. Su aleación es indeteriorable. Se transmite continuamente de memoria a memoria, con cada hombre y en cada generación.
            Sábados de fines de abril. Como ése en que mis abuelos decidieron viajar a Capilla del Señor a hacer compras en la casa Galver.
            ¡La casa Galver! Aquella a la que se acudía cuando no se disponía de buen dinero. En caso contrario, nos cambiábamos como para un casamiento; tempranito tomábamos el colectivo a la estación y esperábamos nerviosamente, después de sacar los pasajes de ida y vuelta a Retiro, la negra bola de acero, carbón y vapor. Así viajábamos a la Capital para pasear, tomar un café con leche con medialunas en alguna góndola de la monumental terminal ferroviaria y luego caminar por Florida para hacer compras en Gath & Chaves o en Albion House. Pero, ese sábado a la mañana no sería así.
            Mi tío Fermín, que tenía un Morris 10 modelo 1945, decidió llevarnos. Yo estaba de parabienes, ya que podía viajar con ellos aprovechando que desinfectaban la escuela.
            Había que acondicionar el auto. Para eso, entre el tío y el abuelo colocaron el portaequipajes ajustándolo sobre el techo del coche.
            Mientras tanto, yo ojeaba en el galponcito del fondo de la casa de los abuelos, las revistas y diarios que guardaba el tío. Todo un historial de la época: Tit-Bits, Pato Donald, Rico Tipo, Selecciones del R. D., Mecánica Popular, Mundo Infantil, Para Ti,  Noticias gráficas y qué sé yo qué más.
            Cuando estábamos listos para partir, un  personaje delgado, encorvado, parsimonioso, vistiendo un poncho sobre los hombros y gorra de vasco, se acercó al abuelo y le preguntó:
- ¿Viaja, don Santiago?
- Sí - le respondió secamente el viejo.
- Bueno, que le vaya lindo.
            Después el hombre continuó su camino.
            Mi abuelo dio media vuelta y enfiló hacia la casa.
- ¿Qué hacés, viejo? - le preguntó Fermín - ¡Vamos!
- ¿No viste quién se paró a hablarme?
- Sí. ¿Y, qué hay?
- ¿Cómo qué hay? El mufa. Fúlmine. ¡Yo, no viajo!
- Vamos, viejo; no me vas a decir que te creés esa  macana. Dále, apuráte...
            Costó mucho convencerlo al abuelo; pero al fin, entre la abuela y el tío lo hicieron.
            El camino a Capilla fue muy movido, ya que era de tierra. Había muchas huellas. De todos modos, llegamos bien.
            Se hicieron las compras, fuimos a almorzar lo que había preparado la abuela al riacho, atamos los bultos de lo comprado en el portaequipajes y, a eso de las tres de la tarde, emprendimos el regreso.
            El viaje de vuelta se sintió más pesado que el de ida. Estábamos cansados.
            Llegamos a Zárate dirigiéndonos derecho a la casa de los abuelos. Estiraba mis piernas cuando el abuelo, desde la vereda y mirando el portaequipajes, gritó:
-¡Pero, la gran puta! ¡Che,  Fermín...! ¡¿Qué  te dije del fúlmine de mierda?!
            Habíamos perdido los paquetes por el camino.

Historia Nº 9

Tiempo...
Tiempo medido. Tiempo despreocupado. Cosas, que marcaban cosas. Épocas, que marcaban épocas.
Épocas y cosas. El barrilete, las bolitas, las figuritas, el trompo, los picados y lo que se creara marcando un período distinto a lo demás. Todo cabía en un año.
Tiempo de papá . El del barrilete. Esa cosa que nos armaba para que comprendiéramos que él también fue niño. Cañas secas, cortadas finamente, hilo choricero, trapos para la cola, papel delgado, poco engrudo para que el medio mundo con flecos zumbadores no se empachara...
¡El barrilete! Eso que remontábamos, en las mañanas, antes de ir a la escuela. Que con mucho hilo comenzábamos en un punto del barrio. Yo, en la puerta de mi casa, con mi hermanita  sosteniéndolo mientras le gritaba:
- ¡Soltálo!
Y, entonces, comenzaba la corrida en contra del viento hasta que allá, a las dos o tres cuadras; subía, sino se enredaba en  los cables  de luz o teléfonos ésos que siempre molestaban... Pero al alzar vuelo, aflojando al colear, con una panza grande, lejos, alto, entre las nubes, se aquietaba... Lo hacíamos cabecear, recogiendo un poco de hilo y largándolo de golpe. Así, rato y rato, todo el barrio lo sostenía; mis hermanas, mis amigos y yo; mirando hacia arriba con alegría.        
Allá  alto, muy alto, estaba y quedó parte de un tiempo. Un tiempo heredado. El tiempo de papá.
Tiempo y duración son ideas francas. No pueden definirse mejor que por sus propias palabras. Memoria, conciencia lineal y ordenada de pensamientos y acontecimientos.
Tiempo vivido. Ese, que nos sitúa en un centro tosco de experiencias intelectuales, que encausa los datos inmediatos de la conciencia.
 Sentimientos confusos de las duraciones. Tiempo del envejecimiento del cuerpo. Un lapso diferente para la niñez. Para los adultos el tiempo corre, vuela más rápido, transformándose de vivido a biológico. De celular a sicológico. ¿No somos, acaso, un reloj de arena vestido sobre el alma y los sentimientos? El envase es deteriorable. Frágil. De sílice, como los granos de adentro que, diseminándose tal cual las semillas al viento, tienen historia. Pero el vidrio, el recipiente, si se astilla lastima, corta, mata...  Muere.
  Tiempo paralelo al del barrilete. Después de las horas de clase. El tiempo de mamá . Tardes otoñales en las que los momentos parecían pocos. ¡Pero éramos tantos!
  Mamá, las abuelas y nosotros cuatro. Un varón con tres de sus hermanas. La vieja casa Burdman y La Perfecta, dos tiendas que nos vendían, a crédito, todo lo que  se necesitara para el invierno. Género para vestidos, ropa de frisa y cama... Mamá  sabía.
  Mientras ellas compraban, elegían, decidían, discutían y les anotaban, nosotros desaparecíamos. Corriendo, para alargar el tiempo. Volando hacia los juegos de la Plaza Italia.
   ¡La Plaza Italia! Vestida de  árboles, bancos, pileta y juegos. Bañada con un aire diferente. Perfume de otoño con reminiscencia de hierbas. Césped fresco. Impisable. Escalera al vacío. Peldaños usados de asiento para fotos. El vacío de agua de la pileta. La pileta donde sólo podría ahogarse un tonto en las tardes de verano... Había que apurarse. Correr por dentro y saltar por fuera del estero vacío. Subir la barranquilla, aunque se enojara el placero. Calesita, hamaca, trapecio, subibaja, tobogán y girador.
   Vértigo infantil. Mareo de gritos. Impaciencia de parejas. Miradas de viejos. Bancos bañados de sol. Palos borrachos, pino, ligustro, jacarandá, álamo, plátano  y... Y  flores, muchas flores girando y girando a nuestro alrededor.
- ¡Nene, chicas! - el grito de mamá .
- ¡Ufa! ¡Un rato...! ¡Un ratito más! - gritábamos a la par.
Mamá, las abuelas y los paquetes ocupaban con resignación un banco. La charla se agotaba en la medida de que se consumían la tarde y nuestras fuerzas. Se terminaba el tiempo de Plaza Italia. El tiempo de mamá ... Pero, algo quedó girando en aquellas tardes que esperaban otras; cuando las bolitas, las figuritas, el trompo...
¡Sí!... Quedaban girando, implacables, las manecillas del reloj.

Historia Nº 10 

La tarea escolar en casa, en aquellas tardes de otoño, se hacía monótona. Junto a mis hermanas, en el mesón de la cocina, diariamente me disponía a estudiar. Debajo de esa mesa, donde desordenadamente se disponían los útiles, cuadernos y libros, dormía placenteramente un estimado, familiar personaje. Un sujeto de raza heterogénea. O mejor, de raza indefinida. Mi perro. Nuestra mascota: Cascote.
La reunión de mis hermanas con Cascote se iba convirtiendo en un descuido de la realidad y en una suerte de película de aventuras en mi interior. Las matemáticas, la historia, el castellano, la geografía y otros menesteres intelectuales dejaban de ser el centro de mi atención. Volaba lejos; o quizás no tanto: A las vacaciones... Los carnavales.         
 Cascote tenía mucho que ver con mis carnavales. Había que atarlo; porque no nos dejaba jugar con agua en aquellas tardes. Nos garroneaba. Él también quería intervenir no permitiéndonos correr con tranquilidad.
¡El juego con agua! Ese, que comenzaba con la exposición de fuentones y barriles al sol, para que el agua se entibiara. Ese, que continuaba a las dos de la tarde y terminaba alrededor de las cinco. Ese, en el que interveníamos los pibes, las pibas, papá, mamá  y los vecinos. Una guerra de agua con un conjunto de tarros, baldes, corridas, gritos y risas, bajo el ritmo intermitente de los ladridos de Cascote.
 A las cinco de la tarde había que disfrazarse. Lo hacíamos de mamarracho. Salíamos por los alrededores, jocosamente, afinando la voz, detrás de la inocente pantalla de un antifaz. En especial, yo dejaba de ser yo. Hasta me ponía en la cabeza la bolsa tejida que usábamos para los mandados. Esa, que Marta había hecho para la escuela y con la que se sacó un diez en manualidades. Así, evitaba que algún amargado grandulón me sacara el antifaz. Pero llegaba a su fin la ilusión. Cascote, se desataba, me buscaba por los alrededores y, al encontrarme, entre saltos y movidas de rabo, descubría quién era el que se había zambullido en esa mezcla de trapos y ropa vieja que hacía al disfraz de mamarracho... Nuevamente, volvía a ser yo.
  Las siete de la tarde de un día de carnaval. Mis hermanas se disfrazaban. ¡Cómo trabajaba mamá!  Marisa,  de  fantasía,  con  un conjunto armonioso de colores, género, gasa, lentejuelas, marabú y hermosas trenzas de lana. Susana de odalisca. Graciela de gallega. Y Estelita, que apenas caminaba, de chinita. Marta no quería disfrazarse más. Yo tampoco. Enfilábamos con papá y mamá al club Belgrano, al concurso de disfraces. Aunque nunca recibimos ningún premio... ¡Cuánto nos divertíamos!
  De vuelta, antes de las nueve, cenábamos y nos repartían cinco centavos a cada uno para comprar papel picado y serpentinas... Y, al imperdible corso. Una necesaria tradición.
   ¡El corso! Justa Lima. Despliegue de colores, máscaras, comparsas improvisadas, música, altoparlantes, papelitos y cuanto hubiera para el espíritu, la alegría y la comicidad. Un sin fin de todo y mucho más.
    Las once y media de la noche. Independencia y Justa Lima. Hora de desaparecer. Faltaba poco para que las doce, hora clave nocturna, abriera cancha libre a la batalla campal. "Mimo" contra "Tokio". Guerra de corridas, agua, risas, resbalones y calor. Nunca se llevó la victoria nadie; pero así terminaba el corso. Había que "volar" hasta los bailes. Nosotros, a Belgrano. Otros, al salón de Central Buenos Aires y el resto, a Independiente o Paraná.
¡El baile de carnaval! Otro despliegue  de alegría y color. Mezcla alterna de Jazz Club, City Jazz, Fredy... Saltos alegres y rítmicos entre polvareda,... los Berenguer, Novel... Las voces del tango, Flores, Peterson... Aroma trasnochado de carnaval. Así terminaba un día, al que no le faltaba mucho para volver a nacer...
- ¡Froilán! - la voz de mamá - ¡Hacé los deberes y dejá  de volar!
El sobresalto de Cascote y las risas de mis hermanas me volvían a la realidad.
Matemáticas, historia, castellano, geografía y otras cosas, que decían que eran útiles; pero aburridas, más.

Historia Nº 11

Mi primo. El que vivía en Villa Fox. El que me prestó el manual de tercer grado. El que tenía la casa lindera a la tienda del "rusito" Samuel.
Samuel y Luis, mi primo. Los que iban a aprender música, piano, a lo de Julita Gerez. Allá, por "Casa Llanos", donde vendían partituras y libros de teoría y solfeo, como decían ellos.
 Mi abuela, la de la Ituzaingó. A ella y a aquellos dos, les debo que me enviaran a aprender música. A mí, me mandaron a otro lado. Allá, por la Avellaneda, casi sobre General Paz. A la casa de unos gallegos que tenían dos hijos profesores. Uno Cacho y el otro Ñata. Jóvenes. Muy jóvenes. Yo fui alumno de ella: "la Ñata" Monzón.
  Primeros tiempos. Aburridos. De teoría y solfeo. Nunca llegaba el momento de sentarse frente a ese serio dentudo con encías negras. Había que aprender a escribir las notas en el Istonio; saber que la música es el arte de combinar los sonidos con el tiempo; que el sonido es el efecto producido por las vibraciones de un cuerpo sonoro; que las notas son siete y se escriben en un conjunto de cinco líneas y cuatro espacios llamado pentagrama... Que en el compás de cuatro por cuatro se solfea, por cada redonda, do - o - o - o; re - e - e - e.
    ¡Ay! ¡Mi abuela, el rusito, mi primo y esa modalidad del cincuenta!
    ¡Cuántas, pero cuántas cosas lindas quedaron latentes en aquella casa de la Avellaneda! Cajita de música. Las reuniones de los días 11 de setiembre, día del maestro y del cumpleaños de Ñata; la bronca que los varones le teníamos al novio Ismael y “las ganas de estudiar”, tocar y divertirnos, los fines de año, cuando teníamos que ir a rendir a Buenos Aires al Conservatorio Fracassi... Cosas de pibes, amalgamadas con ilusiones de grandes. Esperanzas vanas de poder llegar a ser como Mozart, Beethoven, Liszt o Tchaikowski. Esperanzas robadas al azar, de mi abuelo, quien veía en mí a un futuro Osmar Maderna. No fue así, pero gracias a la abuela, Luis y Samuel, sé tocar el piano como un pianista más de todos los que fuimos a aprender a ejecutarlo en esta querida ciudad; salvo respetadas excepciones, entre las que se encuentran, claro está, mi profesora y Cacho Monzón.
  La casa del rusito también tiene recuerdos. En especial el galpón. “El laboratorio”. El recinto donde, compinches, los cuatro, nosotros y el loro, mezclábamos polvos de clorato de potasio, azufre y carbón. ¡Inconsciencia de pibes!
   Aparte, Luis quemaba en tubos de aluminio cápsulas de medicamentos que le sustraía a la abuela, simplemente para hacer olores, por cierto horribles. Tan espantosos, que el loro se escapaba al techo del galponcito.
   El día llegó, por así decirlo. Teníamos preparada mucha pólvora casera. Llenamos con ella un tubo de aluminio, lo tapamos con yeso y le roscamos una tapa. Cuidadosamente lo depositamos detrás del galpón, en un ángulo entre una medianera y la pared del “laboratorio”. Nos retiramos. Samuel cargó la honda. Apuntó y...¡¡Zas!! ¡¡Explosión!!...
  ...Entre el humo y la polvareda caían lentamente las plumas del loro... ¡Pobre animal!
 ¡La rusa! ¡Ay! La mamá  del rusito llegó asustada. Más que asustada. También acudieron los vecinos y mis tíos.
- Froilán, Samuel, Luis. ¿Qué pasó? - preguntaron al salir del asombro.
¿Y, qué iba a pasar? Habíamos derrumbado las paredes, matado a un loro y nosotros... ¡Nosotros, nos salvamos por casualidad!
Cuando la confusión terminó, después de retos, llantos y una buena tunda, la rusa nos reunió en su tienda, en la misma cuadra del accidente. Entre muchas cosas dijo:
- ... ¡Qué barbaridad! Pobre animalito... ¿Te imaginás Samuel lo que hacen quienes ponen explosivos en un lugar...?
Con una palmada y un coscorrón nos mandó a jugar.
Nunca más volvimos a usar un galpón de laboratorio.

Historia Nº 12

Escuela. Guardapolvo blanco. Rígido por el almidón. Tanto, como la escarcha en las mañanas de invierno. 
Cartera de cuero. Portafolio colegial. Cuaderno de cien hojas para escribir con tinta. Manual del alumno bonaerense. Libro de lecturas. Caja de lápices de colores. Goma. A veces, nada de goma. Como en la vida. No se debía borrar. Había que tener cuidado. Mucho cuidado de como se hacían las cosas.
Cartuchera. Caja de madera con tapa corrediza en la que se guardaban los lápices, las plumas cucharitas, las góticas, el plumín y el portaplumas. Debíamos hacer distintos tipos de letra: la manuscrita con la tinta azul del tintero de porcelana insertado en el pupitre, que nos llenaba don Emilio, el portero, antes de que comenzara el turno. La de los títulos, la gótica, que hacíamos con la tinta china traída de nuestra casa, en la mano, para que no se nos volcara con los golpes que, de cartera a cartera, nos dábamos.
Cosas de escuela.  Cosas de recreos. Ta, te, ti, en las baldosas del patio. Firuletes de una época que pasaba, como no iba a pasar ninguna otra. Firuletes que ponían las maestras. Firuletes rojos que, al lado de una cuenta bien hecha o de la correcta resolución de un problema, siempre ponían contentos a mamá  y a papá . Firuletes colorados que decían: Regular, bien, muy bien o muy bien 10. Firuletes que eran independientes de un día nublado, de un día lluvioso o de un día de sol. Firuletes para las lágrimas, las risas y las sonrisas. Firuletes que más que el abrazo de niños eran un juego más... Un juego de amor. Un juego de paz. Firuletes que quedaron disueltos en el olor del café‚ del mate cocido o de la cascarilla con leche de las tardes de invierno... Firuletes regalados a papá, a mamá, a los abuelos... Al amigo imaginario.
¡El amigo imaginario! El compañero espadachín. Como en las películas de piratas. Aquel que cuando me enganchaba una toalla en el escote, como capa voladora, jamás descubría que Superhombre, el Superman de hoy, era yo. Aquel que después de escuchar a Tarzán, era mi amigo explorador. Aquel que hacía todo lo que yo quería. Aquel que nunca se enojaba sea cual fuese el personaje que le asignara. Aquel que un día se fue de mi vida sin despedirse ni saber por qué. Aquel que aún en mis horas de silencio y soledad espero que vuelva... Que tantas veces llamo. Como llamo a mis abuelos. Como llamo a tantos. A tantos que no sé adónde están.
Pero había otras cosas. Los martes. Los continuados para los pibes luego de la escuela, cuando el grupo del barrio después de la leche enfilaba al cine. Pasábamos primero por la Flor del Brasil. Ahí nos surtíamos de caramelos y de todo tipo de dulces. ¡Qué no le hacíamos a la muñeca japonesa que estaba en la entrada! Salíamos embebidos de olor a café, impregnados de olor a travesuras, revestidos de envoltorios de golosinas.
Dibujos animados. Series. Documentales que se cortaban. Prendidas y apagadas de luces. Zapateadas y chiflidos. Alegría. Diversión.
Los caramelos y el tiempo de continuado se terminaban. Había que volar del cine. El frío de la calle nos hacía correr. Nos convertíamos en Cisco Kid. Un Cisco Kid con horario de cena... Con madrugón de deberes... De charlas con el amigo imaginario...
Éramos una bandada. ¡Eso! Una bandada de pajarones. Inocentes pájaros de una década romántica. ¡Eso y tanto; pero tanto, nada más...!

 Historia Nº 13

Crecer. Tic tac del corazón. Ritmo nocturno. Noches de rezos. Esas en las que, después del Padre Nuestro, del Ave María y del Gloria, con inocente egoísmo le pedíamos a Dios que no se llevara a nadie. A nadie de los que amábamos. A ninguno de los que tantas veces velaron, por nuestros sueños, las fiebres de sarampión o varicela, las molestias de “rubiola” y anginas... A ninguno de los que nos enseñaron a rezar.
Épocas en que nadie, absolutamente nadie, debía envejecer. Ni siquiera el lechero, el verdulero, el carnicero,... Qué sé, yo. Ni el peluquero.
¡El peluquero! Juan. El Juancito del barrio, simpático, bueno y algo mentiroso. El bien informado de todo lo que sucedía en la ciudad. El hincha de Boca, infaltable condición.
¡La peluquería! Esa en la que nos hacían un corte escalonado, corto, raso al cuello, a lo Humphrey Bogart. Local de cuentos y picardías. Distinto en los días sábados, supongo, ya que en el espejo decía: NO SE CORTA A LOS NIÑOS LOS SÁBADOS.
El frente del local era gris, revocado liso; muy especial. Tanto, que lo usábamos para jugar a la tapadita.
En cierta medida, llegué a pensar que Juancito era excelente en matemática. Anotaba números en una libretita negra que escondía, en un tronco hueco de paraíso, en el jardín del frente de su casa, pegado al negocio.
Los viejos del barrio no siempre entraban al local a cortarse el pelo o a afeitarse. La mayoría de las veces iban a charlar o pasaban apurados y avisaban, con disimulo, desde la puerta:
- Che, Juancito, el 32 a la cabeza y a los diez.
Casi puedo afirmar que aquella peluquería fue un lugar más que especial. Era el punto de reunión de los varones del barrio.
Papá  decía que Juancito era un pícaro solterón. Vivía con su hermana, su cuñado y su sobrinita. Los domingos era común encontrarlo en Justa Lima haciendo facha en el Kiosco Ramoncito o, al lado, casi sobre la Mosca Blanca, charlando con el lustrabotas que le cepillaba los zapatos.
¡Los zapatos! Esos que debían durar todo el invierno mientras no creciera el pie y que nos compraban en la zapatería Grimoldi cuando empezaban los primeros fríos;  a los que les hacían poner chapitas en el taco y en la punta de la suela para que duraran más... Fantasías de Fred Astaire para caminar con síncopa. Con ritmo de Fox trot.
¡Zapatos! Pares artífices de muchas historias. Entre ellas la del lunes aquel en que, junto con Luis y Armando, dos amigos del barrio, acompañé a Juancito a La Sombra del Bajo, la sucursal de la Rivadavia.
Juancito, cuando no trabajaba, ayudaba a su hermana con los mandados.
El hermano mayor de Armando era comisionista. Viajaba diariamente a Buenos Aires. Un día lo llevó para que lo ayudara y fue esa vez cuando compró las bombitas de mal olor en una góndola de Retiro.
¡Las bombitas que llevamos a la verdulería aquel lunes! Mientras Juancito entre otras personas compraba, dejamos caer una. Yo la pisé‚ y... ¡Qué olor! Todos se miraron entre sí. Una empleada creyó que había una cebolla podrida entre los cajones de verdura... Evidentemente, no fue eso. El olor se hizo cada vez más denso. Nosotros, mientras tanto, nos aprestamos a "hacernos humo". Las personas comenzaron a mirar a Juancito, quien se ruborizó. La situación le hizo poner cara de culpable...
A las carcajadas desaparecimos. Contentos, satisfechos con la aventura, continuamos en otros negocios hasta que las bombitas se terminaron.                          
Al día siguiente, cuando fuimos a jugar a la tapadita, comprendimos que Juancito no tomó nada a bien la broma que le gastamos... Con la despeluzadora en la mano salió a la puerta del local gritándonos:
- ¡¡Guachos de mierda...!! ¡¡ Los voy a matar... !!
Una mezcla de Froilán, Luis, Armando, polvo, figuritas y ruidos de chapitas de acero desaparecía, otra que corriendo, para las afueras del barrio...
Nunca más se me ocurrió tirar, ni pisar una bombita de mal olor. Por lo menos, con el traste hinchado, así se lo prometí a papá.

Historia Nº 14
Lejos. Aunque nada, ni nadie, puede estar tan allá. Más alejado que el pensamiento o los recuerdos. Cosas que están adentro... Tan cerca de nosotros.
Pensar y recordar es parte del arte y quien lo hace gira en sí mismo, retrotrayendo la vida a la figura de su esencia. Un plano que separa los ángulos del pasado de los del futuro.
            Ventanales de vidrio transparente en habitaciones que dan al patio, al jardín, a la luz... La pieza oscura producía temor; aunque el alivio acudía a la mente porque la noche aún no llegaba.
            Miedo tonto, vacío. Como el que mi hermana, la más chica, le tenía a la radio porque desde ese aparato una voz grave, diariamente, se despedía diciendo: "Les habló el amigo invisible”...
            ¡La radio! Un artefacto obligado en cualquier lugar de la casa donde pudiera enchufárselo. Algo que se encendía tardando en calentarse. Un aparato que enlataba noticias y a Héctor Bates en los mediodía. ¡Mediodía nerviosos del León de Francia!  Momento en que papá sorbía como tónico diario un huevo crudo, al que le hacía dos orificios pequeños, cascándolo con una aguja de coser la ropa.
            ¡Huevos con dos agujeritos! Mis granadas de mano. Esos, que vacíos llenaba con arena seca. Arma predilecta para las guerras de barrio contra barrio. Combates de cascotazos, hondazos y huevazos. Peleas de gansos contra gansos. Broncas que se acumulaban en los picados. Momentos en los que no se debía pasar solo por el otro barrio. Ni siquiera para los mandados entrometidos de mamá. Siempre se debía caminar de a dos porque de adentro de cualquier casa en construcción, salía el enemigo. ¡Y, entonces, zas! Moría el León de Francia.
            Todo, pero todo, tenía coherencia. Hasta lo más estúpido era divertido. Incluso mantenía un orden. Tan ordenado como los manteles y las carpetas de mi casa.
            Carpetas de macramé debajo de los floreros del hall. Sillones de cuero donde  se sentaban únicamente las visitas, porque había que cuidarlos. Habitaciones con cortinas, colchas y almohadones de cretona monarca. Cortinones donde nos escondíamos para no saludar a quien no nos interesaba. Almohadones para las guerras entre hermanos y primos. Colchas que casi tocaban el suelo tapando, debajo de las camas, el arsenal dispuesto para las guerras callejeras porque el contraespionaje acechaba: Mamá, papá, las abuelas, el abuelo, mis hermanas y sus amigas y, hasta algunas primas alcahuetas.
            Pero aquellas guerras tenían treguas. Simpáticas treguas. Terrenos neutrales: En los partidos de Belgrano, porque éramos todos hinchas del mismo club; en el interior de algún circo que llegara a la ciudad, o en los parques de diversiones.
            ¡Los parques! Esos que se instalaban en la Félix Pagola, entre General Paz y Suipacha. El Parque Japonés, como le decían los viejos. Corridas, saltos y carcajadas en las calesitas, las hamacas voladoras, la vuelta al mundo, el tiro al blanco... Sortijas que nunca ganábamos. Broncas pasajeras contra el sortijero. Quizás la misma bronca que nos teníamos en las guerras de barrio contra barrio.
            Otro terreno neutral era La Maternidad de Lilia Montanari en la calle Roca, casi sobre Rómulo Noya, cuando nacía algún hermanito de un contrincante cuya mamá  era amiga de la nuestra. Hasta jugábamos a las bolitas, “denserio”, en el patio que había en su interior. Todo, mientras duraba la visita.
            ¡Qué época de poco odio! Época donde, tras el Begin y el Buggy-Buggy, insospechadamente se gestaba el Rock and Roll. Donde el Bolero despertaba sueños misteriosos y el tango contaba alguna desilusión. Época en la que, de una u otra manera, todos transitábamos las mismas calles esperando que bajara el sol... Porque debajo del techo de cada casa había un amigo invisible que nos asustaba... Porque éramos chicos... Nada más que eso... Pibes de aquella época. Época de anécdotas, ilusiones, sonrisas... Época mía... La de un Froilán que se fortalecía románticamente mientras que, como en todo tiempo, había otros lugares. Esos, en los que la yerba usada se secaba al sol.

Historia Nº 15 

Callar. Manera de regañarle a las reflexiones.
Reflexionar. Combinar lo que se observa con lo que se escucha.
Dudar. Guardar los pensamientos.
            Vivir. Aprender a hablar después de callar, reflexionar y dudar.
            Incertidumbres. Pequeñeces que se arraigan. Que se llevan desde la niñez. Conflicto con lo desconocido. Tristezas que se avecinan a las reprimendas.
            Retos, regaños y celos, que nos recluían en un rincón. Que nos hacían maquinar una historia. Una novela. Novelón profundo que aceleraba el brote de las lágrimas y los sollozos.
            Reprimendas justas o injustas. Tristezas que hacían imaginar cosas... Que me escaparía. Que los años pasarían. Que viviría miserablemente. Que algún día volvería tocando a la puerta de mi casa y mamá  no me reconocería. Que...
            ¡Bah! El momento pasaba y la penitencia se diluía en la sopa de la cena. La incomprensión se disolvía en el sueño reparador del imaginario recorrido por tantos caminos desconocidos. Una cama acojinada no sólo por sábanas y frazadas. Más bien, abrigada por el dulce beso del hasta mañana. Beso que, en la frente, nos daba mamá.
            Mamá. La que nunca dejó de ser germen en la familia. Esa familia que siempre estaría unida. Indestructible, como decían los abuelos. Quizás porque, cuando reina el amor, los errores son simplemente eso, desatinos... Y las ofensas, apenas cosas del momento. El levantarse una mañana pisando con el pie equivocado sólo hace una renguera pasajera pues, al otro día, tras pasar la noche tormentosa, vuelve a brillar el sol...
            Mis pensamientos de pibe, en aquel entonces, giraban sobre por qué Marta le había dado el sí a ese infeliz de Horacio. A mi juicio él desestructuraba la familia, siendo causa de retos y celos...
            Venía todas las tardes a tomar el café con leche a casa.
            ¡A comerse mis masitas!
            Y, como si todo fuera poco, por cada cosa que yo hacía o decía, Marta replicaba:
- Nene ¡¿por qué no te dejás de jorobar?! Ya se te pasó la edad de hacerte el monito. ¿No te parece?
            Y yo...
            Yo, acumulaba bronca y...
            Al tiempo me enteré de que los padres de Horacio tenían un Kiosco. ¡Vaya! Entonces, entre caramelos, bolitas, figuritas, trompos, turrones y chocolatines, comenzó un receloso acercamiento. Pero duró poco. Porque un día...
            ¡Un día...!
            En la penumbra del cine Coliseo, los vi. Él. La besó en la mitad de la película cuando era más interesante... ¡Ni siquiera la miraban!... Poco faltó para que hiciera prender las luces. Me contuvieron mis amigos.
            Todo se presentaba como una antítesis premeditada por el destino. Él era del centro y, nosotros... ¡Nosotros de Villa Massoni! Él estudiaba, como Marta, en el Nacional. Los pibes más grandes de mi barrio iban al Industrial. Él, mi barrio, mis amigos y yo, nos cortábamos como el agua, la arena y el aceite.
            El tiempo pasaba y las cosas se ponían cada vez más gordas. Más espesas. Mamá  se había convertido en una máquina mezcladora de reconciliaciones y retos hasta que, un domingo, tío Fermín me invitó a pescar.
            ¡Pescar!
            ¡Ir a pescar con tío Fermín era lo que más me gustaba! Lo hacíamos allá, pegado al atracadero del Ferry, lindando al Frigorífico, donde las líneas no se enganchaban.
            Sacar bagres y mojarras. Sacudidas de caña por cada hundida de corcho.
            Lombrices y bichos blancos, en un tarro de conserva con tierra. Campanilleo avisador de tirada en la línea de fondo.
            Un cuadro de quebracho con murmullo de marejada. Durmientes, rieles y vagones amodorrados por la tibieza del sol. Amarillo, isleño frío de invierno. Aroma de mediodía. Chorizos asados al carbón. Pescados y más pescados, mentirosa suerte de pescadores...
            Luego, la noche.
            Noche de banquete en la casa de los abuelos. Olor a fritura que invadía el apetitoso ambiente nocturno...
            Pero, en especial, ese domingo, la pesca fue diferente. Tío Fermín habló de otras cosas. Cosas de hombres, dijo. Cosas que algún día,... Un mañana, no muy lejano, serían hermosas.
Conversó del amor entre el hombre y la mujer... Como el que se tuvieron y se tienen mamá  y papá . Como el que se tendrían él y su novia, cuando la encontrara. De la necesidad de enamorarse del amor... Algo, que ese día me sucedió.
          Marta y Horacio continuaron su vida de ilusión. No los molesté más. Me despreocupé. Hasta las visitas del muchacho resultaban normales y amistosas. Total algún día, como dijo tío Fermín, también lo haría yo.
          Retrocedí en el tiempo. Eso, que pasaba inocentemente implacable. Entonces me pregunté si vendría Carolina, por fin, el próximo verano.  Parecía que escribirnos, realmente era poco. Ya habían  pasado casi tres años de aquella despedida en la vereda del caserón de los De la Torre y,...

Intermezzo

Jugar con las llamas. Aprender a no quemarse. Experiencias. Antifaz de los errores. Desencuentros. Bultos pesados arrojados lejos por temor. Con desconfianza de que alguien los encuentre y nos lo tiren en contra. Pero...
Hay un hito de belleza. De misterio. Inolvidable. Capaz de revelarlo todo.
Rocío. Lágrimas de luna robadas a una estrella. Coalición del hombre con la Creación. Robarle una rosa al rosal. Moverle los  átomos al universo. Desordenarle el cosmos a Dios.
Vacaciones de invierno. Casamientos de otra época. De película. Final de una historia de amor. Feliz. Que daba comienzo a otra. Así se presentaba el matrimonio de una prima.
Allá, en el campo.
Todo un mito. Recibir la invitación y una carta. Aceptación y alegría que terminaría en un viaje. Pensar en el regalo. Recorrer y escoger en el Bazar Zárate, Los Mil Regalos, en fin...  Negocios, puestos en plena calle céntrica, para las indecisiones, las propuestas, las discusiones, los aciertos...
El día del viaje se hizo rogar pero llegó.
Papá pidió permiso en su trabajo, aprovechando que la fábrica repararía alguna de sus máquinas.
Viajamos con los abuelos en el colectivo a Luján que salía de la plazoleta Municipal. Para mí comenzaba una aventura, aunque la primera etapa de ese viaje ya la conocía. El trajín del camino de tierra; la parada de diez minutos en Capilla, para estirar las piernas, frente a la estación del ferrocarril. Después de otro tramo terroso, llegó el asfalto desde donde se divisaban las torres de la Basílica.
Más tarde, las arcadas, corredizos y santerías indicaban el fin del viaje. Hubo que hacer tiempo porque el asunto no terminaba en Luján. Compramos velones. Gordas velas amarillas. Algo, pensado de antemano, para la Virgen.  Después hicimos un recorrido por el interior de la Basílica.
Encendimos las velas, rezamos, rogamos y le agradecimos a Dios por todos y cada uno de nosotros.
Al salir, el sol nos encegueció.
La hora de abordar el otro colectivo se aproximaba. La abuela sacó el mate y los buñuelos. Saciamos el apetito. De a uno fuimos al baño, mientras el resto cuidaba los bultos y,...
El tiempo terminó.
Ya, en marcha con el colectivo que nos llevó a Mercedes pasamos frente a un gran escudo armado, en un parque, sobre una subida con césped. Después cruzamos un largo puente de arcos desembocando, por fin, en la ruta principal. Ese tramo fue corto. Somnoliento.
La segunda barrera de la entrada a la vieja ciudad de los Tribunales marcaba el fin del trayecto.
Otra espera y mateada con el agua ya medio fría, porque el alcohol del calentador se había terminado. Nos reímos y divertimos despreocupadamente.
Habíamos salido de Zárate a las siete de la mañana y ya eran pasadas las tres de la tarde. El tren que nos llevaba a destino no llegaría hasta después de las cinco.
Entre vueltas, una que otra Bidú Cola y cafés‚ el tren llegó.
Rivas, el pueblito adonde íbamos, estaba cerca de Mercedes. El ultimo trecho apenas duró media hora. Ya casi había bajado el sol.
Llegamos y, entre abrazos y lágrimas de encuentros en una mezcla de tíos y primos, nos despreocupamos de la vibración demoledora del convoy al alejarse de la estación.
Cuando todo quedó calmo, cada uno ayudó a colocar un bulto en el sulky. El viaje hasta la estancia de los tíos se hizo en dos veces. Yo fui en el primero.
Un fondo campesino, rojo ocaso, contrastaba con el blanco cepillado de la Morocha, una yegua que iba y venía de su estancia a ese poblado de leyenda, arrastrando aquella singular cosa de capota negra con dos ruedas...
¡Qué hermoso lugar!
En los postes de las alambradas las lechuzas se adormecían. Y, planeando tras la moribunda luz del sol, los chimangos intentaban fundir el horizonte con el negro devenir de la noche.
Al otro día sería el casamiento y yo,...
Jirón de historia entre torcazas, benteveos, ratoneras, urracas, gorriones, horneros, tordos, mugidos, parvas y trigal; desde un centro de magnolias, libustrinas, palmas, palmeras, eucaliptos y jazmines,...
¡Ay! ¡Cuánto para volver a ver! ¡Cuánto para recordar!
Preciosa. Perfumada. En el centro del monte estaba la casa. Con el frente y la parte trasera similares. Su salón enorme, con las habitaciones laterales de ventanales con rejas, era sombreado con naranjos y mandarinos por un lado y con pomelos y limoneros por el otro.
Arriba, en el frente del caserón, casi tocando la viga del techo, estaba escrito con letra artesanal: ESTANCIA LA RAQUEL y, debajo, MDCCCXC.        
La larga avenida al casco estaba rodeada de campo y adormecida al pie de viejos y desnudos eucaliptos.
Desde la tranquera de entrada a la estancia, la casa no se veía. Pero el cuadro era penumbrosamente quijotesco. Al fondo, por sobre los  árboles, emergía una delgada estructura. Un esqueleto metálico, con cabeza de aspas girando perezosamente al compás del viento traía, a su pulmón, el agua fresca desde la profundidad del suelo.
Un olor característico venía del campo. Mezcla de aroma a tambo y alfalfa. Olor que parecía escapar del ruidoso choque de los tarros de leche.
Cuando bajé del sulky tenía frío. Estaba cansado. Mi tío regresó rápido a la estación a buscar al resto de la familia. Nosotros entramos al caserón. Estaba oscuro.
En la cocina, a la derecha del salón, se veía rojizo. Rojo de brasas de leños. Estaba caldeado.
No había electricidad. La luz se hizo al encenderse un farol de querosén.
El tiempo pasaba. Entre sombras recorrí la casa. Era algo distinto. Tenía sabor a aventura. Sonidos diferentes. Silencios prolongados. Hasta percibía el chapaleo de unos pescaditos de colores, en el centro del salón.
Todo se iba grabando en mi mente, mientras pensaba: "La prima que se casa se llama como la estancia”. El cansancio hacía que eso me resultara raro. De todos modos, continué: "Debe ser porque esta casa es, como una catedral. Está  hecha para siempre. Como el casamiento...”
Después de todo era una respuesta acertada. Porque me educaron así. Me enseñaban de esa manera.
Papá  decía que las cosas no debían hacerse con la idea de descartarlas. Las cáscaras de banana y huevo se arrojaban para que sirvieran. Enriquecían la tierra sembrada. Sólo una sociedad enferma hace cosas para que duren poco. Todo debe hacerse a semejanza de los recuerdos, que no se desgastan nunca...
Afuera, cuando llegó el resto, aunque hacía frío, se encendió leña. Mucha madera.
Se hizo un asado, bajo muchos soles de noche. Batatas, morrones disecados y cebollas cocinadas a las cenizas. Salsa de tomate y ají en frascos de vidrio recién desenterrados. Fiambres y vino casero.
La mesa era larga. Muy larga.
Apoyé la cabeza en las faldas de mi abuela y a pesar del bochinche se me cerraron los ojos. Vencido por el cansancio me dormí con imágenes de Zárate merodeando en mi alma, dentro de un marco de familia y campo. Algo que jamás dejó de vibrar en mi corazón.
Al otro día me despertó el alboroto de los pájaros y el mugir del ganado. No recordaba cómo había llegado a la cama.
Era el día del casamiento. Las voces indicaban que todo había comenzado.
Me levanté y llegué a la cocina guiándome por los sonidos. Ruidos mezclados con conversaciones. Aroma de mate. Perfume de café.
Pensar. Arte. Expresiones de la vida. Distintas. Porque hay mundos diferentes. Uno de ellos simplemente existe sin que se hable demasiado de él. Apenas se lo tiene en cuenta a pesar de que se lo ve, se lo palpa, se lo siente. Es el mundo real. Los otros necesitan de la vida misma y, es indispensable hablar de ellos porque de otra manera no se advierten. Paralelos entre sí son, la música, la pintura, la poesía, la escultura,... Los mundos del arte.
Vivir es un arte...
El arte de vivir permite hacer ese tipo de historia que se logra a través de todos los hombres, sin excepción, y de la que muy pocos escriben pues, siendo compacta es a veces precisa y otras injusta...
Si cada hombre escribiese la historia, como sólo él la comprende, ella no existiría. Se crearían mundos con caminos oblicuos. Cesaría el paralelismo. Se cruzarían tantos intereses como seres hubiera en el mundo. Moriría el arte. Sólo quedaría el mundo real. El material. No habría nada de que hablar. Nada para crear. Acudiría el ocaso de la imaginación. Se terminaría la vida, se destruiría la fe, se evaporaría el alma, desaparecería Dios.
Tío Fermín llegó justo para el casamiento en el civil, que se hizo en una vieja oficina del poblado a pocos metros de una invernal plaza.
La fiesta sería a la noche. En la estancia. Decían que hasta habría dos orquestas. Una típica y otra de Jazz. Los músicos llegarían con el servicio de lunch. Desde Mercedes.
Cuando una lluvia de arroz daba por culminada la ceremonia en el civil, el cielo se tornaba plomizo.
El casamiento, no sólo era de la familia. Pertenecía a todo el pueblo. Los pobladores eran parte de todo. Así se vivía ahí.
Al descerrajarse la tormenta el camino desde Mercedes se pondría imposible de transitar. Era de tierra, con huellas profundas. El servicio contratado no llegaría. Una honda preocupación ensombreció la fiesta
Había que solucionar el problema.
Cuando los truenos se hicieron escuchar y los goterones comenzaron a caer, la maquinaria humana de todo aquel pueblo comenzó a ponerse en marcha. Harina, carne, leche, azúcar, huevos, legumbres... El servicio de lunch sería casero.
¿Y la orquesta? También casera, de emergencia...
Entonces, que el diluvio empezara. ¿Qué importancia tendría?
Llegué, en cierto momento, a pensar que todo se vivía como en la novela de los tres mosqueteros. "Todos para uno y uno para todos”.
Volvimos a la casa en sulky y carros, bajo la lluvia. Fue divertido. Más que eso. Una aventura como la que nunca volvería a vivir. La fiesta podía empezar, cuando quisiera, aunque lo único que comenzó fue el encendido de los hornos de barro, el afeitado de los lechones, el desplume de las gallinas y de los pollos...
Una mezcla de aroma de adobe en el ir y venir de los carros, bajo una síncopa melodiosa de lluvia y silbidos de viento.
Así como la levadura inflaba el pan y las masas, el día iba pasando. La tormenta no menguaba. Mamá, papá, tío Fermín, la abuela, el abuelo y yo, no paramos de trabajar. Contentos. Todos estábamos felices. Mis hermanas ordenaban las vajillas, armaban las servilletas y lustraban los cubiertos.
Esa noche de fiesta estaría más que adobada. Condimentada. Tendría sabor a amistad. A desinterés. A gente de campo y de ciudad. Suerte de una década, en la que los hombres aún no habían contraído la enfermedad del no me importa, ni la fiebre de la especulación. Ese día de alegría, como todo en la vida, tendría un mañana. Un despertar en el que, en algunas mesas quizás, sólo habrán quedado apenas una carga de yerba y un pedazo de pan.                           
Llegó la noche y el cura casó a los novios en el viejo caserón iluminado por infinidad de faroles a querosén. La estufa de leños, en el centro de la casa, caldeaba el ambiente.
La fiesta fue hermosa. Graciosamente lluviosa afuera y cadenciosamente alegre adentro.
Se comió. Se bebió y se bailó, hasta debajo de la lluvia.
Un baile, con una orquesta impagable. Guitarra, acordeón a piano, flauta y violín. Ejecutaron e improvisaron por demás. Hasta payaron gallegos y tanos. La borrachera de un inglés le subió, graciosamente, el telón al espectáculo. Pasos dobles bailados como tarantelas y tarantelas corridas como pasos dobles.
Hasta hubo un cantor de tangos. Cantó tanto que, para disimular la ronquera, terminó la actuación, tras un aplauso, tarareando la marcha nupcial...
A las tres de la mañana, el baile se interrumpió.
Se iban los novios...
Había que acompañarlos hasta la estación.
Una caravana de sulkys y carros chapoteando barro, en el corazón de un pueblito, marcharon a esperar el tren.                       
El jefe de la estación solicitó que aminorara la marcha a un carguero con destino a Buenos Aires. En Rivas, sólo paraba un convoy al día.
Al rato, el tren llegó bajando la marcha. La pareja saltó, montándose a un vagón... Tiradas de besos y valijas con corridas a la par, pusieron un pintoresco fin a la ceremonia.
Para nosotros aquello terminaba, mientras que algo empezaba en un frío vagón de carga que cada vez se alejaba más...
Al otro día volveríamos a Zárate. Mamá, papá, los abuelos, el tío, mis hermanas, un pedazo de tiempo disuelto en un espacio, y yo,...

Historia Nº 16
  

          Perfección...
       Seres perfectos que no existen. Porque serían marginados. Para ser amado, se necesita ser imperfecto.
         El negocio de vivir tiene idénticos créditos para todos. A la vera del arroyo de la vida van asidos de la mano el bien con el mal y la culpa con la ingenuidad. Se camina por orillas, barrancos y cañones diferentes, con precipicios tan profundos como fríos y misteriosos...
         Buenas y malas acciones al alcance de las manos. Las buenas simplemente son las esperanzas que el hombre pone en cada hombre. Las otras son las actitudes solapadas.
       Actitudes. Las que se cometen y las que nadie puede cometer. Acciones que sembrando sospechas hacen que los hombres caigan sobre los hombres. Postura de los soberbios, de los que creen ser perfectos, de los que piensan haber logrado el plano de la omnipotencia caminando en un espacio que no les corresponde, en la dimensión que sólo le pertenece a Dios.
          Los años pasaban con el fluir de la vida a pesar de perder algunos seres amados y los padres de la infancia. Casi empezaba a creer que, en algunas cosas, superaba a papá . Aquél que dejaba de ser mi ídolo. Al que le descubría infinidad de errores. Al que algunas veces hasta tenía que "aguantar".                          
        Era crecer subiendo con zancos, por una increíble torre de Babel que me confundía en los propios pensamientos.
         ¡Cambios! Sí, simplemente eso.
       Un cuerpo diferente que no cabía en el que antes tenía. Reacciones atropelladas. Torpezas y tropezones.
         Una manera de pensar hasta medio rara. Que me avergonzaba. Que no me permitía escalar los palos enjabonados de don Mancuso porque los juguetes que tenían oscilando al viento ya no me pertenecían, al igual que la quema del muñeco que irradiaba colores y alegrías en el día de San Pedro y San Pablo.
          Faltaban cosas, tales como las corridas en bicicleta para alcanzar al alto matorral de tréboles entre el barrio Smithfield y el Copiapó... Ese acolchado verde donde nos tirábamos de cara al sol a forjar inverosímiles aventuras para un mañana distinto. Desde el que, llegando noche y antes de emprender el regreso, mirábamos cómo en Campana la llama de la vieja Nativa iba aumentando el brillo del horizonte real.
        Sí. Realmente faltaba algo... Estaba metido en un Froilán distinto, pero seguía siendo yo.
      A la par de todo se formaba un embudo, cuyo vástago desembocaría en la secundaria. En el Industrial. Para ser exacto, allá por donde nacía la vieja y olvidada calle Mazzini. Casi pegado a la arenera, amalgamado al puerto.
       Llegar a ser técnico. Ser más que papá . Hacer que en mi mañana las cosas  costaran menos.  Por lo pronto, menos de lo que le costaban al viejo... ¡Pobre! Así pensaba él.
          Tuve que prepararme para el examen de ingreso. Matemáticas y Castellano. Mamá  me mandó a preparar con un maestro que en aquel entonces hacía un profesorado. Lo esperaba cada tarde para recibir las lecciones. Llegaba con traje de conscripto. Le llamaban Mingo.
        ¡Cuántas cosas repasé y cuántas aprendí de julio a diciembre! Mientras resolvía problemas y conjugaba verbos, Mingo, imitando el sonido del paso del tren soplando dentro del estuche de su lapicera a fuente, entretenía a su sobrinito que de contínuo interrumpía.
          Un diez de diciembre fui a rendir al Industrial.
      A la mañana matemáticas y a la tarde castellano. Cuántos nervios pasé. Aún  recuerdo los temas que rendí. Sabía. Estaba bien preparado. Había estudiado mucho.
A los tres días fui a buscar el resultado. Había ingresado. En cierta medida, logré lo propuesto... No defraudar a nadie... No defraudarme...
        Había crecido, tristemente, casi sobre los hombros de quien me ajustara las clavijas. Todo para superarlo a él, quien se llenó de orgullo... A papá.
El perfume de los años de la infancia se disipaba en el aire. Los amigos de la niñez irían cambiando. Intereses diferentes se iban alojando en un corazón que latía más fuerte. Tenía más miedo de caerme,... Aunque mis pies calzaban zapatos cada vez más grandes.  

 Historia Nº 17

Arte. Eso que, revelado en plenitud, oculta al artista. Justificación de un medio para lograr el fin. De una obra. Grande o pequeña. Extensa o corta. Moral o inmoral. Bien o mal hecha. Así de simple.
Pensar. Crear. Instrumentos del arte.
El hombre. Una obra en sí. Mediocremente perfecto. Lleva oculto en él a sus artesanos... Se pertenece. Figura y alma. Pequeño o grande. Bueno o malo. Moralmente sano o inmoral. Que crece, o no, en su medio. Física, intelectual y espontáneamente. Él es. Nada más, ni nada menos que eso.
Existen libros escritos en papel de descarte. Pueden estar grabados en oro y decir exactamente lo mismo. El error se encuentra en guardar lo lujosamente vacío y tirar lo vulgarmente fabuloso. Así se pierden grandes obras. Muere el orden de la Creación. Se castra al arte.
Con Descartes, aún nos enriquecemos... Pero él es polvo. Las obras deben valorarse en vida de los hombres porque cuando acecha la muerte, aunque el arte no fallezca, desaparece el ser, el artista. Su calor se disipa en el espacio. Se congela el medio. El ambiente. Entonces...
 ...Quizás apenas queden soberbios escritos. Magistrales ideas. Grandiosos libros... Apenas, una comunión con el suelo. Con la profundidad de la tierra.
Aquellos años eran distintos. Corrían con cierto ritmo. Con cautela. Con discreción. Como las brazadas de Candioti en el Paraná.
Con el ingreso a la secundaria cambiarían muchos aspectos de mi vida. Por ejemplo, fortuitamente, ese verano no vería pasar al nadador. Ese año conocería el mar.
Papá había conseguido una semana de estadía en Mar del Plata, en el hotel del Gremio Fideero.
Fue algo hermoso. Substancioso.
Cuando llegamos y vi por primera vez el mar, la mañana recién despertaba. En el horizonte, el aliento del rojo bostezo del sol hacía sombras móviles sobre la superficie del agua. Eran ondulados fantasmas, que se movían y desparramaban sus blancas sábanas para morir en la amarillez de la arena.
En ese momento pensé en los artistas... En Don Eduardo Buscaglia. Me corrió un escalofrío intenso. Me impresionaba el orden, la armonía y el amor puesto en el colorido de las formas volcadas en sus obras. Aquello que tenía ante mí, hermoso, majestuoso, extenso, alguna vez lo había visto en un cuadro. No recordaba en cual, pero estaba en Zárate. Lejos del mar...
No fue solamente el océano lo que llamó mi atención. Había otras cosas que compartíamos todos. Caminar por el centro de esa fabulosa ciudad. Sus noches. Enfrentar un frío diferente, veraniego. Los almuerzos en el hotel. El desayuno. La playa. El perfume de los bronceadores penetrando en tiernas siluetas acostadas al sol, despertando cosas e ideas distintas dentro de mí. Pasarlo tan bien, con mucha alegría. Tantos sentimientos diferentes no me permitían querer regresar a mi ciudad.
Pero volví y...
También había, por fin, vuelto Carolina. Me resultaba rara. Hasta intenté escaparme de su presencia... No quería pensar.
Papá  cambió. Tanto. Protestaba por todos mis gustos. Mamá  sufría. Él escuchaba a D'agostino-Vargas y no comprendía que a mis hermanas y a mí, nos enloqueciera Bill Halley.
El torbellino de la vida iba desencadenando dos universos. Por un lado, el de papá  y mamá  que no aceptaban que creciera. Por otro, el mío, cargado de rebeldía. Inmadureces... Habíamos empezado a amarnos de manera diferente. Un amor intolerable. Como el de todo joven con sus padres.
Incluso, ya no iba tan seguido a la casa de los abuelos. Quería aprender a ser el artífice de mi propia vida. Estaba ocultando en mí la obra de los demás. Quizás, buscando eso que no encontré nunca: el principio y el fin de la verdad. 

Historia Nº 18
 
Personalidad. Algo misterioso. Que nace de la profundidad del alma. Que a cuentagotas hace que nos estimen. Aunque, no siempre nos sentimos realizados por lo que hacemos. Nos perdemos en un horizonte de cosas. Un arco iris en blanco y negro. Confuso.
Una gran disyuntiva. ¿Por qué guardarle tanto respeto a las leyes? Ellas, ¿son hechas realmente para el hombre común? Los hombres, ¿son partícipes de esas leyes? ¿No será todo una mera necesidad inventada en cada época?
¡Guardar respeto a las leyes, careciendo del respeto merecido por otros hombres! Porque hay muchos de esos que, quebrantando el orden, son considerados grandes personas. Temerariamente, seres humanos de primera.
La sociedad rotula injustamente. Hay gente considerada mala, sin haberlo sido jamás. La conciencia crece, tanto como lo hacen las flores, viviendo en plena disputa con el ser. Ella incrementa la sabiduría. Hasta nos llega a hacer sentir desposeídos. Pero por ella tenemos todo. Nada más ni nada menos que todo lo que somos. Esa es la ley. La única ley de la vida. Todo lo otro son palabras fríamente escritas en un hediondo papel sin conciencia.
 Aún resuenan en mis oídos los gritos de disgusto de mi abuelo el día que le dije que quería ser Boy Scout. Para él ese grupo, representaba un conjunto de pibes que se llevaban de la mano para que un día fueran milicos. Él opinaba que, así como el mate y la guitarra hicieron que el gaucho entrara en un callejón cultural sin salida, los aves negras, los tenedores de libros y los milicos, iban a arruinar en algún momento al país. No sé hasta que punto estaba acertado porque no soy político aunque, en fin... ¡Vaya a saber Dios qué observaría él, en aquellos tiempos, para pensar así! La cuestión es que no fui Boy Scout. Le hice caso.
La antesala de la secundaria se llevaría una parte de lo mejor de mi vida. Nuevamente se desgarrarían los sueños de la eternidad de una familia.
Nos preocupaba que el abuelo se hubiera enfermado. Bien no sabíamos lo que le pasaba. Lo internaron en el Sanatorio Belgrano. Estuvo muchos días y no mejoraba. Decidieron mandarlo a la Capital Federal a un instituto de diagnósticos.
Papá  consiguió la ambulancia. Lo cargaron y se lo llevaron.
¡Lo amaba con todas mis fuerzas!
Al partir le di un beso, como el que nunca antes le había dado. Me acarició la cabeza y susurró:
- Quedáte tranquilo Froilán, que enseguida vuelvo y nos vamos otra vez al campo. Portáte bien. No hagas renegar.
Tuve ganas de llorar. Pero, me aguanté.
Llegó a la clínica porteña y faltó una firma para poder ingresarlo. Mientras dieron vueltas y vueltas, buscando un responsable que firmara, se descompuso seriamente.
Murió en la puerta de aquel instituto bajo las frías chapas de la ambulancia... Esperando un jerarquizado garabato dibujado en un mísero papel. Claro, cosas reglamentarias, de la ley... De conciencia.
¡Ay, abuelo! Nunca más volví a aquel campo allá en Rivas. Pero, muchas veces con tío Fermín fui a pescar. Para que me contara cosas de la vida. Para que me hablara de vos.
Hasta Cascote estaba viejo. No quería salir de su misterioso sueño. Dormía su ceguera de vida esperando caricias y rodeaba con su cuerpo el fresco pie del aljibe en desuso. En casa, ya teníamos agua corriente. Pero, iban faltando cosas. Esas que aún hoy siguen faltando...
- ¡Baldosas, Froilán! - resonó un día de marzo a las siete y media de la mañana la voz del director de la Escuela, allá cerca del puerto.
Aquel fresco cuadro mañanero se comenzaba a pintar. Era algo distinto, que principiaba. Que, a pesar de ser nuevo, tenía alma de viejo.
Merodeaba el alma y las esperanzas de mi abuelo. Él era el artista, el que pincelaba la tela... Porque, después de todo, fue y seguirá  siendo mi primer y último profesor de una materia inaprobable. Una asignatura pendiente... No hagas renegar.

Historia Nº 19

Cómo se llamaba?
Ah, sí. Al colectivo que unía cada media hora, Campana con Zárate le decíamos “El Paraná”.
Cocteleras con cuatro ruedas de la década del cincuenta.
Esa tarde volvía de Campana . Había viajado a llevarle a mamá unos guantes tejidos al crochet a una señora. El  pasillo del colectivo estaba repleto. Viajaba apretado.
En la primera parada bajaron muchos pero subieron más. Al rato tuve suerte. El largo asiento trasero se desocupó del lado de la ventanilla y pude sentarme.
Debía bajar en Villa Fox para encontrarme con mi primo.
Debajo de mi traste, con el traqueteo, sentí que había algo. Crujía. A duras penas pude sacarlo ya que estaba más que apretado.
Era una carta, sin sobre, dirigida a un tal Juan. Pregunté si pertenecía a alguien de los que me rodeaban. Con pocas ganas me contestaron que no.
En fin, no sé si hice bien, pero para matar el tiempo del viaje la leí. Decía:
“El  Hogar, 15 de abril de 1955
Estimado Juan:
Hace ya dos años de que estoy recluido en este prolijo y floreciente Instituto, donde las caléndulas se abren de noche y las estrellas titilan de día.
Todavía no entiendo cómo pude descuidarme tanto. Mis hijas me encerraron aquí... ¿Es raro que los chicos engañen a un viejo?
Entre el fajo de ropa ajada y amarilla encontré‚ casualmente, un atado de cartas. Tan viejas como el revoque de la tranquila casa adonde vivía. Aún tienen algo del polvo de entonces.           
Nueve. Sí, nueve cartas en total. Tres de Mario, tres de Néstor, dos de Alberto y una tuya.
Hace treinta y cinco años que te escribo y sólo contestaste a la primera. Sin embargo te sigo escribiendo. Porque sé que no me vas a contestar... ¿No es la mejor manera de aceptar que nadie te haga reproches por escrito? De esa forma se puede morir tranquilo. Pensando que hiciste lo mejor.
Aceptálo así y justificáte: Recopilar muchas cartas termina siendo una mero modo de crear un archivo que, a la larga, repite siempre las mismas alegrías, las mismas tristezas, los mismos cambios y los mismos conformismos
¿Te acordás de aquella gitana que nos dijo que me casaría un martes? Mirá  como son las cosas, terminé casándome un viernes y enviudando un martes. También predijo que tendría dos hijos varones y tuve siete mujeres. Que con mis hijos sería un compañero inseparable hasta el día de mi muerte. Que no me abandonarían nunca... ¿Y a vos? ¡Ah, sí! A vos te pronosticó una larga vida y una fluida amistad conmigo. Que no nos separaríamos hasta que muriéramos. Los dos a la misma edad.
Podrás apreciar que continúo escribiéndote‚ como hace treinta y cinco años, aunque sólo me hayas contestado una carta, con la única diferencia de que ahora, en lugar de enviarlas por el correo, las arrojo por la ventana de mi habitación.  Sí, desde este instituto que se llama “El Hogar”... Quizás algún día pases por allá abajo. ¿Quién sabe, no?
De todos modos te voy a confiar algo: ¡Tengo miedo! No me contestes, por favor. Eso me hará feliz...”
Entonces el colectivero gritó:
- ¡Eucalitu!
- Un momento, por favor - respondí, escapando a la lectura, volviendo en mí.
Bajé apresurado del colectivo casi cuando volvía a arrancar y me enfrenté con el viejo eucalipto de esa parada. Miré el tronco sonriendo y dije con tristeza, como quien le habla a un fantasma:
- ¡Menos mal que estás ahí...! ¡Por muchas causas, no vayas a faltar nunca, amigo...!
El frío congeló ese cuadro.
Yo, seguí por mi camino...

 Historia Nº 20
La vida. Un plagio del arte. Decoraciones ideales. Obras imaginativas donde la existencia se hechiza, metiéndose en el interior de la belleza, para crearse de nuevo.
La niñez. Eso que logra hacerse indiferente a los hechos. Inventando, soñando e imaginando.
La adultez. Días confusos. Épocas en que existir se convierte en un brusco giro. Apoderándose del arte, ahogándolo en un tirabuzón de engaños, sumergiéndolo en el pecaminoso desierto de las flaquezas humanas...
...Desaparición de las ilusiones. Aprender que la naturaleza en lugar de ser el todo que nos creó, más bien es el fruto de nuestra propia creación. La vida, simplemente se despierta en nuestro cerebro y las cosas terminan siendo miradas sin verlas cuando el ser no descubre la belleza. El hombre existe, sólo si en sí conserva un hálito de niño.
Corrían esos años en los que la sociedad quería crecer de golpe, sin siquiera sentir lo que significaba.
Calles de un Zárate que se iba asfaltando pensando que crecía sin darse cuenta de que bajo esa tierra, oculta por el cemento, moría en parte su esencia. Porque el progreso, aunque engendre alegrías, a través del tiempo produce tristezas.
El auto del “Gordo Fernández” con sus parlantes, tenía menos posibilidades de quedarse atascado en las calles nuevas. Los anuncios y propagandas llegaban a todos lados.
Los altavoces de la plaza Mitre querían desaparecer junto con los helados de la confitería Mimo, mientras que las pizzas de anchoas de La Rosita se convertían en "las de muzzarela".
El sólido golpe del martillo de Don Antonio Carboni remataba realidades, materiales e historia. Nada ni nadie podía detenerlo. Porque la época así lo quería. El progreso hacía desaparecer lo viejo, por lo menos, de la vista. Muy pocas cosas quedaban expuestas en las repisas de roble de los pudientes. Lo viejo... Lo usado, con pocas monedas, podían comprarlo los pobres.
Muebles y cuadros nuevos. Ollas, cubiertos y sartenes de brillante acero inoxidable ocupaban el lugar de los trastos pulidos con fuerza. Heladera eléctrica en lugar de la enana del rincón con alma de barra de hielo. Tocadiscos Winco en vez del viejo pasa discos de 78 r.p.m. acoplado al parlante de la radio. Afeitadora eléctrica. Ropa de acrocel y,... Una sociedad nueva que llamarían de consumo. Gente pretendiendo un cerebro nuevo en una cabeza algo vieja.
Lo que no podía cambiarse era el vetusto pensar de las abuelas que se asustaban con el cinemascope, con las motonetas, con algunos programas de la televisión y con el:
- ¿Adónde irán a parar las chicas con esos Far West?.
De todos modos seguía siendo una tranquila época en la que yo, Froilán, crecía al margen de muchas cosas. Esperando los veranos que calentaban la tierra del barrio y los inviernos que amarilleaban el pasto de sus baldíos. No habían cambiado muchas cosas y mis ilusiones de adolescente crecían en el espirado vaivén de lo poco que poseíamos. A mi manera, era feliz.
Dos cosas me asustaron en aquellos tiempos. Cuando pequeño, la bruja de Blanca Nieves. Y de más grande, una película policial francesa en la que aparecía un tipo cadavérico con los ojos saltones, abiertos y puestos hacia arriba, adentro de una bañera con agua. La vi en el cine Unión un domingo por la tarde. Invierno. Había ido con dos compañeros de la escuela. Cuando terminó la función, ya era de noche. Nos separamos y cada uno se fue para su casa.
A la Félix Pagola la estaban preparando para repararle su viejo asfalto, desde la Güemes al Hospital. Nunca hubo buena luz en ese tramo y con los trabajos que se estaban haciendo se hacía difícil de transitar. La cuestión es que llegando a la Juan B. Justo, sobre el club Belgrano, escuché que me seguían. Me detuve y se detuvo. Una sensación húmeda corrió por mi cuerpo. Doblé en dirección a mi casa y empecé a caminar casi corriendo. Rápido. Los pasos se escuchaban más forzados. De pronto oí un golpe y un chapuzón seguido de un balbuceante pedido de auxilio. No me atreví a mirar para atrás. Seguí escuchando gritos hasta llegar a la puerta de casa. Entré. Apurado le conté a papá. Dijo que sería mi imaginación. Que estaba asustado. De todos modos tomó la linterna y salimos juntos. La calle estaba silenciosa. Caminamos un trecho por la vereda en que yo lo había hecho y,... ¡Ahí estaba! Caído en la zanja con la cabeza apenas afuera del agua, con los ojos abiertos mirando hacia arriba como el tipo de la película. ¡Monté en retirada! Al rato papá  volvió a casa. Mamá  le preguntó qué había sucedido.
- Nada, vieja. - Le respondió - Fue Pérez. El poeta. Se cayó en la zanja. Estaba en curda y casi se ahoga. Froilán se asustó por la película que vio. Al "loco" lo ayudé a llegar hasta la casa. Estaba empapado.
¡El loco Pérez! ¡Qué susto me dio esa noche! No lo reconocí. El poeta de Villa Massoni. Así le decían. Pero en burla, pobre infeliz. Nunca nadie supo que, en agradecimiento, le escribió una poesía al viejo. Aún la tengo... ¡Dice tanto! ¡Mucho de lo que nadie le comprendía! Y esa amalgama de versos simples y armónicos fueron los que me confirmaron que,... ¡¿Sí, por qué‚ no?!
Confirmaron que el verdadero poeta, ¡es la menos poética de las criaturas! 

  
 Historia Nº 21
Energía.  Desde lo profundo del universo. Que origina todos los fenómenos. Desde los físicos, los biológicos, los químicos, hasta los síquicos. Un sistema cerrado. Cíclico. Que satisface toda proposición lógica. Dinámica.
El hombre es el resultado de un conjunto de sensaciones. Cinéticas. Orgánicas. Energéticas. Tras un enmarañado camino de distintas alternativas finales. Un complicado laberinto. Una conflictiva estación terminal de la vida. Un viejo cofre que espera. ¿Qué habrá  en su interior? Distintas cosas. Desde un excremento hasta una barra de metal noble, sobre un añejo y polvoriento libro escrito con tinta imborrable. Con palabras certeras. ¡La historia de una existencia! Quizás la antesala de un mudo juicio final. Textos con párrafos subrayados con tinta roja o verde. Los primeros subrayan las miserias humanas, mientras que los segundos marcan atinos y virtudes. Sobre la polvorienta y dura tapa descansa el obsequio. Ese que dependerá del color que predomine bajo cada memoria escrita. Ese que se asirá y se hará  a un costado para tomar, abrir y leer el libro. Así de simple.
¿Quién seleccionará el trofeo? Nadie. Será  el resultado de lo que el hombre merezca. Él lo elabora y por ende, sólo él lo verá... Ya estará jugado, porque de ese sitio no se regresa. Apenas podrá palpar el objeto, leer el libro, comprender, cerrar los ojos y continuar con su muerte. El aroma que lo embeba lo olerá  él y quienes tomen por el mismo camino. Sus seguidores. Los que vengan detrás...
Las cosas se habían puesto mal económicamente. Papá tuvo que conseguir algunas cobranzas. La de la Biblioteca José Ingenieros y otra, la de una prestigiosa institución comercial. Quería que todos nosotros estudiáramos.
Hasta mamá tejía para afuera. Mis hermanas le ayudaban.
Incluso yo, en las vacaciones de verano, viajaba a Villa Ballester a traer encargues de las heladerías. Cargaba vasitos, cucuruchos y esas tapitas que se usaban para los helados en sándwichs de la heladería Heller, la de enfrente del viejo mercado de la calle Brown  y en el que proyectaban construir la terminal de ómnibus de la ciudad.
Los años iban pasando. La secundaria se hacía algo pesada. Los inviernos desembocarían en un embudo. Un vástago atorado de horas de clase, taller y engorrosas láminas de dibujo técnico. Tablero de madera, tiralíneas, compases, reglas T, triples decímetros, escuadras, tinta china, secante y poca luz. Muchas horas de trabajo. Muchos desencuentros. Mucho Elvis Presley. Muchas sacudidas. Muchos malhumores.
Mamá y papá  se sentían orgullosos porque “a los chicos les va bien en la escuela.”
Marta ya trabajaba de maestra. Su primera suplencia la hizo en la vieja escuela Nro. 3, en Castelli y Alem. Llegaba a casa cargada de cuadernos y anécdotas.
Pero...
El laberinto de la vida jugó una mala pasada. A papá le hicieron una fea trastada. Alguien importante de aquella institución comercial prestigiosa, para la que cobraba, lo despediría quitándole su trabajo. Alguien más joven, acomodado, lo reemplazó. Papá ya tenía sus años y, a partir de entonces, comenzó a tragar amargas decepciones ahogándose en sus lágrimas.
¡Pero mamá  era de hierro! Cada vez tejía más y más. ¡A nosotros no nos faltaría nada!
Los viejos, estoy seguro de que tienen muchas pero muchas memorias subrayadas en verde...
   
 Historia Nº 22
Poesías y melodías.
Pibes y muchachos.
Ingenuos poetas. Versos simples. Casi tontos. Pintorescos. Esos que ellos viven. Poemas que aún no aprendieron a escribir... Cosas que los adultos escriben y  no se atreven a hacer.
Mentiras, embustes. Que divierten. Que complacen. Aunque quien miente en sus versos, destruye la consonancia de su poesía.
Leer a escondidas de mis hermanas las Rimas de Becquer. Estúpido pudor machista. Placer que a veces respondía a cosas dulces y otras a situaciones tristes. Una solitaria manera de mirar a mi alrededor. Había colores que cambiaban. Tanto como los estados de  ánimo de un adolescente.
Época en que el ambiente se había enrarecido. Resultado de una vana aleación. Amalgama de barritas de alcanfor, envueltas en paños de algodón, colgando del lado izquierdo de la camiseta y de  árboles pintados con cal, esperando que una corriente esterilizada disipara el  áspero, amargo sabor.
El año de la “polio”. Cruel tiempo en el que no sabíamos como nos encontraría la suerte en cada mañana que llegaba. Época que, día a día, podaba misteriosamente algún pibe de la gris copa de un barrio.
El entorno político de aquel entonces, en cierta medida, había hecho disminuir la actividad castrense pública en las fechas patrias. Momentos en que nos cambiábamos con camisa blanca, corbata, pantalones con la raya bien planchada, medias tres cuartos y sobretodo azul marino con botones dorados.
Una unión rara de fusiles, espadas, bayonetas, guardapolvos blancos y uniformes de soldados frente a la iglesia del centro. La de Nuestra Señora del Carmen. Esperando que terminara el Tedéum. Luego, la repartija de cigarrillos y chocolates en barra a los conscriptos.
Casi un mero recuerdo. ¡El desfile! Ensamble de banderitas y escarapelas. Un palco con autoridades en la calle Rivadavia, enfrente del edificio municipal...
Hombres marchando al compás de marchas militares. Los altos parlantes al máximo. Colegiales, estudiantes, los Centauros de la Patria disimulando el tosco cabalgar de sus caballos, los Boys Scouts... Y detrás de ellos, los bomberos.
Ese cuadro, a través de los años, lo asumí con una conciencia más adulta. Históricamente muy propia cuando comprendí los acontecimientos que se avecindaron. Cuando interpreté a Albert Einstein diciendo que no hay cosa más ridícula que un grupo de hombres marchando al compás de una música...
Pero, fueron otras épocas. En aquél entonces fue poético. Hasta sobrecogió mi corazón de niño y adolescente. Me emocionaba hasta las lágrimas.
Las mañanas de las fechas patrias de aquel año abrían un telón diferente. El descanso propuesto para el día escolar nos permitía pasear en Justa Lima y por la Plaza Mitre desde casi las diez y media de la mañana hasta la hora de almorzar.
En ese feriado, 25 de Mayo, algo distinto se daría.
Fuimos a dar una vuelta por la manzana de la comisaría y probé mi primer cigarrillo a escondidas del mundanal paseo. Particulares diez, etiqueta roja. Para más no alcanzaba. ¡Cuatro de nosotros daríamos la primera pitada!
Luego de almorzar en casa, a eso de las dos de la tarde, nos reunimos a jugar a la generala enfrente de la plaza, en el bar de Cortopassi.
Mientras jugábamos sobre una de las mesas que daba a la Félix Pagola, apareció el tío Fermín. Se acercó al mostrador del bar después de saludarnos. Compró una botella de ginebra, retiró cinco vasos, se sentó con nosotros, tiró un atado de Saratoga en el centro del paño y, haciendo a un lado el cubilete, metió los dados adentro diciendo:
- ¡Bueno, muchachos! Ya que fuman, me van a acompañar con la ginebra.
Nos miramos con asombro. Nadie dijo una palabra. Pero, comprendimos la situación. ¡Algún alcahuete nos había pescado con el pito en la boca!
- ¿Qué esperan? - continuó diciendo.
Nos pusimos de todos colores. Mientras nos servía una copa, prendía un cigarrillo.
Por suerte no insistió, ni nos hostigó más. Jugó con nosotros y hasta se le dio una generala servida.
Nadie se atrevió a fumar ni a beber, aunque tomamos cada uno una gaseosa... Que pagó el tío. ¡Por supuesto!
La tarde del feriado promediaba. Nos levantamos de la mesa, salimos, cruzamos la plaza y compramos un cucurucho de hoja de revista lleno de maníes bien calentitos. Tostados en aquella locomotora de lata. Manicera que en esos tiempos  largaba humo y rico olor por la chimenea. Un incomparable sabor. Mejor que el de la pastilla de menta que chupamos al mediodía para disimular el aliento a tabaco.
Por lo menos así, fue esa vez...

 Historia Nº 23
Momentos. Ni fríos, ni calientes. Simplemente instantes. Temperamentos. Muchachos. Seres demasiado grandes para ser pibes. Muy chicos para ser adultos.
En la música existe un tono mayor, muy usado para componer, entre los alterados con sostenidos. El LA MAYOR. Es melodioso. Hasta sutil. En él, se asciende y desciende pacientemente. No se desarrolla por sí solo. Necesita de otras tonalidades para ser brillante.
Como el veranito de San Juan. Cada veinticuatro de junio. Un tiempo que ha transcurrido desde el verano. Igual al que falta para llegar a la primavera... Vivir en pleno invierno. Pero, con calor.
Así evolucionaba la época. Punto de intervalo que equidistaba del ayer y del mañana. Que no parecía tener sabor a hoy. El tiempo se absorbía en un envase de ilusiones. De aventuras. Que a diferencia del cine, podía ponerse en funcionamiento en cualquier momento: La televisión.
En casa aún no había aparato. Pero, algunos de mis amigos, sí lo tenían. Nos reuníamos a las tardecitas. Para disfrutar de "Patrulla de caminos". O ciertas noches, para reírnos con "Yo adoro a Lucy" y tantos otros programas.
Ese año me había asociado al Club Náutico.
Las abuelas acordaron pagar los recibos de mis hermanas mayores y el mío. En realidad, eran nuestros regalos de Navidad y Reyes. Todos juntos... ¡Pobres viejas!
Aquel invierno tuvo domingos diferentes. Días que separaban obligaciones y deberes.
En el piso alto de la Sociedad Italiana, entre el bar y el cine Coliseo, se hacía matinée. "La mamadera". Auspiciada por el Club Náutico.
Reunión de gente joven. Se bailaba. Se canturreaba. Se saltaba. Se formaban parejas. Muchas, hasta llegaron a casarse.
Era algo intermedio entre los asaltos familiares y los grandes bailes de los clubes.
Muchos de nosotros, en “La mamadera”, nos atrevimos a bailar por primera vez en público.
Esa tarde, fue cuando me propuse no “planchar” más.
Como se había hecho costumbre, cabeceábamos con muchos nervios a una chica. De aquellas que más o menos conocíamos. Que en cierta medida, sabíamos que no les caíamos del todo mal. Aprovechando esa “buena suerte”, nos mezclamos en la pista de baile.
Primero la música lenta al son de las suaves melodías de Los Plateros, Pat Boone, Elvis Presley, Paul Anka... Cabeza con cabeza. Abrazados. Apretándonos desde las espaldas. Evitando los empujones. Llevándonos unos contra el otro. Disfrutando las canciones. Casi, una manera de soñar... Hasta que un pequeño y acusador aviso de retirada que hacía, con la presión de su mano derecha, la chica decía: Basta. Hasta aquí nomás, se terminó.
Después la música rápida. Ligera. Rock and Roll, seguido de las infaltables músicas brasileñas. Y, "La Mamadera". Algo hecho para esa clase intermedia de seres. Nosotros. Saltos. Gritos. Risas...
Mi primera aventura en una pista de baile iba muy bien. Demasiado bien. Por lo menos mi compañera no había pedido aún que la acompañara a la mesa con sus amigas. Pero...
Pero, en un momento de saltos, ella perdió un zapato. De esos de taco alto. La dejé a un costado de la pista y salí a buscarlo.
Cada vez que me agachaba a recogerlo, aún no sé si era sin querer o a propósito, entre corridas y saltos mandaban el zapato al otro rincón de la pista. Por fin logré asirlo.
Con una sonrisa y colorado como un tomate maduro le acerqué a la chica el trofeo. Encogió la pierna y, apoyándose en mi hombro, se calzó y fue a sentarse... ¡Ni siquiera me dio las gracias!
Estuve varios domingos sin salir a bailar. Aunque, el día en que decidí volver a hacerlo reboté varias veces... No comprendía el por qué. Pero en esa época las cosas se daban así. Una inocente manera de quemarse... Sin querer. 

Historia Nº 24
Ilusiones. Trofeos morales. Residuos a veces pecaminosos. Hechizos. Esos que se enriquecen con los recuerdos y que se alejan de los hechos. Triunfos vestidos con prendas de cartón que hacen más a las apariencias que a las propias pasiones.
Tentación. Librarse de eso evitando resistirla, porque es la más débil y humana manera de conocer lo vedado... Si es que existe o se oculta tras disfraces de fantasía.
Cuentos. Sí. En definitiva era eso. Ficciones y nada más. Querer saber aquello que conocían los otros, solamente por lo que decían y no por lo que enseñaban... Así, se alimentaban las grandes tentaciones... Entre tantas esa que, desde temprana edad, hostigaba nuestros pensamientos.
La ciudad estaba cambiando. Claro. Pero  no sé realmente quién cambiaba... Si era ella, yo, o ambos al mismo tiempo. Había figuras nuevas, casas demolidas, edificios altos... Días distintos.
Eran torbellinos de pasos. Caminantes de pies grandes que nos corrían por detrás.
La confitería de C.A..D.U. se había puesto de moda.  Ahí se centraban muchas cosas. No había que andar tanto. En un mismo lugar se jugaba a la generala y al truco. Se bebía, se fumaba, se bailaba... Era como si la ciudad se hubiera reducido a un solo lugar.
La década del sesenta comenzaba a cabalgar fuerte. La barba era cada vez más dura... El casamiento de Marta, los novios de Marisa y Susana, las canas de mamá, los achaques de papá, la ausencia de  niñez en la casa, las chocheadas de las abuelas y... Hasta el tío Fermín se había juntado con una viuda. Todo indicaba que el frasquito de perfume de aquella etapa estaba consumido. Se olía en el ambiente otro aroma. Incipiente...
La secundaria había volado de mis manos. Ese año, en diciembre, sería técnico. Iba a la escuela de noche. Durante el día trabajaba. Había conseguido un empleo. En la Proveeduría de la carne.
Pero, había algo que quería conocer. Algo...
Una tentación...
Aquella noche decidí hacerlo. Era fin de semana en primavera. Llegué por la ruta. Caminé hasta esa casa de frente blanco descascarado.
Suspiré profundamente en la puerta. Nervioso. Muy nervioso.
Decían que era como un trueno interno seguido de un temblor de tierra. Aunque... Mejor que todo eso junto.
Golpeé la vieja puerta. Del interior de la casa gritaron que entrara.
Tímidamente lo hice. La puerta rozaba contra el suelo porque estaba vencida. El recibidor tenía piso de mosaicos decolorados y gastados. La luz era muy tenue, por demás.
Me recibieron dos mujeres. Madre e hija, según decían. Una de ellas me preguntó:
- ¿Con cuál?
Elegí la que no hablaba, como me lo habían aconsejado, porque la hija era mejor y callada. Pero, resultó exactamente al revés.
El momento pasó bastante pleno. Aunque...
Aboné y abandoné la casa muy poco convencido de mis primeras sensaciones.
Me paré en una oscura y desierta esquina de aquella cuadra sobre la ruta, encendí un cigarrillo y me dije: “En una de esas, en otra oportunidad, es mejor... Pero, por las dudas, no esperaré ni los truenos internos, ni los temblores de tierra.”
Y así seguí caminando sin rumbo determinado. No quería encontrarme ni conversar con nadie.
Al otro día me levanté ahogado. Triste. Percibí con mayor vehemencia que las cosas eran distintas. Me despedía de algo... Recién hoy comprendo lo que sucedía. Estaba resistiéndome, por primera vez en mi vida, a crecer.
 Almorcé y caminé hasta el club Náutico. Llegué bien al borde del agua.
La brisa me hundía en recuerdos. En cosas...
En esos cumpleaños de quince que habían pasado casi desapercibidamente y en los que me había divertido tanto. Recordé que mis hermanas no lo tuvieron porque las cosas no dieron para tanto y derramé lagrimas al río...
Más y más fantasmas se arremolinaban en mis pensamientos. Las mateadas en una mesa a la sombra de los sauces del club riendo y contando anécdotas... ¡Años de ellas! Burlándonos de algunos personajes... Profesores, yetatores y tantos ausentes con los que barajamos el futuro... Contando Cuentos que Cuentan Cuentos.... 
Fabricando inconscientemente estas historias.
Años de niñez y adolescencia que más adelante tuve que retrotraer para tomar fuerzas... Para continuar luchando... Para decirme y convencerme de que la vida es linda... Que es linda  muy a pesar de todo...
Por la derecha, parsimoniosamente, venía navegando el Ferry, chupando agua, absorbiendo y guardando tiempo.
Pensé mucho...
Hasta me dije... Prometí, creando una nube de fantasías, que en cierta medida cierran el telón de estas historias, que el día que tuviera hijos, o cuando ellos me dieran los nietos, les cantaría una canción... Una Canción Zarateña Que expresara todo lo que mi generación lleva adentro. Que dijera cuánto ama a los seres y a sus cosas... Vivan, estén o falten... Que comenzara diciendo:
“Sueño aún
que en mi niñez
a orillas del Paraná
mi abuelo está
mostrándome
como se baja el agua
cuando navega
el Tabaré...”

EPÍLOGO


...Y el viejo baúl contenía innumerables fotos.
            Eran escenas de vida que perdían su apariencia estática y cobraban movimiento en sucesivos planos, para alcanzar, por asociaciones reiteradas, reconstruir partes de nuestro, lejano o no, pasado.
            ¿Qué seríamos todos y cada uno de nosotros sin ese pasado?
            ¿Cuál sería el hilo conductor de nuestra existencia?
            Imposible, tal vez encontrar respuesta, aunque podríamos manifestar que la búsqueda de nuestra identidad no tendría fin.
            Afortunadamente nuestros recuerdos existen y si la insensata vorágine de la cotidianidad  tiene un efecto anestésico sobre los mismos, ahí aparecerá Froilán Baldosas, portador de una brisa fresca que nos ayudará a recuperar vida y, con aire casi filosófico sentenciará:
            “... Todo debe hacerse a semejanza de los recuerdos, que no se desgastan nunca.”
            Con nuevos ánimos, en compañía de libros y carpeta, iremos hacia Justa Lima al 700 y lentamente volveremos a ingresar al Instituto Comercial Sierro.

Oscar Felipe Morano