LOS MANUSCRITOS DE AMELIA
(Historias en una historia de historias)
[O
las cosas que, según Amelia, le contaron a Jorge Luis Borges en la Quinta Jovita (Museo
Histórico de la ciudad de Zárate, Provincia de Buenos Aires, República
Argentina) pero que él nunca escribió]
A modo de guía:
Zárate es una hermosa e
importante ciudad ubicada al noreste de la Provincia de Buenos Aires a orillas de un brazo
del Río Paraná, llamado Paraná de las Palmas, a solamente noventa y seis
kilómetros de la Capital Federal
y es la cabecera del Partido del mismo nombre. Estos pagos y sus alrededores
poseen ricas historias. Cada pueblo, obviamente, tiene la propia y creo útil
conocer desde el vamos los aspectos (sociales, políticos, culturales) del sitio
en el que vivimos. En estos párrafos - tomados de la Historia del Partido de
Zárate - que servirán para separar lo ficticio de la realidad, haré un mero
resumen de lo que más pueda importar para entender estas “Historias en una historia
de historias” (así titulé en un principio a “Los manuscritos de Amelia” cuando
algunos fragmentos se publicaron allá por el año dos mil en el diario “El
Pueblo” de Zárate.
Hace unos setecientos años, por la región en la que se encuentra el pago
de Zárate iban y venían grupos indígenas:
guaraníes y pampas. Los guaraníes son un grupo de pueblos sudamericanos ubicados en el Paraguay, en
el noreste de la Argentina
y en el sur y suroeste del Brasil. Los pampas
son etnias aborígenes que poblaban las llanuras bonaerenses. Se ha comprobado
también la presencia, en estos lugares del Paraná de las Palmas, de grupos guaicurúes o guaykurúes; aborígenes de
origen pámpido-patagónico que llegaron a habitar la región argentina llamada
del Gran Chaco - del quechua Chakú
(territorio de cacería) - que es una de
las principales regiones geográficas de Sudamérica, ubicada al norte del Cono
Sur, que se extiende por parte de los actuales territorios de la Región del Norte Grande
Argentino, Bolivia, Brasil y Paraguay, entre los ríos Paraguay y Paraná y el
Altiplano Andino. Todo esto es materia de investigación tras haberse encontrado
suficientes elementos arqueológicos en el llamado “Yacimiento de la Isla Talavera” [una
de las islas que componen el sector bonaerense del Delta del Río Paraná que se
encuentra entre el Río Paraná Guazú (mayor o grande, traducido del guaraní) y
el Pasaje Talavera en los partidos de San Fernando, Campana y Zárate] haciendo
que la zona sea un lugar de importancia para el estudio de los pueblos
aborígenes que la habitaron.
[Esta primera parte – y
hasta lo que corresponde al inicio del siglo XIX – no es trascendente para “Los
manuscritos de Amelia”, pero sirve para interpretar el segmento de historia que
nos interesa].
En el período 1604 y 1635
(tras la segunda fundación de Buenos Aires en el año 1580) las tierras de lo
que es hoy el partido de Zárate fueron adjudicadas a distintos beneficiarios,
la mayoría españoles que no les importó producirlas, pero debido a diversas
circunstancias políticas y religiosas la mayoría de ellas quedaron bajo la
administración de los jesuitas quienes sí las explotaron logrando crear un
centro regional de producción muy importante; pero en 1767 Carlos III los
expulsó y, de aquí en más, las cosas volvieron a cambiar. La mayor parte de estas tierras fueron
compradas en 1785 por un tal José Antonio Otálora. A fines del siglo XVII, Gonzalo de Zárate (de origen paraguayo y
fundador de la ciudad) tenía tierras – que había adquirido a los herederos de
las primitivas mercedes – con frente al Paraná de las Palmas. Se deduce, entonces, que por aquellos tiempos
todas las tierras del Partido de Zárate estaban incluidas dentro de estas dos
extensas propiedades.
Formado el Virreinato
del Río de la Plata
e instaurada la administración civil, las tierras de los pagos de Zárate
quedaron incorporadas al Partido de Exaltación de la Cruz dependiente del Cabildo
de Luján.
Principiando el siglo
XIX – y aquí comienzo con lo que es de interés – los herederos de Gonzalo de
Zárate venden las tierras a unos tal hermanos Anta (Pedro y José Antonio)
quienes, radicados en la zona, desarrollaron una gran actividad agropecuaria y
comercial en una muy importante extensión de tierras de más de dos mil metros
de frente sobre el Paraná de las Palmas.
Esta actividad fue muy decisiva para el progreso de un pueblo que, por
ese entonces, era un modesto caserío asentado en las proximidades de ese puerto
natural que en un principio fue Zárate.
Los hermanos Anta
venden a un señor llamado Rafael Pividal parte de sus tierras en la ribera del
Río Paraná de las Palmas en el año 1825. La venta se hizo con el compromiso de
“establecer el pueblo llamado Zárate”. La población de estos pagos era muy
escasa, vivían en ranchos de adobe y se concentraba al borde de las barrancas;
también había algunas viviendas edificadas desordenadamente sobre las calles
Adolfo Alsina, 25 de Mayo y Buenos Aires (hoy Roca). El hecho de que los
habitantes hayan levantado sus casas próximas a la ribera se debió a que el río
Paraná de las Palmas era la vía de comunicación más rápida, directa y posible.
En 1826 se comienza con el trazado del pueblo a cargo del agrimensor
Manuel Eguía y el 31 de enero de 1827 se aprueba el "Plano del
Rincón de Zárate y Traza del Pueblo".
Recién el 19 de marzo de 1854 se funda el partido de Zárate,
momento en que se separa de la administración de Exaltación de la Cruz [su cabecera, Capilla
del Señor (pueblo que menciono en la narración), hoy es una interesante e
histórica localidad ubicada a ochenta y dos kilómetros de la Capital Federal y es uno de los
135 partidos de la Provincia
de Buenos Aires].
Hasta aquí lo que puede importar, como guía y en términos generales, para
la interpretación y encuadramiento histórico de las “Historias en una historia
de Historias” como dí en llamar a “Los manuscritos de Amelia”. Lo que sigue,
para los tiempos más actuales, no necesita de mayores aclaraciones.
Para conocer más sobre
la riquísima historia de la ciudad y Partido de Zárate basta con recabar
información a través de la casa llamada “La Quinta Jovita” (Calle Ituzaingo
278 de la ciudad de Zárate) – donde funciona el Museo y Archivo Histórico
Municipal – o ingresando por Internet al Portal del Partido
(http://www.enzarate.com).
A continuación aclararé
otros puntos que creo conveniente esclarecer separando los lugares y personas de los personajes
de la obra.
Lugares y personas:
Jorge Luis Borges: Se recuerda la visita
a Zárate, en la década de 1960, del escritor quien permaneció unas horas en la
hermosa e histórica mansión “La Quinta
Jovita”.
Dr. Rómulo Noya: Reconocido vecino y
querido profesional zarateño. Tiene una calle con su nombre.
“La Pinto”: Se refiere a la calle Gral. Pinto de la ciudad de Zárate. Los zarateños
tienen por costumbre – cuando se refieren o indican una calle - decir, por
ejemplo, “La Rivadavia”
en lugar de “La calle Rivadavia”.
“La Diana”: Vieja productora de Zinc metálico a partir de la blenda (ZnS). Ubicada
sobre las barrancas, a la vera del río Paraná de las Palmas al norte de la
ciudad, más adelante se llamó Meteor y a su lado se incorporó una planta productora
de ácido Sulfúrico para aprovechar al máximo los elementos que componen el
mineral (ambas plantas están abandonadas en la actualidad).
Chalet de “Los Palma”: Mansión, ubicada en
las cercanías de “La Diana”,
perteneciente a una muy adinerada familia (Palma); administradores de un
importante frigorífico en los pagos zarateños (Las Palmas) durante la segunda
mitad del siglo XIX.
El Salvador: Oratorio situado en
las inmediaciones del puerto natural de Zárate cuyos alrededores se fueron
poblando al pie de una subida de carretas a partir de 1805.
“La Pesquería”: Antiguo paraje, en el que existió un oratorio, entre el puerto natural
de Zárate y Capilla del Señor.
Hotel San Martín: Hotel que se
encontraba en las intersecciones de las calles Justa Lima de Atucha y Ameghino,
muy concurrido y conocido por los favores que prestaban algunas mujeres famosas
por ese estilo de vida en la ciudad.
Ñacurutú: Arroyo de aguas claras frente a la
ciudad de Zárate.
Balvanera: Se refiere al barrio porteño.
Escalada: Localidad vecina a la ciudad de
Zárate y perteneciente al mismo Partido.
Paza Mitre: Plaza principal en el centro del
pueblo de Zárate.
Dr. Félix Pagola: Prestigioso y muy
querido médico zarateño. La continuación de la calle céntrica zarateña: Justa
Lima de Atucha, hacia el norte, lleva su nombre a partir de la avenida
Rivadavia.
Calle Morejón: Hoy Justa Lima de
Atucha (calle que lleva el nombre de una importante, adinerada y querida
benefactora de Zárate).
Calle Luján: Hoy Belgrano.
Fábrica de Papel: Planta productora de
papel ubicada en la ribera del Río Paraná de las Palmas, al pie las barrancas,
en la zona del primer asentamiento poblacional de Zárate. La primera banda
musical del pueblo estaba integrada por trabajadores de esta empresa. Con los
años se convirtió en la conocida y
prestigiosa firma Celulosa Argentina S.A.
Caserón de Güerci: Mansión edificada en
la parte alta del puerto de Zárate, perteneciente a un famoso político y
caudillo de la zona.
Familia Di Paolo: Se refiere a quienes
fueron propietarios del diario “El Pueblo” de Zárate.
San Nicolás: San Nicolás de los Arroyos es una
localidad cabecera del Partido de San Nicolás. Está situada a 134 Km al norte de la Ciudad de Zárate y sobre el
Río Paraná.
Leopoldo Lugones: (1874
– 1938) Poeta, ensayista y político
argentino.
Historia de la
Eternidad: Ensayo de Jorge Luis
Borges publicado en 1936, que se complementa con otros dos que publicó más
tarde llamados “La doctrina de los
ciclos” y el “Tiempo circular” respectivamente. Es un razonamiento acerca
del tiempo y la eternidad, en su mayor argumento basado en los puntos de vista
de Platón, cristiano y Nietzche y da a entender que “La eternidad es un
artificio espléndido que nos libra, siquiera de manera fugaz, de la intolerable
opresión de lo sucesivo”.
Borges y yo: Microcuento de Jorge
Luis Borges: “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por
Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un
zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su
nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los
relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el
sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias,
pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería
exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir,
para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada
me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no
me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del
otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a
perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el
otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre
de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren
perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un
tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me
reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo
de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías
del arrabal a los juegos con el tiempo y con el infinito, pero esos juegos son
de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo
lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página”.
No sé cuál de los dos escribe esta página”.
Río Luján: Río que recorre el norte de la Provincia de Buenos
Aires, entre varios Partidos el de Exaltación de la Cruz y desemboca en el Río
Paraná.
Personajes:
Amelia: Lavandera autora de los
manuscritos.
Frutos Pinto: Un descendiente de la
colorada Exaltación.
Exaltación: Colorada cuidadora del oratorio en
el puerto natural de Zárate (años 1805 ó 1806), entre otras cosas.
Encarnación: Colorada, hija de
Exaltación y cuidadora del oratorio El Salvador.
Merceditas: Colorada, hija de Encarnación y de
un peón boyero y ordeñador.
Prudencio: Nombre del peón boyero y ordeñador,
padre de Merceditas.
Ana Cruz: Colorada, hija de Merceditas a
través de su relación de pareja con un tropero.
Fruto Otálora: Tropero, padre de Ana
Cruz y pareja de Merceditas.
Juan Otálora: Esposo de Ana Cruz.
Nicéforo Otálora: Hijo de Juan y Ana
Cruz.
Zoilo Achával: Curioso, pesado y
destacado malandra de las zonas de Exaltación de la Cruz y Zárate.
Artemio: Pavero.
Tulio: Operario de la vieja fábrica de
papel, músico de la primera banda musical del pueblo de Zárate.
Florindo y Hermenegildo: Músicos que, de vez
en cuando, tocaban en el almacén – boliche – de “El Bajo”.
Seso y Elorto: Guitarrista y orejero
ejecutante del peine con papel de seda en el almacén – boliche – de “El Bajo”.
Ulpiano Malinho: Brasileño, hombre de
confianza de Zoilo Achával.
María: Mujer de Zoilo Achával.
*********
*********
Quizás fue por eso...
El día que encontré los
manuscritos me tomó desprevenido y, a lo mejor, que cuente todo resulte, no sé,
un poco indiscreto pero comprendo la curiosidad de la gente y... Quienes lean
los relatos de esas cosas... Sí, de esas cosas que según la finada Amelia, la
lavandera de la calle Dr. Rómulo Noya al 289, escuchó que le contaron a Borges
cuando su visita a la
Quinta Jovita... Por la década del sesenta, si no leo mal,
porque acá dice mil novecientos sesenta y algo, pero está borroneado lo escrito
con lápiz de tinta... A su vez me pasa que, lo legible, está tan bien contado
y, si en realidad no llega a ser del todo cierto, vaya uno a saber cual es el
punto donde se interseca la realidad con la ficción. En fin...
¡Paciencia!
Sí; tengan paciencia
porque voy a contarles esas cosas de Zárate que, según Amelia, le hablaron a
Borges y él nunca, quizás por falta de tiempo, escribió.
Y, si tienen dudas,
pregúntenle a los profesores de la Historia de Zárate; van a ver...
La cosa, en realidad, empieza así:
Escribe Amelia, la lavandera de la calle
Dr. Rómulo Noya al 289 quien todo esto lo sabe de oídas porque lo escuchó el
día que Borges visitó la
Quinta Jovita y ella cortaba hinojo salvaje para sus conejos
en la barranca de la
Quinta... Pero eso no importa tanto como las historias en sí.
Escribe en la tercera
página del manuscrito, porque las dos anteriores se ven borroneadas y parecen
más bien la escritura de una penitencia ortográfica de la vieja escuela, que
existe en la Pinto
un tal Carlos, alias el “Pollo Pinto” nieto de un tal Pinto que vivió por la Pinto en los años mil
ochocientos cincuenta que, a su vez tuvo un primo menor que trabajó de cuidador
en el chalet de los Palma, allá en “La
Diana” (hoy, los alrededores de la ex Meteor) y...
El asunto empieza con ese primo de
nombre Don Frutos que era descendiente de la colorada Exaltación.
Claro, ustedes se
preguntarán ¿quién fue la colorada Exaltación? Pues bien, por allá entre los
años 1805 y 1807, escribe Amelia que le contaron a Borges, durante el virreinato
del río de La Plata y siendo este lugar, en el que vivimos, un puerto natural,
se consolidó un oratorio como muchos de los que se asentaban, en lugares como
el nuestro, abrigados geográficamente. ¡El puerto de Zárate! En él oraban, en
aquellos tiempos, quienes pasaban por estas tierras bordeando el río Paraná de
las Palmas... Que nada tiene que ver que se llame “de las Palmas” con lo de la
familia Palma del Chalet y, en fin... Está demás escribirlo, ¿no? Muchos de los
que pasaron por estos lugares se quedaron en los alrededores del oratorio que
llamaron de El Salvador y, según Amelia, también lo usaban los embarcados que,
en aquella época, iban y venían del Paraguay. Y, ahora sí viene el asunto de la
tal Exaltación. Dicen que contaba, el tal Don Frutos, que hubo una mujer
colorada que vivió cerca del Puerto de Zárate en aquella época. Tenía su lugar
en una carreta que tiraba un buey que se envenenó rumiando un pasto bravo de la
zona. La pelirroja, de nombre Exaltación, no sólo cuidaba del oratorio, sino
que también, paradójicamente, se ocupaba de entretener de oficio a todo hombre
solitario que por estos pagos pasara. Dicen, que de una de esas relaciones
descuidadas nació otra colorada a la que le puso de nombre Encarnación.
Bueno, pues bien; de
Encarnación que también tiene que ver con la historia del manuscrito de Amelia,
seguiremos en el capítulo que viene y, si hay alguna duda al respecto de todo
lo que se cuenta, no hay más que consultarlo con los profesores de la Historia de Zárate y, en
fin...
Encarnación,
la hija de Exaltación que era
quien cuidaba del oratorio de El Salvador, creció en los alrededores de La
Bajada del puerto natural de Zárate y se hizo una hermosa y robusta mujer. Por
allá en el año 1830, Encarnación vio morir a su madre presa de una enfermedad
rara cuyo nombre en el manuscrito de Amelia está ilegible. La cuestión es que,
la pelirroja, tras la muerte de su madre mudó a empujones la carreta para
arriba de la barranca y se instaló cerca del nuevo oratorio construido ya hacía
un tiempo por un tal Rafael Pividal. Este buen hombre, Don Rafael, había
comprado las tierras a unos tales hermanos Anta de nombres Pedro y José Antonio.
Y
aquí, exactamente a partir de ahora, viene el asunto. Estos hermanos Anta,
escribió Amelia entre otras cosas, mantenían un peón boyero y ordeñador en un
tambo sobre el Paraná de Las Palmas.
El
boyero, quien según dicen había sido maldecido en una borrachería, se llamaba
Prudencio y, en uno de esos viajes en carro de reparto al poblado conoció a
Encarnación. Sí, conoció a la colorada y se enamoró perdidamente. Amelia
asegura, en uno de los manuscritos, que ese amor fue correspondido. Ellos se
unieron en pareja y levantaron un rancho de adobe, en algún lugar, entre las
calles Adolfo Alsina y 25 de Mayo o, más seguro aún, por la que hoy se llama
Roca pero que en aquellos tiempos se llamaba Buenos Aires. Concibieron una
hija, también colorada, a la que le pusieron de nombre Merceditas. Cuenta
Amelia que una tormenta brava, de vientos muy fuertes, les derribó el rancho.
Este inconveniente los decidió, con la ayuda de un tropero joven asentado en la
zona, a mudarse hasta un rancherío en el paraje llamado de La Pesquería a la vera de
un arroyo del mismo nombre. Al morir Prudencio de una enfermedad penosa, propia
de la maldición que le habían echado, la colorada Merceditas tuvo relaciones
tempranas con el tropero que, por ese entonces, contaba unos treinta y nueve
años. Tuvieron una hija también colorada. Sucedió cuando Encarnación, la viuda,
moría de una enfermedad desconocida. Una enfermedad de esas que vienen por las
maldiciones que recibieron otros; especialmente los maleficios echados en las
borracherías. Dice el manuscrito que un cura viejo, que daba la misa en el
oratorio llamado de La
Pesquería donde estaba la imagen de la Virgen del Carmen, le hizo
a Encarnación un exorcismo; aunque, por lo que está escrito, el demonio se la
llevó nomás y... De la forma en que lo hizo lo voy a contar en el próximo
capítulo.
Para
que tengan una idea del por qué insisto y les cuento de estas coloradas; les
diré que, según cuenta un viejo vecino mío, algunos zarateños conocieron hasta
hace pocos años atrás una mujer descendiente de ellas. Él dice que esta mujer
hacía los favores en el viejo Hotel San Martín, que estaba en la intersección
de las calles Justa Lima de Atucha y Ameghino y que ninguno de los que la
alternaron vivió más allá de lo sesenta y tres años (salvo un camionero entrerriano
que se hacía sus buenas escapadas al hotel cuando las colas, para abordar las
balsas zarateñas, eran por demás de largas y pesadas. Sí, por allá en los
carnavales y Semanas Santas de la década de mil novecientos cincuenta. Este
buen hombre, el camionero, se sabe que vivió hasta los sesenta y cuatro años
porque tenía una hermana monja)... Pero eso es otra historia, porque parece que
la maldición que la penetró a Encarnación siguió por arrastre con las mujeres
de su descendencia. En realidad, no quiero asustar demasiado a los que hayan
conocido a la mujer del Hotel San Martín y aún tengan menos de sesenta y tres
años (o sesenta y cuatro años si es que tienen algún pariente religioso de
profesión) o bien que sean, por decir, uno de esos que aparecen todos los días...
Digo, de esos que se hicieron curas o pastores arrepentidos.
Si
hay dudas al respecto, pregúntenle a los profesores de la Historia de Zárate y,
en fin...
Recapitulemos, para no
perdernos, en el laberinto de estas historias
en una historia de historias.
Recordemos que hubo un tal Carlos,
nieto de un Pinto que vivió por los alrededores de la calle Pinto en mil
ochocientos cincuenta que tuvo un primo, de nombre Frutos, cuidador de pollos y
gallos en el Chalet de los Palma, por allá, en “La Diana”.
Dicen que fue este tal Don Frutos,
descendiente de la colorada Exaltación, quien le aclaró algunos puntos oscuros
a Amelia para hacer el manuscrito que les transcribo a mi mejor saber y
entender y... Conversaciones, en parte, que Borges mantuvo en la Quinta Jovita
el día en que Amelia juntaba hinojos para sus conejos en la barranca.
Si mal no recuerdo, en la memoria de
este capítulo tengo que terminar de contarles el asunto del endemonio de la tal
Encarnación, hija de la colorada Exaltación. Sí, Encarnación, la madre de
Merceditas. Aunque parezca mentiras, ya voy por la página dieciséis del
manuscrito. Muy bien, prosiguiendo se lee en el borrador de Amelia que, en una
madrugada de aquellos tiempos de fines del siglo XIX, se descargó un relámpago.
Es decir, para ser más claro, cayó un rayo pocas horas después de la muerte de
Encarnación; quien había muerto desfigurada penetrada por el demonio, por
culpas de la maldición que heredó de su pareja Prudencio. Debajo de un ombú,
llamado el ombú de la
Pesquería, Merceditas también murió misteriosamente. Fue
fulminada. La encontraron maniatada con lianas de enredaderas, de esas que
crecen delante de los pajonales del arroyo Ñacurutú. Lo más raro resultó eso de
que estuviese enredada a unas varas de ñapindáes, rodeada de plumas chamuscadas
de caburé, excremento seco de tatúes y cubiertas con pétalos de seibo que el
viento arrastrara de la costa. Quien la encontró fue el tropero con el que
Merceditas tuvo su hija, también colorada. A la pequeña, de apenas pocos días
en aquel desgraciado momento, la llamaron Ana Cruz. El nombre, Ana Cruz, le fue
impuesto por la forma en que murió su abuela Encarnación. El tropero, de nombre
Fruto Otálora, no se supo nunca si tuvo algo que ver con los Otálora de Zárate
o con el del cuento de Borges pero, en fin, eso no tiene tanta importancia. El
tal Fruto, se llevó a la pequeña a vivir a un paraje entrerriano llamado El
Ñandubaysal; lugar que estaba a orillas del río Uruguay.
Bueno, muy bien, de este Fruto
Otálora y del Otálora que más adelante conoció Ana Cruz vamos a hablar en el
próximo capítulo ya que, como se imaginarán, tiene que ver con el tal don Frutos,
primo menor del “Gallo Pinto”, que vivió por los alrededores de la calle Pinto
y... Esta parte del manuscrito está medio borroneada pero, ya veremos, ¿eh?
Si existe alguna duda de todo lo que
se cuenta, no hay más que consultarlo con los profesores de la Historia de Zárate
y, en fin...
El
trazado hecho con el lápiz de tinta usado por Amelia en los manuscritos se ve,
en algunas partes, desgastado por los dobleces, el tiempo y, ¿por qué no?, por
los reveses. Entreveros de conocimientos ensamblados en un heterogéneo, aunque
lineal, ensamble de realidad y ficción. Sí; entretelones que hacen preguntar,
en última instancia, ¿qué parte del segmento histórico pertenece a la fantasía
y cuál a la realidad? Es, quizá, como cuestionar la postura de pertenencia del
autor o del personaje, independientemente, a la ficción. Porque, en definitiva
y como ejemplo entre tantos que pueden
citarse, ¿Descartes, existió?, o es que cuentan, porque en última instancia es
eso, contar que algo o alguien existió y, en el caso que me ocupa, aseverar que
fue otro quien dijo: “Pienso, luego soy”. Si fuese así, Descartes apenas terminaría
siendo un personaje de ficción o una invención de la historia, pues ¡ni
existió!, ¡ni pensó! A lo mejor esto que digo justifique, en parte, escribir
eso de que si hay alguna duda de lo que se cuenta, no hay más que consultarlo
con los profesores de la Historia de Zárate, sin llegar a concluir que los
profesores de la Historia de Zárate son ficticios, porque eso sí que no... ¡No!
Esto último, ¡no!, y dejémoslo por ahora así. No creemos dudas con Descartes,
porque existió y pensó y... ¡Vaya que pensó! Todo lo otro o la duda que se
pueda plantear es simplemente un juego entre la ficción y la realidad que, en
cierta medida, es lo que se pretende para un marco de aventura inteligente ente
el pensamiento de quien escribe esto y de quien lo lee.
Regresemos
a lo nuestro. ¿Recuerdan a Ana Cruz Otálora? Ella vivió, hasta que desapareció
su padre, sin haberse sabido nunca cómo, en un rancherío de la costa oeste del
río Uruguay. Siendo muy joven la coloradita se fue a vivir, con una familia que
la recogió, a los suburbios de Buenos Aires. Con el tiempo conoció a un tal
Juan Otálora y así terminó siendo una Otálora de Otálora asentada en el barrio
de Balvanera. De la pareja nació el primer varón después de varias generaciones
de mujeres y, encima, no fue colorado. Cuenta Amelia, en una parte bien legible,
que el tal Carlos de la Pinto
tenía un cuadro de esta pareja. Retrato que se hicieron el día en que se
casaron, siendo bastante mayores. Textualmente describe el plano de la figura
así, porque lo vio con sus propios ojos: “Clavado, colgando de la pared del
comedor de la casa de Carlos estaba el retrato hecho el mismo día del
casamiento. Juan era alto, de grandes bigotes y robusto; estaba sentado con una
pierna cruzada sobre la otra dejando asomar el lomo de la media caña de su
bota. Ana Cruz, sin ser tan alta como él, de pie y a su lado, apoyaba la mano
en el hombro de su marido...”
Ana
Cruz, Juan y... paciencia, que ya les contaré un poco más de lo que Amelia dejó
escrito en sus manuscritos sobre Ana Cruz, Juan y su hijo que no fue colorado.
Insisto,
si hay alguna duda sobre estas cosas, no hay más que consultarlo con los
profesores de la Historia de Zárate y, en fin...
Es en la página veintiséis de uno de los manuscritos que
Amelia aclara, después de haberlo discutido largamente con el tal Carlos de la
calle Pinto, que el tropero Otálora y su hija Ana Cruz huyeron, en realidad,
muy asustados. Ellos supusieron que la maldición arrojada en otros tiempos y en
aquella borrachería, por el hecho de haberse adentrado en Encarnación, los
perseguía. Y no estaban equivocados.
Aclarado esto; al morochito, porque era más bien parecido al
padre, nacido de la relación de Juan Otálora y Ana Cruz Otálora de Otálora le
llamaron, bendito sea Dios, Nicéforo. El chico, creció en el propio Balvanera
y, en el mismo barrio, se hizo digno de una puñalada. Estocada certera que le
dio a un guapo distraído. Es a causa de este acontecimiento que Nicéforo se
agrandó, por decir, de hombre rebelde y revelado. A pesar de todo hubo un
tiempo en que se corrió la voz que una percanta, entre milonga y milonguita, le
estaba medio como bajándole el coraje.
Cuenta Amelia, pero en el otro manuscrito, que el mocetón
Nicéforo, de frente cicatera, nunca más se interesó de su madre ni del padre.
El hombre, temeroso de lo que pudiera pasarle decidió alejarse de la percanta.
Fue en ese entonces que el caudillo de la parroquia de Balvanera, lugar en el
que Nicéforo había dormido el sueño agitado de la grapa y caña varias veces, le
da una carta para un tal Zoilo Achával del paraje de la Exaltación de la Cruz.
Por lo menos así le dijo el parroquiano que se llamaban el hombre al que debía
ubicar y el lugar.
Después de ganarle a las bochas una yegua azabache medio
vieja y mansa al hermano de la percanta; Nicéforo Otálora, hijo de Juan y Ana
Cruz, se embarca por cuenta propia en una aventura por demás tormentosa y
crujiente. Aventura que lo llevaría a sentirse muerto, pero tan muerto entre
los cuchilleros vivos que... Pero con esto seguiremos en el próximo capítulo y,
si hay alguna duda sobre todo lo que se cuenta, no hay más que consultarlo con
los profesores de la Historia
de Zárate y, si alguien supone o aprecia algún desliz mitomaníaco quedaría a
consideración de alguno que otro profesor de filosofía o sicología; en fin...
Nicéforo,
montado en la yegua ganada habilidosamente en un partido a las bochas toma, en
dirección y sentido, hacia el paraje de la Exaltación de la Cruz; tal como se
lo había pedido el parroquiano de Balvanera. En realidad, según pudo
entenderse, el lugar al que arribó primero fue al pueblo de Zárate. Se apeó y
dejó atada la yegua, que de tan vieja llegó maltrecha, al palenque de la
pulpería que, por lo que dedujo Amelia, era la que estaba en los alrededores de
donde hoy es la esquina noroeste que hace la avenida Lavalle con la calle
Rómulo Noya. En sí, parece que este despacho de bebida fue propiedad de alguien
cuyo nombre no se lee, en los manuscritos, con claridad aunque, por lo visto,
puede haber sido de un descendiente de una familia de apellido bastante bien mentado
en la zona. El boliche, por lo que Amelia asegura, escuchado de boca del tal
Don Frutos, era de adobe con techo empajado y a dos aguas. Decían que ahí se
servía buena cerveza envasada en botellas de barro y enfriada dentro del aljibe
del patio. Hay quienes hicieron quinta en el lugar y, punteando a fuerza de
pala, desenterraron algunos envases; en fin... Nicéforo, aparentemente desde
este lugar, fue caminando a la parte más poblada del pueblo siguiendo a un
pavero. Dejando al vendedor, cuando mostraba a las amas de casa las cualidades
de sus pavos, en la calle Justa Lima de Atucha, dobló instintivamente para la
calle que alguna vez llamaron del Puerto (hoy Rómulo Noya). Es así, que caminó
hacia las barrancas.
Dicen que el pavero
(y esto va a título de curiosidad, porque no tiene nada con ver con nuestra
historia) se llamaba Artemio. Este buen hombre, diariamente y con su caña
pavera en la mano, se venía alpargateando, tranco a tranco, nomás, desde el
llamado pago de Escalada hasta su segundo criadero que estaba, por lo visto,
enfrente de la pulpería en la que Nicéforo abandonó su yegua. Dicen que los
pavos ponederos y pisadores los criaba, allá, pegado al andén de la escalada de
ganado a los trenes que paraban sobre las vías del, por entonces, flamante
Ferrocarril Central Buenos Aires (el que tiempo después se llamó Urquiza).
Bueno;
mientras tanto, por decir, Nicéforo Otálora llegó a Zárate, lugar en el que
había nacido su madre; mujer de la que, no se sabe bien por qué, quería
olvidarse. Vagó unas horas por la barranca, apreció el Paraná de Las Palmas
y... En el próximo capítulo veremos qué pasó con el recado que traía. Como de
costumbre, si hay alguna duda al respecto de lo que se cuenta, no hay más que
consultarlo con los profesores de la Historia de Zárate y, en fin...
Después
de algunas apreciaciones que, a mi entender, no tienen mucho que ver con las
cosas de la parte de la historia que nos interesa; Amelia retoma, más adelante,
el asunto de Nicéforo y continúa así:
Nicéforo,
aparentemente, tuvo la sensación de que encontraría al tal Zoilo Achával por
estos lugares zarateños. El recado le quemaba, metido y apretado, entre la faja
deshilachada y la cuchilla. Faja mugrienta y desteñida que apenas le sostenía
la bombacha ya que, de puro haragán para comer, era flaco y bien esquelético. A
lo mejor es conveniente escribirlo usando las mismas palabras que usó Amelia en
la página treinta y tres de uno de sus manuscritos: “... tan flaco y esquelético,
como ligero con el cuchillo”. Supongo, que lo de la faja roñosa figura porque
es evidente que hay una gran diferencia entre mugre y roña; por lo menos así
está escrito y es como lo dijo el tal Carlos Pintos de la calle Pinto. Aclara;
que lo mugriento, dejando de lado la suciedad que el propio término implica, es
algo embebido de historia y épocas heredadas; pero la roña, en otro giro de
cosas, es la dejadez personificada y ausente de tiempo histórico o, visto de
otra manera, lo roñoso es, como se dice vulgarmente, algo abandonado y arisco
al aseo. Quizás estaría bien decir que la roña es suciedad del momento y que,
quien la lleva o la tiene no le importa cargarla porque ni siquiera la hiede.
No es exactamente así como lo escribió Amelia pero, de todos modos, es la
esencia o, por lo menos, lo que se entiende que quiere decir.
Volviendo
a Nicéforo Otálora, casi sobre la noche del día en que llegó a Zárate, aburrido
de mirar tanto el río desde las barrancas, regresó cerca del lugar en el que se
había separado del pavero, más exactamente hasta la intersección de las calles
que alguna vez se llamaron Zárate (hoy 19 de marzo) y Luján (hoy Belgrano). En
ese lugar se cruzó con un paisano a quien le preguntó si, por casualidad, no
conocía a un tal Zoilo Achával. El buen hombre le respondió que algo había oído
de él y, a lo mejor, podría ser que lo hallara por la zona del puerto y le
indicó cómo llegar.
Esta
Amelia mezcla un poco las cosas porque a continuación de todo esto se lee, en
el mismo manuscrito, que la yegua con la que llegó Nicéforo a Zárate se murió
al pie del palenque en el que la dejó atada y... Claro, por lo visto, debe de
ser por eso que aclara que, según dicen algunas malas lenguas hoy, se escucha
relinchar un fantasma, durante las noches de invierno, desde adentro de un edificio
de cocheras; ahí mismo, nomás, casi sobre la esquina noroeste que forma la
avenida Lavalle con la calle Rómula Noya. Particularmente pienso, como
vulgarmente se dice, que son todos bolazos porque los vecinos del lugar jamás
hicieron ninguna denuncia al respecto...
La
cuestión, es que Nicéforo llegó sobre la noche a un almacén en el puerto y...
Bueno, para no hacerlo más largo, mejor descansamos un poco. Como de costumbre,
si hay algunas dudas con todo lo que se cuenta, no hay más que evacuarlas a
través de los profesores de la Historia de Zárate y, en fin...
No todo lo que escribió Amelia en los manuscritos, por lo
que se entiende, lo oyó el día que juntaba hinojos para sus conejos en la
barranca de la Quinta Jovita. Quiere decir que, aparte de dejar sentado lo que
escuchó que le contaron a Borges, también está lo que pudo averiguar por cuenta
propia, cosa que, por lo visto, la enorgullecía. Y, sin pretender ser
reiterativo, de todo tiene mucho que ver el tal Carlos de la calle Pinto y Don
Frutos; quienes satisficieron, casi por demás, su curiosidad.
Volviendo al asunto de Nicéforo; está escrito que el hombre
llegó a la zona del puerto, tal como le indicaron hacerlo. Pero antes de partir
para “El Bajo”, se llegó hasta la botica que estaba, cruzando la plaza Mitre,
por donde cuentan que vivió el Dr. Félix Pagola; en la ochava que formaron las
viejas calles Morejón y Luján frente a la Sucursal del Banco de la Nación. El hombre
estaba necesitado de un ungüento que le aliviara el ardor que le había dejado,
entre las piernas, la galopeada a pelo desde Balvanera. En “El Bajo” y a poca
distancia del río, sobre la calle Mazzini (hoy Hipólito Yrigoyen) estaba ese
almacén de paredes de ladrillos enmohecidos, con la entrada algo chanfleada
mirando al sur y la puerta forrada con arpilleras. De adentro del boliche salía
música y Nicéforo aguardó escuchando parado sobre el pasto que crecía en la
vereda de tierra del frente, acompañado de sombras que se hacían en la noche de
luna llena recién asomada de atrás de los montes isleños que, como inmensos
camalotes, parecían flotar en el canal. Un tango precedió a una habanera, una
polca y un chotís. Los ritmos provenían de un dúo. Uno de los músicos hacía las
melodías soplando en un peine con papel de seda, mientras el otro rascaba la
guitarra improvisando el acompañamiento. Cuando la orquesta (y está bien dicho
lo de orquesta porque en esos tiempos los dúos, tríos y cuartetos eran
llamados, popularmente, de esa manera) dejó de tocar, Nicéforo traspasó la
puerta del local. ¿No quiso la suerte que este bendito hombre se metiera,
mientras caminaba distraído en dirección al mostrador, en el centro de un
altercado entre troperos de paso y parroquianos? Fue justo en ese momento
cuando le volvió eso. Esa cosa rara que le corría por dentro y que, en fin, era
un asunto que le enfriaba el estómago desde hacía tiempo. Le pasaba algo así,
como falto de lógica; un efecto de duendes presentes en el vacío que dejaba la
ausencia de su madre entre los fantasmas de unas coloradas con las que, noche
tras noche, tenía pesadillas. Pelirrojas que en los sueños y hediendo a azufre,
ensamblaban un mal presagio en ese preciso lugar del puerto zarateño. Pero no
era momento para ponerse a filosofar ni a pensar en esas rarezas porque, tras
un descuido, una estocada equivocada lo haría finado. La cuestión es que esa
noche, muy poco adentrada en el siglo veinte, un cuchillo reflejaría la luz de
las lámparas de petróleo del boliche y Nicéforo, sin entender nada ni saber de
qué lado estaba la razón en la gresca, se dejaría llevar atraído por el sabor
del peligro. En un momento en que nadie, pero nadie, pudo explicar y en el
instante más pequeño que pueda pensarse, del entrevero paró una puñalada en el
aire. Estocada que un peón le tiró a un hombre cubierto con poncho de potro y
de galera gastada al color ratón; un tipo rudo que, curiosamente, al gritar se
le afeminaba la voz. Y como se da en cualquier altercado, especialmente en los
almacenes roñosos, la gresca terminó tan de improviso como empezó; sin muertos
ni heridos y quedando la cosa medio aburrida, contrastando con la agitación
dada en un principio. Al final del asunto, Nicéforo Otálora, terminó bebiendo y
compartiendo con todos los parroquianos y troperos... Emborrachándose en calma.
De lo que pasó con Nicéforo después de muchos, pero muchos
vasos de ginebra seguiremos en párrafos aparte; porque en realidad lo que
viene, que es por demás importante, lleva un buen tiempo contarlo y, de hacerlo
sin descanso, se perdería en parte la esencia del asunto; aunque el tal Zoilo
Achával...
Insisto; si hay alguna duda de lo que se cuenta, no hay más
que consultarlo con los profesores de la Historia de Zárate y, en fin...
Amelia mantuvo conversaciones, que volcó en los manuscritos,
con un viejo de nombre Tulio. Un hombre que había sido operario de la, por
entonces, reciente fábrica de papel. Establecimiento que impregnaba de un olor
penetrante el ambiente de la zona de El Bajo. Este tal Tulio había sido, también,
uno de los cincuenta músicos de la banda que tocaba en la Plaza Mitre. Banda
formada con el personal de la papelera. Tulio recordaba al dúo que tocaba en el
roñoso almacén de “El Bajo” adonde había ido a parar Nicéforo. Esta orquesta,
como se le llamaba en la época, a veces se ampliaba con una armónica y un
acordeón que ejecutaban unos tales Florindo y Hermenegildo, músicos que
llegaban en sulky desde el viejo pueblo de Capilla de Señor. Los hermanos, porque
en realidad eran hermanos, que tocaban todas las noches en el boliche de “El
Bajo” vivían en un rancho, al fondo de la vieja calle Zárate (hoy 19 de Marzo),
al borde de un camino angosto que se hizo entre el pastizal existente entre la
calle Mazzini (hoy Yrigoyen) y la barranquilla donde, en la parte alta, hoy se
asienta el abandonado caserón de los Güerci. Uno de los hermanos se llamaba
Seso y el otro Elorto. Seso era quien tocaba la guitarra y Elorto el peine con
un papel de seda. Amelia cuenta que, según el tal Tulio, estos dos cristianos
de apellido Di Palo se hacían llamar distinto porque no comprendían de dónde
diablos la madre había sacado sus nombres ya que, “ni siquiera figuraban en los
santos de atrás de los almanaques” (escrito así textualmente). Del nombre
artístico de Elorto, Tulio se acuerda muy bien y dijo “que se hacía llamar
Elías Di Paolo” y del que se sabe que murió soltero y nunca reconoció ningún
hijo; esto lo aclara Amelia, porque es importante decirlo, que no tiene, ni
tuvo, nada que ver con los Di Paolo que hoy viven en nuestra ciudad. Del otro,
de Seso, lo único que se supo, pero ya de boca de otras personas desaparecidas
de Zárate, es que lo encontraron por los años 1905 muerto; recostado en una de
las columnas que sostenían las lámparas de alumbrado que estaban enfiladas en
el centro de la calle, que alguna vez se llamó Zárate (recuerda Amelia, hoy 19
de Marzo), que por aquel entonces estaría adoquinada. Y con lo de Nicéforo
Otálora y el tal Zoilo Achával, seguiremos más abajo, Dios mediante. Si hay
alguna duda de lo que se cuenta, como decimos siempre, no hay más que preguntarle
a los profesores de la
Historia de Zárate y, en fin...
A
esta altura de las historias que cuenta Amelia en sus manuscritos; nadie podrá
dudar de que la tarea de averiguar cosas la hizo muy pero, muy bien.
Después de
emborracharse en el roñoso almacén de “El Bajo” y una vez que pasó la noche o
mejor dicho, cuando los rayos del sol hicieron las primeras sombras con los
sauces de la isla ensombreciendo el color arcilla del Paraná; Nicéforo Otálora
se tiró a dormir la mona en el patio de tierra del boliche entre el aljibe y
una higuera.
Caprichosamente el
destino quiso que el tipo cubierto con un poncho de potro y de galera gastada
al color ratón, al que se le afeminaba la voz cuando gritaba, fuera justamente
el tal Zoilo Achával. El mentado Zoilo Achával que Nicéforo andaba buscando
para entregarle el recado que le encomendó el caudillo de la parroquia de
Balvanera.
Pero, mejor vayamos
despacio. Tan lento como el despertar lastimoso de las imágenes de los
cuchilleros después de una noche más que adobada de alcohol en una ausencia de
amor y mujeres. En realidad, “como la víspera y la mañana que nos ocupa o como
la mañana y la víspera de Nicéforo, si lo prefieren” (escrito textualmente en
la página cincuenta y dos de uno de los manuscritos de Amelia).
La cuestión es que,
ya cuando el sol tocaba el zenit, el mismo paisano que le había tirado la
estocada al Zoilo Achával es quien despierta a Nicéforo sacudiéndolo. Grande
fue el sobresalto del peón cuando el cuchillero ni corto ni perezoso al verlo
saltó y, parándose con las piernas abiertas, desenfundó el cuchillo.
Al grito de: “¡un
momento parroquiano, que ando desarmao!” Nicéforo se apacigua y enfundando
pregunta qué es lo que quiere. Mientras el otro le responde que lo siga recuerda
que, después del altercado de la noche anterior, el tal Zoilo Achával había
sentado al peón a su derecha y se emborracharon juntos compartiendo las
botellas de ginebra y en la misma mesa. Cosa rara, pero así había sido.
Disculpen ustedes
queridos lectores pero lo que continúa está escrito con la punta de un lápiz de
tinta casi, casi, al borde de la madera. Quiero decir, que la punta del lápiz,
por lo visto, estaba gastada y no se entiende muy bien lo que sigue ya que se
entrecortan las palabras. De todos modos me está dando sueño y...
Bueno, como digo
siempre, si hay alguna duda de lo que se cuenta no hay más que consultarlo con
los profesores de la Historia de Zárate y, en fin...
En
realidad estas Historias en una historia de historias como se da en llamarse al
conjunto de los manuscritos de Amelia producen un poco de esa cosa que
llaman... No sé en realidad cómo le llaman, pero da esa cosa... En fin.
Tendrán
que disculparme los lectores porque me está dando sueño mientras transcribo
estas patas de gallo. Digo patas de gallo porque no sé si Amelia en el momento
que escribía lo que sigue había perdido los anteojos de cerca, como en algún
lugar de los manuscritos ella le llama a las lentes, pero la cosa es que me lloran los ojos. Aunque no
sé... Seguramente que debe de ser sueño. Les vuelvo a pedir disculpas por el
atrevimiento de...
Sueño,
ciertamente es sueño y hago un sueño. Pero vaya ¡qué sueño! Un sueño que tiene
importancia por lo que observo en el túnel de las pesadillas. Allá al final lo
veo; algo oscuro pero lo veo... Aunque no lo sé, ¿eh? No sé si es un alerta.
¡Uy! Es eso, sí... ¡Un alerta! ¡Madre mía! Se me presenta Amelia así, como Dios
la trajo al mundo y sin el bolso de ropa limpia en su cabeza. Jamás la vi
caminar sin el bollo de ropa haciéndole un globo de historieta sobre la
mollera. ¿Un sueño?
- ¡Amelia...! – Le digo, sorprendido de verla
inserta en esa estampa de fondo negro.
- ¡Amelia! ¡Bah! – Me responde. – Por tu culpa me
encuentro con esta manga de finados que vagan como yo... Y entre ellos a este
Borges que me reprocha y reprocha.
- ¿Qué le puede reprochar?
- Haberte dejado usar mis apuntes – Dice
acusándome con el dedo y sin salirse del fondo de la estampa. – Le expliqué a
este buen señor que, expresamente, no te dejé ninguna autorización para
hacerlo, que era algo así como... Como entre cosas y, no sé si está bien
dicho... ¡Como entre cosas, que vos decís, que había escuchado contarle en la
Quinta Jovita...! Que eran cosas entre nosotros, otros, los Pinto de la calle
Pinto, Frutos y, bueno, no sé.
- ¿Qué es lo que pasa Amelia? No le entiendo.
- Es simple, entre todo lo que me dice, afirma que
los personajes de ficción no mueren y si lo hacen es un capricho del autor...
¡Él dice, que soy un personaje y me mandó a hablar con vos! Por eso lo del
sueño...
- ¿Va a decirme que esta pesadilla la tengo por
culpa suya?
- Mirá, si es por mi culpa no lo sé, pero él dice
que yo soy inventada por vos y que estoy fuera de contexto. Así son sus
palabras. Respondéme, ¿no será que te estás inventando todas estas cosas y me
mandaste acá para darte más libertad de sesera? Imagináte vos que camino entre
todos los finados y es como que nadie me ve. Salvo Borges, está demás
decirlo...
- Claro, Amelia, él la ve porque fue escritor y
sabe de personajes. Supongo yo...
- ¿Querés decirme entonces vos...? ¡Vos;
principiante escritor e inescrupuloso autor, ¿qué es lo que tengo que hacer?!
- Bueno, usted es mi personaje Amelia, yo no lo
sé. Sí, es cierto. Yo la maté, ¿en la ficción?, pero... No sé si no hay algo de
realidad. ¿Qué sé yo? Acaso, ¿esto no es un sueño...?
- Mirá, decidí adónde me vas a mandar. En este
lugar no puedo estar...
- Bueno... Entonces, por ahora, ¡vuelva, baje!
- ¿Volver...? ¡Qué bajar!, ni ¡qué subir! ¡Me
mataste!, el resto, lo otro, es tu problema...
- Déme tiempo, voy a hablar con otros literatos.
Seguramente ellos, que tienen experiencia, seguramente van a decirme adónde se
mandan los personajes que los escritores matamos...
Ahora...
¡Uy! Estoy despierto y agitado, por cierto... No lo sé... No sé cuánto hubo de
sueño y de realidad en todo esto; pero por las dudas... Digo que, por las dudas,
aparte de despedirme como siempre, con eso de que si hay alguna duda al
respecto pueden consultarlo con los profesores de la Historia de Zárate... ¡Por
favor!, ¿podrían los escritores comunicarse conmigo, a la brevedad, para ayudarme
con este barullo?
Fue
interesante recibir tantas opiniones acerca del lugar al que deben ir los
personajes que los escritores, por diversos motivos, matamos en la ficción. La
mayoría opina que Borges usó sus licencias o influyó con alguna metáfora de
Lugones para distraer al cerrajero gnomo del Monte Parnaso. Solamente así pudo
haberse acercado a Amelia. Descontamos que no hay quien ignore que la
imaginación de Borges siempre voló por los lugares más inverosímiles; por algo
él es uno de los que habitan en el Parnaso. Todo esto, dicen los más pensantes,
que lo calculó Borges a medida de que escribía la “Historia de la Eternidad”
calculando los resultados en las unidades de medidas derivadas de las razones
entre los valores de la mística y el tiempo que dan lugar a esas ecuaciones que
van desde lo infinitesimalmente pequeño hasta lo más grande e inconmensurable.
Incluso, nadie sabe si él, en realidad, creyó si todo lo que escribió en el
ensayo era tan así, aunque en fin... Porque como dicen aquellos que, insisto,
son los más pensantes, ¿cuál es la diferencia entre lo infinitamente pequeño y
lo grandemente desmesurado? O, analizando las cosas desde otro ángulo y de
vueltas al planteo hecho en algunos capítulos anteriores de estas Historias en
una historia de historias, ¿dónde reside la diferencia entre realidad y
ficción? Se supone, yendo más allá de una suposición, que ese es un cociente
tan práctico que siempre, como resultado, da uno. O caminando por el absurdo,
acaso, ¿cómo se resuelve un sistema de una sola ecuación con dos incógnitas?
¿Quién duda en poder darle una respuesta a Borges del por qué Borges escribió “Borges
y yo”?
A
todo esto...
Sinceramente
agradezco enormemente a todos los que intentaron ordenarme el problema que, con
Amelia, se me dio... Muchísimas gracias por las cartas y llamados telefónicos
pero, voy a ser claro y sincero, les pido que no se
preocupen más... Sí, por favor...
En realidad ahora mis problemas, más que filosóficos, son matemáticos y... Qué
sé yo, me siento menos tranquilo que antes y, es mucho decir; en fin.
De
todos modos, insisto, muchas gracias. Y, volviendo a nuestros manuscritos,
escribió Amelia que... ¡Sí! ¡Amelia, quien pesará toda la eternidad, si es que
la eternidad tiene masa, para que le dé una respuesta a su problema y, por las
dudas, espero no soñar más con ella...!
Por
otro lado...
Y,
sin más distracciones resultó ser que Nicéforo, después de que el tropero lo
despertó y ya curado de su resaca, se presentó ante el tal Zoilo Achával que lo
esperaba recostado en el mostrador de la pulpería del puerto de Zárate. Otálora
le entregó el recado que trajo de Balvanera al tal Zoilo quien, después de mirarlo, le ordenó al dueño
del boliche que se lo lea en voz alta. El bolichero que, aparentemente, se
llamaba Orfelio, le respondió que no entendía lo que estaba escrito. En
realidad, por lo que se deduce, ninguno sabía leer. La cuestión es que Zoilo
sin darle importancia al escrito, dobló en cuatro partes el recado, le apoyó
una botella con ginebra encima y con la mirada fija y desafiante le penetró los
ojos a Nicéforo proponiéndole ir, con los demás, al Norte de San Nicolás a
traer una tropa. Nicéforo aceptó el trato y, sobre la madrugada del otro día,
después de haber conseguido un buen zaino, partió en compañía de los troperos
en busca de nuevos horizontes y aventuras.
Y,
como de costumbre, si existe alguna duda de lo que se cuenta, no hay más que
consultarlo con los profesores de la Historia de Zárate e independientemente,
si hay alguien que le interese, puede resolver las ecuaciones planteadas con
uno u otro profesor de matemática... En fin.
Continúa
Amelia en sus manuscritos, que la propuesta hecha por Zoilo Achával a Nicéforo
Otálora, ir a San Nicolás a traer una tropa seguramente cuatreada, aún con una
severa resaca propinada por el alcohol ingerido durante la noche anterior, fue
aceptada.
La
cuestión, según Amelia, es que fue a la madrugada siguiente de aquella
conversación cuando Nicéforo empezó una vida diferente. Una vida que por mucho
tiempo le mezclaría, penetrándolo, el olor del sudor de los caballos con el
perfume que fabrican las gotas de rocío en los pastizales cuando está por
despuntar el sol en cualquier estación del año. Así es que Otálora aprende a
jinetear bamboleándose en los escapes cuando es perseguido y tiroteado, a entropillar
la hacienda, a carnear de apuro, a manejar el lazo y las boleadoras que tumban;
a resistir el sueño, las tormentas, las heladas, el sol de frente en los
tiempos calurosos, y a arrear con el silbido y el grito ahuijeado... Fue algo,
textualmente así está escrito, “como sentido, arrasado y llevado en su sangre;
porque no puede negarse, después de todo, que descendía de un tropero”.
Otálora,
durante todo ese primer tiempo ve una sola vez a Zoilo Achával. Se hombreaba
temido por ser miembro de las cuatreadas de Zoilo, aceptando siempre el dicho
ese con el que sus compañeros alababan al jefe: “a pesar de afinársele la voz;
Zoilo Achával, todo lo que ordena es capaz de hacerlo mejor que nadie”.
Resulta
ser, por lo que se entiende, que el negocio de Achával era múltiple y variado;
y Nicéforo descubre que lo principal del ministerio era el contrabando y otras
yerbas, en el sentido amplio de la expresión. El tropero, después de pensarlo
muy bien, se convence de que quiere ascender a contrabandista y, para concretar
esa ambición, descubre que dos de sus compañeros, por la buena causa de las órdenes
secretas de Achával, una noche cruzarían la frontera con el Paraguay para
regresar trayendo abundante cáñamo de marihuana cargados en cien mulas que,
ciertamente, se vendía a buen precio. Es entonces que Nicéforo provoca a uno de
los hombres y en la gresca lo hiere de muerte tomando su lugar... y así;
comienza su propio negocio creyendo independizarse para siempre de su
gobernador; pensamiento muy errado, por cierto, como se verá más adelante y
está escrito por Amelia.
Nicéforo,
contrabandeó coca, marihuana y morfina desde el Paraguay y dejó pasar más de
tres años antes de volver a los pagos de la Exaltación de la Cruz y cuando
decidió hacerlo, un invierno, con buenos dividendos en su morral, anduvo muchos
días con cuidado de no toparse con la gente de Achával. Amelia dice que no entiende
por qué este hombre volvió cuando por otros pagos le estaba yendo bien; aunque
la explicación resultará simple por lo que leo unas tres hojas más adelante...
nadie podrá olvidarse de las maldiciones arrasadas de familia. Pero voy a
seguir en orden. Así como lo escribió Amelia, renglón por renglón.
A
pesar de no encontrar a nadie visible, descubrió algunos recados en los patios
abiertos de los caserones vacíos de Capilla del Señor por donde se decía que
había pernoctado Achával. Se encontró con cosas raras; que no se entendían muy
bien, pero concesiones al final de cuentas; por lo menos así lo tomó él. Un
día, en una borrachería, un paisano con acento francés le comentó al pulpero,
que hacía de bolichero, que Zoilo Achával no mejoraba; por lo que Nicéforo se
da cuenta de que el hombre quizás andaba en las malas. El pulpero, de pinta
cuchillera, respondió con un comentario; palabras que Nicéforo tomó como dichas
a propósito para que se lo escuchase bien. Apuró el vaso de caña disimulando
que oía la postilla y fue esto lo que entendió: “Al Zoilo lo atienden y lo
sirven el moreno y el brasileño... le ceban los mates y le avivan el caldero en
su mismito dormitorio.”
La
verdad es que Otálora quedó más en pelotas de lo que ya estaba con los recados
y mercedes que hallaba, pero... si hay alguna duda de lo que se
cuenta, como digo siempre, no hay más que preguntarle a los profesores de la
Historia de Zárate y, en fin...
Cuenta Amelia que después de que
Nicéforo Otálora entendió que Zoilo Achával podría andar en la mala de cuerpo y
que se hacía servir y atender por un moreno y un brasileño, caminó más suelto
por las calles de Capilla del Señor. Pero vaya que, un día, un par de troperos
lo despierta de una siesta que hacía en el patio de un caserón desmoronado y le
insisten, después de secuestrarle el oneroso morral a filo de cuchillo, que
debe acompañarlos porque lo quiere ver el jefe, quien lo espera para,
incomprensiblemente, ponerlo otra vez bajo su yugo. Recordarán que les conté,
según lo escribió Amelia, que Nicéforo no entendía bien lo que era todo ese
asunto de los recados, ni siquiera lo que el pulpero aquél de aspecto
cuchillero le largó en una forma rara de acertijo, más para un hombre de frente
agarrotada como la de él. La cuestión es que Otálora no tuvo más remedio que
obedecer a los malandrines. En realidad, Nicéforo, se siente humillado a causa
de todo esto.
La casa en la que vivía Achával estaba
a unos doscientos metros, al frente del riacho que bordea y moja, al oeste, el
viejo pueblo de Capilla del Señor. Una vez en el interior del caserón lo
empujan adentro de una habitación oscura. El hombre, disimulando el temor, va
acostumbrándose de a poco a la penumbra. Reconoció que estaba en un dormitorio
con todas las aberturas al exterior cerradas. Un haz de luz entró de repente
desde el poniente por un agujero en el hierro oxidado de la celosía balcón que
daba a la calle que lleva al riacho del Río Luján. Sobre una mesa larga
distinguió unos taleros descuidados, facones y armas de fuego. Nicéforo
descubre al jefe recostado en un camastro y lo aprecia más que viejo,
arruinado. De repente, Achával dice, acomodándose en el catre y apuntándolo
amenazante con el dedo índice de su mano derecha, que aún, sin olvidar las
cosas, perdonará su traición porque no tenía las cosas bien en claro ni
decididas; pero, para tener esa disculpa, debería seguir obedeciéndole y
aportando la experiencia que había adquirido en el malandrinaje que había hecho
en propio beneficio. Nicéforo cree comprender lo que no entendía; es decir que
tal reacción de Achával era parte de las respuestas a los acertijos y recados;
y a las palabras del pulpero aquél... aunque algo en su interior le decía que
algún revés vendría más adelante; ya que sabía, por comentarios de los troperos
con los que anduvo, que el jefe jamás dejaba de escarmentar una traición.
Mientras Otálora se enredaba en sus pensamientos
entra en escena una hermosa mujer con el cabello tan rojo como el color que
toman las nubes que se entretejen en el horizonte durante un ocaso de primavera.
Ella está a medio vestir, con las enaguas recogidas y descalza. Sus pies son
bellísimos. El ambiente huele a hinojo salvaje y el aire se torna candente como
si emergiera del interior un caldero encendido. Una ráfaga instantánea, por un
corto momento, le hiede a azufre, así como pasó en aquella lejana noche en el
boliche del puerto de Zárate el día que conoció a Zoilo Achával. En ese mismo
instante el jefe se incorpora sentándose al borde del camastro. Lo hace como pinchado
por el tridente de Lucifer. Después de un tiempo denso y viscoso, un moreno
entra con una gran pava con agua caliente y un cimarrón bien preparado con yerba
y ginebra. Otálora comprende la propuesta y ceba, sometido, mate tras mate; amargos
fuertes con sabor a ginebra que Zoilo chupa con desaforo en un devenir de
manos. La colorada se sienta en las rodillas del jefe y, subiendo la cabeza,
deja libre su cabellera para que él trence entre los dedos de su mano izquierda
los cabellos. Con la mano derecha libre ase los mates chupándolos uno tras
otro. De repente le acaricia y aprieta profundamente los senos a la mujer dando
licencia a Otálora para que se retire, ordenándole la permanencia vigilada en
el caserón a merced de la propia gente. Nicéforo asiente y se retira del
dormitorio desnudando al calor de sus pensamientos a la hermosa pelirroja.
Zoilo grita, durante la retirada, que tenga en cuenta que si le conserva la
vida es gracias a que supieron leerle el recado que había recibido de aquél
parroquiano de Balvanera; mandato que fue la causa de haberse conocido. En
verdad, Nicéforo Otálora nunca pudo saber el contenido de aquella carta y por
lo visto Amelia tampoco pudo oírlo cuando se lo contaron a Borges, porque los
gallos de riña de la
Quinta Jovita enloquecieron, gritando embarullados por el
susto, debido a la aparición de un par de esas comadrejas que proliferan en las
barrancas... y, si queda alguna duda, quizás algún profesor de la Historia de Zárate y de
estos pagos pueda, hoy en día, conocer algo de lo que ahí estaba escrito, pero
si no quieren contarlo ya escapa del alcance de quien relata todo esto.
Sigue Amelia, en esta parte de los manuscritos
que es la más legible de todas, que unos veinte días después de que a Nicéforo
lo guardaran en el caserón de Achával vigilado para que no escapase; cosa que
no se le ocurriría hacer porque entonces sí que la vida se le esfumaría en un
entrar y salir de facones, recibe la orden de marchar junto a otros troperos y
asentarse en los alrededores del pueblo de Zárate. Ya promediaba, subrayó
Amelia a todo esto, el año 1917.
Así es que una mañana, cercana a la primavera;
la tropa, regenteada por el mentado moreno cuyo nombre nunca apareció en los
manuscritos, parte y se instala en un paraje lindero al viejo y abandonado frigorífico
de las Palmas. Al puesto, que es una estancia, lo llaman El Salvador como al oratorio que alguna vez fue parte de estas historias
en una historia de historias. ¿Casualidad? Ustedes contestarán, más adelante,
este interrogante.
Fue entonces que Otálora oyó en rueda de
fogones, entre la peonada del lugar, que Achával, dueño de la estancia, no tardaría
en llegar por esos pagos. Al preguntar para qué lo haría, porque el jefe nunca
había intervenido en ninguna de las acciones de su gente, alguien le aclara que
es porque hay un forastero aguachado que está por querer mandar en lo que es
ajeno. Nicéforo comprendió que se referían a él aunque fuera dicho medio en
pulla y algo en serio, pero lo dejó pasar; aunque le descosió algunos hilvanes
de los pensamientos a medio masticar que llevaba encima. Lo que sí tomó más en
cuenta fue el comentario de que el jefe se había enemistado con un político pesado
que le había retirado su apoyo y protección legal, caudillo que por ese
entonces regenteaba fuertemente en Zárate. Esa noticia le cae de agrado, más al
enterarse de que ambas bandas entrarían en gresca de poder.
La cuestión es que le preparan una acogedora
habitación para que se hospede Achával, quien llegaría con la hermosa
pelirroja.
Estando
todo listo para recibir al jefe, cierta mañana cae un tal Ulpiano Malinho,
brasileño, que es reconocido como guardaespaldas y hombre de suma confianza de
Zoilo Achával. El moreno deja las cosas en manos de este hombre joven que, por
momentos, se lo ve apesadumbrado y a veces recio.
Siendo el tal Ulpiano un hombre tan variable,
Nicéforo intenta, con mucha cautela cuando lo observa taciturno, ganárselo para
reforzar el lado de esos hilvanes que venía urdiendo en su cabeza.
Después de varios días y ya entrada la
primavera, Achával llega a El Salvador con
la pelirroja, ambos montados en un hermoso caballo liberal que simboliza la
autoridad del patrón. Nicéforo, cuenta Amelia, no solo codicia al animal, sino
que, a la vez, desea ardientemente a esa mujer cuyos cabellos rojos
resplandecen encelándole los pechos jóvenes y duros. Curiosamente a Zoilo
Achával la voz y algunos gestos se le afeminan seguido; más cuando se dirige al
brasileño.
Quizás sea que el hilvanado de los pensamientos
de Otálora tengan puntos en común, tales como que la mujer y el caballo de
Achával sean atributos o adjetivos de un hombre que otro ambiciona destruir.
Aquí es donde la historia se ahonda y se complica a medida que pasan los días.
Zoilo Achával, era sabido, que es diestro en el
arte de la intimidación progresiva y en la satánica maniobra de humillar al
interlocutor. Nicéforo Otálora pretende aplicar este mismo método a la dura
tarea que se propone que es la de suplantar, lentamente, al jefe.
Nicéforo, logra con mucha paciencia la amistad
de Malinho, pero esta parte de la historia...
Como de costumbre; si hay cabos sueltos, es cosa
de preguntarle a los profesores de la Historia de Zárate.
Lo
escrito por Amelia ya casi está terminando, pero en esta parte recalca que
Nicéforo Otálora logró, por lo que él creyó que así era, cautelosamente
arrastrar al guardaespaldas de Achával para su lado. Tal es así que Ulpiano Malinho
promete ayudarle cuando le confía su ambicioso plan enredado con fabulosas
promesas.
Así
empieza a confundir las cosas entre los hombres de la tropa, que no obedecen,
por un lado, todas las órdenes de Zoilo Achával.
Resulta ser que un día,
casi sobre la Navidad,
tras un revoltoso tiroteo entre algunos malandrines de Achával y del caudillo
zarateño; Zoilo es traicionado por el grupo de gente manipulada por Otálora, por
lo que debe huir como puede a esconderse. Achával, se oculta en un inmenso sauzal a la margen de
un arroyo que baja al Paraná de las Palmas. Nicéforo aprovecha la oportunidad y
usurpa guapamente el lugar de Achával montándole su hermoso caballo; pero un tiro
le roza el hombro y regresa, regando con su sangre la costosa montura con
estribos y cachas de plata, a El Salvador.
En
las noches siguientes, habiéndose calmado la gresca, mientras Achával permanece
escondido y cuando los sobrevivientes regresan, Nicéforo Otálora duerme
consentidamente con la hermosa mujer, que tanto deseaba, en varias oportunidades.
Con
el tiempo, Achával vuelve y, curiosamente, sigue actuando de jefe dando órdenes
que, aparentemente nadie cumple. Nicéforo Otálora no lo toca, aguantándose, a
causa de una mezcla de rutina y lástima.
Y así
estoy llegando a la hoja final del último manuscrito de Amelia que lleva por
subtítulo: “La última noche”. Ahí está escrito que esa noche, bajo un cielo
estrellado, los hombres en El Salvador comparten un asado de res recién despostada
y beben vino mezclado con alcohol destilado del trigo. Alguien rasga en una
guitarra destemplada una milonga triste, rea y desafinada. A la cabecera de la
larga mesa, en el casco de la estancia, Otálora muy borracho protesta, insulta
y por momentos se alegra en demasía. En verdad, todos gritan, mientras Zoilo
Achával permanece fresco y taciturno rompiendo en mil pedazos aquella carta que
había recibido de manos de Nicéforo y de parte del parroquiano de Balvanera.
Cuando
llega la medianoche, Achával camina fríamente hacia la habitación de la bella
mujer cuyo nombre grita por primera vez en presencia de los hombres: “¡María!”
La colorada sale, a medio vestir y descalza, del interior de la casa. A Achával
se le afemina la voz cuando le dice con odio: “Me fuiste infiel con el mal
parido de Nicéforo Otálora y se han restregado en mi propio catre. Será lo
último que hayan hecho, en la puta vida, juntos”. Zoilo Achával le arranca la poca
ropa a la colorada dejándola completamente desnuda y a la vista de todos los
peones y troperos, incluso de Nicéforo Otálora que tambaleándose intenta
pararse, cosa que no puede hacer debido al tremendo efecto del alcohol que
había ingerido... En ese mismo momento, Ulpiano Malinho desenfunda el revólver
y apunta a la cabeza de Nicéforo Otálora... Un profundo silencio cubre la noche.
En
fin, hasta aquí, si queda alguna duda de lo escrito no hay más que consultarlo
con los profesores de la Historia de Zárate, aunque quedan apenas unas líneas
para terminar esta historia contada en los manuscritos de Amelia. Historia en
una historia de historias que, en fin...
Terminando,
Amelia cuenta que el guardaespaldas de Achával apunta con su revólver a
Nicéforo Otálora, quien comprende, antes de morir, que desde el principio fue
traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido hacer el
amor, mandar y, en fin... que ya lo daban por finado. Porque para Zoilo
Achával, Nicéforo Otálora desde el principio estaba extinto.
Malinho,
con desdén hace fuego. Bastó un solo disparo.
Zoilo
Achával aquella misma noche arrojó, desnuda, a la colorada a su propio destino.
La echó y le perdonó la vida. María, la pelirroja, como una parodia de todas
las pelirrojas que aparecieron en estas historias tuvo una hija, también
colorada. Una hija de Nicéforo Otálora y nadie puede negar que fue así porque a
Achával no solamente se le afeminaba la voz...
María
terminó sus días en Buenos Aires; mientras que los hombres de la banda de Zoilo
Achával fueron asesinados, junto con su jefe cuando dormían una borrachera, por
la gente del caudillo zarateño con quien competían por sus fechorías pocas
noches después de la muerte de Nicéforo Otálora.
María
vivió en Balvanera y ahí crió a su hija la que quedó soltera, la que al morir
su madre se mudó y radicó en Zárate, en la calle Rómulo Noya al 289 y fue
lavandera, criadora de conejos, escritora de unos manuscritos que algunos creen
que mezclan la historia de su familia con la historia de lo que le contaron a
Borges en la Quinta Jovita el día que visitó Zárate cuando ella, de nombre
Amelia, recogía el hinojo de la barranca para alimentar sus conejos...
Si
quedó algo en el tintero simplemente fue porque parte de los manuscritos
estaban bastante ilegibles, como en alguna oportunidad lo dije; pero basta
hablar con los escritores y profesores zarateños para separar la ficción de la
realidad...
Hasta
aquí lo que pude sacar en limpio. A lo mejor algún día el sitio de la casa de
Amelia sea promulgado como lugar histórico de la ciudad. Todo es posible, ¿no?;
porque si no hubiera sido por ella muchas cosas de la historia de esta zona se
hubiesen perdido en la ignorancia espiralada de las épocas... En fin...
Primera
revisión:
Zárate, 26 de febrero de 2005.
Enésima
y última revisión:
He cumplido en agregar lo que doy en llamar “A
modo de guía”, el 11 de mayo de 2014 en la ciudad de Mar del Plata.
Doy por terminado mi trabajo de revisión de la
historia lamentando haberla dejado en el olvido durante catorce años, pues la
escribí en el mes de mayo del año 2000. Algunos segmentos fueron gentilmente
publicados, en ese año, en el Diario “El Pueblo” de la ciudad de Zárate bajo la
dirección de la Sra. Hebe
Di Paolo de Camaño.
Quizás algún día pueda publicarla y, en caso
contrario… quién sabe, ¿no?