CUBARIO (Novela)


Jorge Rodolfo Altmann
Cubario

- ¡Herminia!
         “Quién sabe dónde se metió.”
­ ¡Herminia!       
“Más que seguro... tenía que terminar así.”
­ ¡Herminia!
         “Sabía que moriría de un ataque al corazón. Las cenizas de sauce lo anunciaban.”
­ ¡Herminia!
- Ya, ya. Aquí estoy, mujer.
- ¿Por dónde andabas?
- Subí para escuchar. Me gusta la lluvia.
- Herminia, querida...
- Sí, lo sé... me lo dijo Juana.
- ¿Te contó cómo pasó?
- Y, no era joven. La cuerda se le iba a cortar en cualquier momento.
- Cuando descubrió lo del corazón le recomendé que anduviera en la dirección del viento. Hoy, para ir a lo de la Elvira, cruzó la sudestada.
- Dejá de hablar de los dos... de ellos, como...
- ¿Por qué? ¿Acaso no pensás como yo?... Vamos, mujer, ¡si lo secó la Elvira!
- Por favor...
- Vos, siempre con la poesía.
- Va a llegar en cualquier momento y si nos escucha...
- Y, si nos escucha, ¿qué?
- Subiré otra vez para ver si dejó de llover.
         “Cuando llegue le diré algunas. El viejo hizo de las suyas... la Herminia, para mí, lo amó demasiado. Lo siento por el Nicolás. Él, pobrecito, siempre fue el más perjudicado. ¡Ese matete que tiene! Aunque yo... yo sé bien cómo se le vendrán las cosas de ahora en adelante. ¡Las astillas de ñandubayes flotaron y eso quiere decir mucho de la  muerte del Eduardo!”

         Pensaba en lo divertido que estuvo la despedida de soltera cuando oyó el teléfono. 
         Se apresuró a abrir, prendió las luces, corrió hasta la pieza y dejó caer las llaves sobre la almohada. Descolgó el tubo y se sentó al borde de la cama.
- Hola - contestó estirando las piernas; observándose los pies hinchados.
(...)
- Sí, habla Beatriz. 
(...)
-  Ah... ¿qué tal?
(...)
- Está  en la galería.
(...)
- No.
(...)
- Tarde, más a la madrugada.
(...)
- Sí, claro. Por supuesto.
(...)
- ¡Oh! Le avisaré en cuanto llegue. Lo siento mucho.
(...)
- ¿A qué hora?
(...)
- Bueno.
(...)
- No, no... por favor.
(...)
- Adiós.
         Colgó. Era casi la una y estaba algo mareada. Había bebido de más.

­ ¡Juana!
- ¡Aquí! Por aquí María y, haga silencio...
- Pero...
- Shhh...
         “¿Por qué tanto silencio?”
- María...
- Sí.
- Le avisarán a Nicolás.
- ¡Oh!
- Shhh...
- ¿Me querés decir por qué tanto misterio?
- Shhh...
         “¡Bah!”

         Terminó a eso de las tres de la mañana. Lloviznaba y el tránsito era lento. Se sentía cansado pero satisfecho. Había vendido su última pintura en muy buen dinero, por lo que no podía quejarse.
         Llegó al edificio de departamentos, estacionó en el garaje, subió y entró despacio, a oscuras,  para no despertar a Beatriz.
         La voz de ella lo sobresaltó al decirle:
- Me venció el sueño. ¿Te fue bien?
-Sí - contestó él secamente.
- ¿Qué hora es?
- Las tres y media. Dormí, ya es tarde y estoy cansado. Mañana hablamos.
- A eso de la una llamó Laura.
- ¿Laura? ¿Qué quería?
- Por tu abuelo, querido... lo siento. - Hizo una pausa y continuó, a media voz, entrecortando las palabras - Lo entierran hoy... a las cuatro de la tarde, en Lima.
         Nicolás se zambulló en el silencio. Luego dijo:
- Está bien. Dormí.
         Se tiró vestido de su lado de la cama y, cubriéndose con los brazos la cabeza, suspiró. Beatriz lo observó en la penumbra y, apenada, intentó volverse a dormir. Él sintió que una broca horadaba la historia de su vida y comenzó a caer en esa espira de tiempo. Fluía por un pozo muy, pero muy profundo. Un agujero en el que una luz pequeña y circular crecía hasta hacerse brillante, grande y roja como el sol. Se encontró corriendo, brincando y gritando en el campo. Su voz era la de un niño y su cuerpo también.             
        
         La casa antigua, en Las Palmas, aturdida de trinos de pájaros aleteando entre  algarrobos y tilos. Una música de vida albergando sueños improvisados, tejiendo ilusiones que pretenden ser firmes y proyectadas al mañana. Acecho de gavilanes invisibles sobre un nido de boyeros que asoma, desde un sauce llorón, apuntando con su barrosa y pajiza bola al cauce del arroyo pintoresco que cruza el monte del campo del abuelo.

         ¡El campo del viejo!     Una simple coincidencia cósmica participando de una indecisión universal. Un exacto e infinitesimal instante en el que todo ser viviente, penetrado de universo, duda sin hacer el más mínimo movimiento. ¡Las Palmas!
                                                      
- María, siento como si Nicolás golpeara allá  arriba con pies de niño. Usted, ¿lo escucha?
- Sí, Juana. Es él. Comienzan a caer los velos. Cortaré raíces de ñandubayes para ayudarlo... y, si aparece la sombra no te asustes; arrancá raíces de violas secas y quemálas para que el mal baje, rebote en el infierno y suba chamuscada... llamaré a tu madre así me ayuda. ¡Herminia!
         “De seguro que todavía vaga escuchando la lluvia. ¡Ella poetisa y yo... yo, curandera por toda la eternidad!”
- ¡Herminia!
- ¡Estoy aquí, María! ¿Qué sucede?
- Acompañáme.
- Por arriba corre Nicolás.
- Sí...
- Pobre Nicolás. ¿Y la sombra? ¿Qué haremos si aparece?
- Veremos, ya veremos, Herminia y, apuráte... tenemos que volver antes de que llegue el Eduardo, si es que no baja demasiado, porque se lo merecería.
- Calláte, María... después de todo, la infusión de hojas secas de quirquincho con flores de espuela de caballero se la enseñaste a usar vos...
- ¡Bah!
         “Es hora de que volvamos a usar de salida el pozo del molino abandonado.”
- Te sigo, María.
                          
         En el centro del abismo, sobre la corriente del pensamiento, Nicolás sintió que los años idos flotaban en un lago de aguas transparentes; adormeciéndose y embriagando con pociones de poesías viejas la suciedad de algunas realidades.
        
         Navidad. Contaba... apenas, ¿ocho años? ¡Sí, eso es! Pasaron cuarenta y nueve. Mesas largas y mucha gente en la casa del abuelo. Risas, pollos y otras carnes al asador; vino enfriado en el aljibe, ensalada de frutas con moscatel, nueces, almendras y pasas de higos, pan dulce, sidra y,... Carmen, la nueva esposa de papá.
Jugamos mucho... cuando los mayores, siguiendo al abuelo, se tiraron a hacer la siesta a la sombra de los árboles.
Algo raro, desde un principio, flotó en el ambiente. Olía a... había un olor extraño, incipiente. 
                       
         ¡Lo huelo ahora!

         El sol de aquella Navidad brilló distinto; aunque Laura y yo sabíamos que el terreno de la luz no llegaría más allá del horizonte. En ese círculo imaginamos exóticas flores; creamos imágenes soleadas de juegos despreocupados y nos acostumbramos a ilusiones inocentes bajo el fantasma de las faldas de mamá. Confiábamos en el amor de papá, en el del abuelo y en el de una madre postiza que nos aceptaría sin mayores intereses.
         La tardecita enmarcaba la bajada del sol a medida de que la Navidad se adormecía. Tíos, primos y amigos se fueron. Quedaron papá, Carmen, mi abuelo... Laura y yo corrimos a la habitación a terminar de armar las valijas. Apurados, entusiasmados. Papá nos llevaría a vivir con ellos a Belgrano, en Buenos Aires, donde tenía un caserón con tres habitaciones, quizás como el del vals que cantaba el abuelo. Laura tendría su cuarto y yo el mío.
         Bajábamos el primer tramo de la escalera entre risas y empujones cuando, al llegar al descanso, escuché discutir. Papá  decía:
- ...tiene que entender, don Eduardo. Nosotros, por ahora, quisiéramos estar solos... Los chicos estorbarían. Denos tiempo. Más adelante, qué sé yo... Con usted están bien. Recuerde que, con Juana...
- ¡Juana! - interrumpió el abuelo - Mirá Juan, a ella dejála en paz. No mezcles las cosas del pasado... No relaciones esto con... la vida de los chicos tuvo otros matices; casi crueles, si vamos al caso y, sabés bien a lo que me refiero. No quiero ahondar en detalles.  ¡Pobres criaturas! Aquello...
- No, no se confunda, - interrumpió Carmen - don Eduardo... mire, simplemente... es por ahora, por un tiempo... 
- Usted, mejor se calla; porque... ¡también nos prometió una cosa y ahora se sale con otra! ¡Váyanse al carajo! Y vos Juan, en especial ¡vos!, estás escupiendo en la tumba de mi hija...
- ¡No, no y no! Mire, Eduardo, con el tiempo se dará cuenta de que... - continuó mi padre.
- ¡Váyanse! – Terminó amenazador el viejo señalando, enérgicamente, la salida.
         Sentados, ocultos tras la baranda de la escalera y llorando sin comprender, Laura y yo nos miramos. Incorporándonos tomamos las valijas y regresamos a la habitación mientras mi padre y Carmen salían de la casa.
         Al rato, sentados en mi cama, escuchamos el rodar de un tren que, en la profundidad de la noche, se alejaba... que huía de nosotros. Luego el abuelo entró al cuarto con los ojos enrojecidos y, forzando una sonrisa, nos dijo:
- Bajemos. Vamos a espiar estrellas. No hay luna y eso ayuda a verlas brillar más.
         Lo tomamos de la cintura y abrazándolo fuerte, muy fuerte, nos largamos a llorar.
         Caminamos por el casco escuchando el susurro de las estelas y el silencio de las cosas.
         Después, entrañándonos en los sonidos dispares de los grillos y las ranas, con la fuerte presencia del abuelo nos convencimos de que todo, casi, sería mejor así. Bautizamos, con los nombres de mamá Juana y abuela Herminia, dos estrellas que, curiosamente, en la profundidad de la noche titilaban a un mismo tiempo y, embebidos del rocío perfumado que en las noches de verano se desliza por los pétalos de las violas, sentados al estío, esperamos el nuevo día... un amanecer en el que quizás, el sol se asomara distinto. Un sol que no nos encegueciera tanto, como lo hizo el de aquella Navidad.
    
         ¿Existirán esas estrellas?; quizás ya sean, apenas, polvo cósmico.

- Herminia, mirá cuántos esperan al Eduardo.
- ¿Tenés las raíces de ñandubayes?
- Sí. Las voy a tirar al viento. Cuánto más lejos caigan, más rápido se develarán los misterios.
- ¡Misterios!
- Apuráte, terminá de clavar ese bendito cartel.
- Son palabras de Mench-Hsi, María... Ya está listo. ¿Se lee bien?
     “Cuando uno llega a viejo  y ha cumplido su misión tiene derecho a enfrentarse apaciblemente con la idea de la muerte.
     No necesita de los hombres.
     Los conoce y sabe bastante de ellos.
     Lo que necesita es paz.
     No está bien visitar a este hombre, hablarle,  hacerle sufrir con banalidades.
     Es menester pasar de largo  delante de la puerta de su casa,  como si nadie viviera en ella.”
- ¡Ay!, María, María...  ¿no es tarde?
- Tarde, ¿para qué?, Herminia.
- No lo sé, realmente, no lo sé.                                                    
                           
         Nicolás sintió que los brazos le pesaban; los colocó al lado del cuerpo, nadando profundamente entre las sombras de la habitación y escuchó el silbido agudo del silencio.
                  
         Imágenes metidas en el vástago de los recuerdos. Cosas que parecen ser el producto de algo irreal. Un film extraño que hace dudar de la veracidad de la propia vida. Situaciones que se mueven a destiempo deslizándose en un espacio arrancado a una época que nunca perteneció a nadie. Una pesadilla con voces graves, ahogadas.                           
         Imagen arcana del abuelo que, en aquella noche de reyes, después de la discusión con papá, nos distrajo juntando pasto para los camellos y  nos hizo correr con los pibes de la peonada hasta el estanque, con un sol de noche, en busca del agua fresca y blanda que saciaría la sed de los visitantes legendarios.
         El viejo... sí, el viejo, porque ya lo veíamos así, nos hizo dejar las alpargatas en el corredor de la casa. Los reyes venían para todos los chicos de la estancia.
         Aunque a Laura, que tenía doce años, la presentía distinta porque no esperaba la llegada de los reyes, por lo menos en aquel momento, con la expectativa que  había tenido desde siempre; sabía algo que yo desconocía.                                    
         Por mi parte, quería recibir una novela y un juego de pintor. El abuelo sabía que yo, ya en ese entonces, dibujaba y pintaba bien.
         Laura, pidió un vestido.
         La noche pasaba calurosa y el sueño me venció.                             
        
         Nicolás sintió frío y un sopor intenso, muy profundo, se le escapaba del cuerpo quién sabe adónde.
                            
         El canto de los pájaros y el mugir del ganado me despertaron temprano. Descalzo corrí hasta el corredor. Las alpargatas cargaban un montón de paquetes; desenvolví los que me pertenecían y  encontré un libro de Mark Twain y un conjunto de pintor... hasta la boina y el atril. Eso también resultó una imagen proyectada en un plano difuso. Cuando llegó el abuelo me encontraba, por cierto,  más agradecido que contento. Interactuaban en el film de mi vida "Las aventuras de Tom Sawyer" y, en un conjunto de colores pálidos, la última vez que esperé a los reyes temiendo que me encontrasen despierto... porque en aquel mediodía alguien, maliciosamente, dijo... dijo que ellos eran mi abuelo y... este era el asunto que, en fin, Laura ya sabía y... qué sé yo.
         Esa misma noche fuimos en sulky a Lima. Acompañamos al viejo a jugar a las bochas. Laurita se estrenó el vestido y yo, sentado en un tablón, empecé a leer aquella, mi primera novela, en la penumbra del club.                                                                      
“- ¡Tom!
         Silencio.
 - ¡Tom!
         Silencio.
 - ¡Dónde andará metido ese chico!... ¡Tom!”
     ...   
         ¡Aprendí los primeros renglones de memoria!

- ¡Herminia!
         Silencio.
- ¡Herminia!
         Silencio
- ¡Dónde andará metida esa mujer!... ¡Herminia!
         “Es la hora en que los chicos juegan y de seguro que está volando sobre la calle principal entre los árboles desnudos.”
- ¡Juana!
         Silencio.
- ¡Juana!
         Silencio.
- ¡Dónde andará metida esa mujer!... ¡Juana!
         “Ninguna de las dos. Tendré que conformarme con quedarme sola. En fin... Ya, no más, debe de estar por bajar el viejo...”
     
         El arte organiza tiempos y espacios entretejiéndolos en un jirón de vida.
         Rita, mi primera profesora de dibujo y pintura era joven, muy joven. Me palmaba  cariñosamente cuando combinaba con acierto los colores y, al hacerlo, una descarga eléctrica se enramaba en mi cintura. Soñé con ella cosas imposibles, especiales... y me fastidiaba que fuera a casarse con el hijo del dueño del campo lindero al nuestro. El abuelo, mi maestra de escuela y ella, decían que cada vez dibujaba y pintaba mejor...

         ¿Y Cacho? ¡Pobre! Murió de leucemia hace algunos años. ¿Muchos?          Aunque... no, no tantos.
                          
         Cacho, era el hijo menor del tambero del abuelo. Íbamos al mismo grado a la escuelita rural y estaba enamorado de Laurita, pero ella no le daba corte. Él también tenía una hermana... ¡Elvira! Su padre la echó de la casa porque enloquecía a la peonada. Un día de esos, en los que yo pintaba en el monte de eucaliptos lindero al molino viejo, se vino conmigo y tuvimos esa conversación que, en fin...
- Hacéme – me dijo - una pintura de Laura y te llevo a Lima, ¿sabés?...
- ¿Y para qué? - lo interrumpí.                                     
- Mirá, nos vamos al rancho de mi hermana y te dejo espiarla cuando changuea.
- Andá y, ¿cuándo?
- Vos, hacéme el retrato... pintála a Laura.
- No sé. – pensé un rato y después seguí – Decíme, ¿cuándo iríamos?
- En las vacaciones de invierno.
- Y... puede ser.
- ¡Ah! Pero hay otra cosa.
- ¿Qué cosa?
- Espiarla...
- Espiar, ¿qué?
- A Laura... cuando se baña.
- ¡Ah, no!
- ¿Y por qué no? ¡Sí! Andá... ¡vos, lo hacés siempre!
- Pero ella es mi hermana...
- Elvira también es mi hermana y te voy a dejar espiarla...
- ¡Eh! La tuya... es distinta.
- Entonces, no hay trato...
- Bueno... – me contuve por un momento y terminé - Está bien... el sábado. Laura, se baña antes del mate cocido... a la tarde.
         Nos despedimos, aunque no quedé muy convencido de lo que íbamos a hacer, pero...

         ¡Vaya propuesta!

         Cacho, aquel fin de semana, apareció por la casa. Fuimos al comedor y, de la pared que daba al baño, sin hacer ruido, descolgué la fusta que perteneció a mi bisabuelo y por un agujero, ex profeso, dejé que él espiara, subido a una silla, a Laura bañándose. El entusiasmo le duró poco, porque el viejo regresó temprano y lo encontró con el ojo dónde no debía. Lo escuchamos demasiado tarde. Enrojecido de ira gritó:
- ¡¿Qué hacen ahí?!
- Nada, nada. -Respondí mientras Cacho se tiraba de la silla.
- Cómo ¿qué nada? ¡Están espiando a Laura, cochinos de mierda! - gritó y se agachó para recoger la fusta.
         Zafándole a los lonjazos corrimos a campo traviesa.
         Laurita nunca se enteró de ese episodio. 
         Esa misma noche, con el abuelo mantuve una larga conversación salpicada de reprimendas.
         En pocos días, basándome en una fotografía de mi hermana que el viejo le había sacado en la última primavera y que a mí me encantaba, le hice la pintura a Cacho.
                             
         ¿Qué se habrá  hecho de esa tela?
                            
         En el primer domingo de aquellas vacaciones de invierno se hicieron las carreras de sortijas y hubo doma en Lima. Temprano el viejo nos llevó, con Cacho de colado, hasta la casa de la tía Elisa.
        
¡La tía Elisa! La hermana menor del abuelo.

         Disfrutamos de las cuadreras y anduvimos por el campo hasta casi la bajada del sol. Regresamos al pueblo para esperar al abuelo que nos recogería por la noche en la casa de la tía. Como todavía era temprano,  pedimos permiso para ir a dar una vuelta convenciéndola a Laura de que se quedara. 
         Seguí a Cacho hacia las afueras. Llegamos a un descampado en el que había un rancho rodeado de alambre de púas con una tranquera de madera al frente. Sorteamos la alambrada por la parte de atrás y nos pusimos a espiar para adentro de la precaria vivienda por una rajadura que se había hecho al frente de un parche de adobe, justo en el borde de una de las esquinas.
         La hermana de Cacho se movía desnuda, entre quejidos y suspiros, arriba de un tipo y, después de un rato, se dejó caer a un costado cubriéndose el bajo vientre con una toalla. El hombre se sentó de espaldas en el borde de la cama; tomó sus pantalones y se los calzó. Estaba bastante oscuro; aunque el calor de las brasas, desde el brasero, daba la sensación de mover, con tintes por momentos grises y por otros rojizos, el escenario.
         Me sentía tan cándido y raro a la vez, que convine en esperar que entrara otro cliente; pero al rato... ¡al rato! Mientras Elvira se cambiaba, la diversión terminó. Escuché la voz del hombre... su timbre me era conocido, amado y puro. ¡Tan mío!
         Era la voz de mi abuelo...
         Salí corriendo, llorando, sin comprender. Trastabillé en la alambrada dejando en una de sus púas, además de un pedazo de camisa y lana, parte de mi sangre y piel.                             
    
         ¡Qué vieja debe estar Elvira!

         A la noche, el viejo llegó para llevarnos a la estancia y lo vi distinto. No advertía en él a mi abuelo... era simplemente un hombre que se apreciaba contento.
         Durante todo el viaje tarareó, sin cesar, ese vals... “caserón de tejas”.
                           
         “Lo que es, la Elvira también aguantó lo suyo. Aunque, como dice la Herminia, yo tengo mis culpas. Puede ser que tenga razón”
- ¡Herminia! ¡Juana!... ¡Oh! ¡Eduardo, cochino! ¡Me asustaste!
- ¡Qué!, ¿Acaso no me esperabas? ¡María, María! ¿Ni los portones de la eternidad te  cambiaron, vieja bruja? Y bien... aquí estoy.

         El tiempo cauteriza las heridas, aunque el dolor no se quita; simplemente se hace más soportable.     
                          
         Mis sueños de pintor se hacían cada vez más sólidos. Le dedicaba a la pintura mucho tiempo.
         Las aventuras de Tom Sawyer modelaban un Tomás... un amigo que, misteriosamente, se amalgamaba en mí descubriendo solitarios y curiosos recovecos que se separaban... que se distanciaban, incluso, del verdadero contenido novelesco. 
         Había cumplido doce años cuando llevé el atril a las barrancas de la estancia y, con vista al Paraná, sobre un fondo de  talas viejas, seibos musgosos y ñandubayes, personifiqué a un Tomás confinado en la tibieza de un día primaveral.
         Vivía con los pensamientos enmarañados y transitaba por laberintos artísticos interminables... necesitaba de alguien que, a mi medida, desenredara los cercos. 
         Tomás entraba y salía de esa tela tanto como quisiera. Laura decía que estaba enloqueciendo porque creía... o me veía  hablar a solas.
Un día me decidí y cuando quedamos solos, el abuelo y yo, fui a  buscar a Tomás a mi habitación... sí, porque Laurita ya tenía su propio cuarto. Él salió de la tela, lo tomé del hombro y bajamos la escalera hasta el comedor y... ahí, estaba el viejo; sentado, haciendo la sobremesa cargado por demás de vino.

         Apenas se mareaba.

- Este es Tomás, abuelo - le dije.
- ¿Qué? - preguntó extrañado, sorprendido.
- Tomás, el de la pintura que hice en las barrancas. Lo tengo conmigo, arriba; en la pieza – escuché, ¿o supuse escuchar?, que  Tomás dijo “hola, Eduardo”; por lo que continué – Él te saluda, abuelo.
- ¿Ah, sí?... – el viejo frunció el ceño y se molestó, porque prosiguió diciendo, de mal talante, sin separarle la vista a un vaso, con vino, a medio llenar – ¿qué tal, Tomás?... bueno, bueno. Es tarde, andá a dormir, ¿querés?
- Él duerme... lo devuelvo al lienzo; abuelo...
- La gran puta,… entonces, ¡suban y vayan a acostarse!
- Vamos, Tomás. – Me apuré a decir por verlo tan malhumorado al abuelo.
A pesar de todo besé al viejo y subí… subimos las escaleras jugueteando y riendo.
         El viejo miró la escena y meneó la cabeza con aire preocupado... quizás confundido en su modorra.                            

         ¡Tomás!
         ¡Aquél Tomás!
         Un sentimiento inocente, en el medio de una época, suspendido de un espacio vertical  limitado por dos planos. El superior, en el comienzo de la sensatez y, el inferior, en el fin de la cordura y,...
         Y, en la médula,... en el centro, ¿qué?
         Nicolás sollozó.
         ¿Qué, abuelo? En el ojo del espacio, ¿qué?

- Y bien, María, ¿dónde están mi Herminia y mi Juana?
- ¿Tu Herminia y tu Juana? ¡Bah! Hace tanto tiempo de que nos cuidamos unas a otras que ya, sólo nos pertenecemos a nosotras mismas. Acaso, ¿no te arrepiente?...
- ¡Shhh, vieja bruja! Bajá la mano con lo que vas a decir. Si de algo me  arrepentí, ya di las cuentas necesarias antes de bajar a esta entraña maloliente.
- ¡Ja! ¿Maloliente? ¡Viejo puerco! Nunca estuviste en algo más limpio que esto...
- ¡Bah!
- ¡Juana! ¡Herminia! ¡Regresen, que llegó el paquete!

         Nicolás decidió pegarse un baño.
         Partiría para Lima en un ómnibus que saliese a eso de las siete u ocho, a más tardar.
         Abrió la ducha, esperó que el agua saliera caliente y reguló el caudal. Se desnudó y entró en la bañera.    
         Mientras se mojaba el rostro, ahogándose hasta casi no poder respirar, volvió a montarse en las alas del tiempo y los recuerdos...

         Llevaba a Tomás a todos lados, en especial a esa parte de la orilla del río donde presentía que me vigilaban. Unas veces iba simplemente a observar algo para pintar y otras a pescar o hablar.
         En cierta medida, quizás por egoísmo, me molestaba que mis... nuestros episodios no tuvieran el sabor simpático del suspenso novelesco de las “Aventuras de Tom Sawyer”
                             
         Pero, Tomás no fue, ¿ni es?, el Tom de esas aventuras...
                                
         Seguía presintiendo que era vigilado. Estaba seguro de que no era Cacho; él difícilmente se acercaba  a la costa porque el padre se lo tenía prohibido, aunque nunca supe por qué. Por más que mirara y mirara, jamás descubrí a nadie.
         Aquél día, en la orilla, todo estaba tranquilo hasta... ¡hasta la llegada de esos cuatro pescadores! Al oír las voces me escondí... nos escondimos en el sauzal.
         Los tipos desempacaron, prepararon y tiraron líneas de fondo. Luego, el más barbudo, prendió fuego y  preparó una tira de carne mientras los otros bromeaban; riéndose a carcajadas.
         Al rato, empezaron una ronda de mates.
         Estaba... Estábamos aburridos de verlos hacer estupideces, ya que no pescaban nada, cuando escuchamos voces de mujeres. Eran dos de las hijas de María, la curandera que vivía abajo del barranco y atendía a sus pacientes dentro del tronco de un ombú ahuecado a propósito.

         ¿Sus nombres?...
         ¿Cómo se llamaban?...
                            
         Continuaba sintiéndome observado.
         Las chicas vendían  pastelitos y buñuelos; isocas y lombrices. Aunque mal trazadas se veían jóvenes y lindas.
         Los hombres, al verlas, las llamaron y les pidieron pasteles; luego le insinuaron que los complacieran.
         Las chicas dijeron que no y trataron de escaparse, pero ellos se les abalanzaron y, cercándolas, empezaron a toquetearlas mientras se reían y divertían salvajemente.
         A fuerza de golpes y evitando los apretujones, las mujeres lograron zafarse de la presión de los hombres. Corrieron hacia el sendero de plumerillos. Los pescadores fueron detrás de ellas pasando por mí... por nuestro lado; sin vernos.
         Las alcanzaron en el monte de ñapindaes. Se escucharon los gritos desesperados de las chicas pidiendo ayuda. Yo,... nosotros, estábamos demasiado asustados como para salir del escondite y ayudarlas.
         Al poco tiempo se hizo un gran silencio, en el que ni siquiera se escuchó el canto de un  pájaro.
         Me quedé,... nos quedamos quietos. ¡Estremecido!
                             
         El viento silba una melodía que, de monótona y aguda, penetra el silencio y,... ya no se oye llover.
    
         No regresó nadie. Todo continuó igual de silencioso.
         Yo... Tomás y yo nos miramos.
         Dejé... dejamos pasar un  buen rato y con cautela recorrí... recorrimos el sendero que va a los ñapindaes.
         A unos doscientos metros vi... vimos dos cuerpos tirados, boca abajo, sangrando.
         ¡Estaban dos de los pescadores... uno de ellos era el de barba y, parecían estar muertos!
         Miré asustado, con desconfianza, a mi alrededor.
         Nuevamente, sentí esa sensación rara de estar  observado... observados.
- Vamos... Tomás, mejor va a ser que no contemos esto a nadie. Tengo... me da miedo.
         Caminé... caminamos callados por un tiempo; pero cuando el silencio se interrumpió por el canto de una urraca, aproveché para decir: “¡por Dios, Tomás, presiento que nos observan!”                 

         “El Eduardo es capaz de desbaratar todo lo que nos costó organizar en tanto tiempo. ¿Habrá que advertirle lo de las sombras?”
- ¡Oh! ¡Apareciste! ¡Fuera!... ¡Fuera, este no es tu lugar!... ¡demonio! ¡Ay!... vos pertenecés a la caldera de la eternidad, ¡pescador de mierda! ¡Violador!... ¡fuera, fuera!..
- ¿Qué pasa, Herminia?
- ¡Eduardo! ¡Ah!... No entenderías.
- ¿Con quién hablás?
- Con ese... con esa sombra endemoniada a la que le quité la palabra quemándole la lengua con papas de dalias.
- Pero, si eso... eso que se ve, ni siquiera tiene forma. ¡Herminia! ¡Por favor!
- La tiene, Eduardo... te aseguro que la tiene.
- Tanto tiempo del que descansé de tus supercherías y ahora vuelven a... ¿Esto será mi castigo en la eternidad?
- ¡Bah!
- ¿No ves? Fijáte... un simple rayo de luna y se desarma tu fantasma.
- ¿Fantasma? La luna lo oculta... lo eclipsa con su caldera y lo desvanece. Pasa como con los pescados que se dejan al rocío en una noche plateada. Lo plateado disuelve el plateado en las escamas... ¡pudre el ambiente!
- ¡Ah! Basta... ¡ya, basta!
- ¿Encontraste a tu esposa y a tu hija?
- Ya, ya...
- ¡Escuhá!
- ¿Qué tengo que escuchar?
- ¡Es el llanto de la Elvira!
- Vieja bruja, ¡calláte! ¿Acaso?,... ¿vos, no tuviste también lo tuyo?

         Laura paraba en una ciudad vecina, Zárate, al sur de Las Palmas, en la casa de una tía segunda; hija de la tía Elisa y casada con un comerciante del centro. Mi hermana cursaba el secundario en un Colegio administrado por monjas; ella quería ser maestra.
         El abuelo, por aquél entonces, había comprado un potrillo que le habíamos puesto de nombre Corcovo. En él montaba por las mañanas para llegar a Lima a estudiar con Rita y terminar el sexto grado. Le daba los últimos toques a una pintura campestre con la que iba a competir, por una beca, en la Academia de Artes Plásticas a la que pertenecía mi instituto en la ciudad de Buenos Aires y eso me daría la oportunidad de viajar en tren. Tomás, como de costumbre, cabalgaba... cabalgábamos compartiendo la montura. Él crecía a mi par.
Por las tardes escuchaba... escuchábamos por radio a Tarzán. El abuelo había hecho instalar un generador de corriente, con motor a explosión, en la estancia. Durante las noches teníamos  electricidad.
         Jamás supimos lo que sucedió, en realidad, con aquellos pescadores en el monte de ñapindaes. Algunos peones decían haber encontrado los corazones, a cien metros de las víctimas, picoteados por chimangos. Otros, que se habían desangrado a causa de las mordeduras que las ratas de agua le propinaron para comerles los genitales.
         Yo, no... Tomás y yo,... en fin;  jamás dije a nadie que estuve allí, a pesar de que sospechaba que alguien nos había visto y,... seguramente que ese alguien era el único que, a ciencia cierta, sabía lo que sucedió.
         El abuelo quería que continuara estudiando en la escuela y, aparte, que siguiese con el dibujo y la pintura. Pensó en mandarme a Zárate, como a mi hermana, viajando diariamente en colectivo desde Lima, mientras que el camino de tierra estuviera transitable. Cuando no, en época de lluvias, me tendría que quedar con Laurita en la casa de mi tía segunda. 
         Sabía que el viejo visitaba periódicamente a Elvira. Me había acostumbrado al hecho de que era viudo y necesitaba el contacto, aunque sea pagando, de una mujer. Eso no quitaba que nos quisiera con locura.
                             
         ¡Nos quería, pobre viejo! ¡Demasiado! Nos dio lo mejor que pudo, queriéndonos profusamente.

         El abuelo, aunque a veces mareado de copas, comprendía a medias mi amistad imaginaria, por así llamarle, con Tomás ya que en mi confusa soledad lo necesitaba y él así lo entendía. Un día me dijo que lo buscara e invitara a sentarse, con nosotros, a la mesa. Así lo hicimos y, ¿los dos conversaron tanto que hasta llegué a ponerme celoso?
         Recuerdo que, en un momento dado, el viejo  preguntó hasta cuando pensaba vivir con eso, o él en mí y yo... yo, supuse escuchar que Tomás le respondió: “hasta que nos hagamos grandes los dos, don Eduardo”. Creo que el viejo preguntó: “y después, ¿qué? Sospecho que Tomás dijo: “¿después?... ¡no lo sé!... ¿qué puedo saber yo del después?” Entonces, supuestamente, el viejo terminó afirmando: “te entiendo. Yo tampoco sé nada del después. Sé que existe un mañana, pero... ¡vaya a saberse!”
         Es un recuerdo vago y no sé si realmente esas cosas las vi y escuché o las imaginé... a lo mejor todo fue porque el viejo, sin ninguna maldad, me engañaba; pero estábamos solos y era demasiado la soledad... No lo sé, aunque... ¿cómo no entendernos? La vida de ambos, día a día, se convertía en un juego... Un juego en el que todo tenía que ver con todo y,... qué sé, yo.
         En ese último año alguien, estoy seguro e insisto,  me vigilaba. Siempre... constantemente esa impresión.
         Un día, desde mi barranco preferido en el que observaba cómo el horizonte arma sus propios colores, me abstraje tanto que cuando volví en mí descubrí, pegado a mis espaldas, una crucecita hecha de madera de ñandubay... una crucecita rojiza atada a un ramo de alhelíes. Debajo, escrito en el polvo arcilloso y sobre la misma tierra, había marcada una: “M” seguida de una palabra que no encontré nunca en ningún diccionario... “cubario”
 
         La firma era una M.                                 
        
         Eso me daba la razón. Alguien me observaba. Es decir, alguien nos observaba.  
         Miré rápidamente a mi alrededor y por primera vez tuve una especie de miedo,... algo me asustaba, pero más bien era por causa de Tomás. Observé la cruz y los alhelíes. No sé por qué, pero dije: “Tomás, no entiendo qué es lo que pasa” Presentí esta respuesta: “yo, la veo Nicolás, ya lo veo” Entonces insistí: “pero... ¿quién es?” Y en el eco reverberó: “es ella”...
                             
         ¡Es ella!
              
         Caminé... caminamos hasta la casa, disolviéndonos en la penumbra de la noche que venía.
         Entré... entramos, dejé la cruz sobre la mesa del comedor y acomodé los alhelíes en un florero.
         Al otro día vi en el campo colores diferentes y tan hermosos que, cuando lo volqué en la pintura, me asombré. Fue mi primera, consciente y real creación. Curiosamente, emergiendo del seno de una temerosa “M” bajo una cruz de ñandubay y un ramo de alhelíes, nació el artista que a partir de ese entonces nunca dejó de estar en mí. Supuse que eso, justamente eso que me pasaba, sería un cubario... quizás fue así porque no lo entendía.
                            
         ¡El gris de la sombra del arco iris, opacando el prisma fotocromático de un mundo de cristal!                                                                    
         Nicolás cerró los grifos de la lluvia, corrió la cortina de la bañera y asió la toalla.
         Se secó con suavidad, se rasuró con la afeitadora eléctrica, se puso la salida de baño y regresó a la habitación. Beatriz seguía durmiendo.
         Fue hasta el placard, sacó de uno de los cajones una cadena de cuello con una pequeña cruz de madera rojiza y se la colgó en el cuello.
         Continuó separando planos de recuerdos.

         Comencé a pensar en el arte de manera especial. Había descubierto que el valor de una idea, a veces, dista mucho de la sinceridad de quien la expresa. Ubiqué a las personas, desde temprana edad, en círculos concéntricos poniendo en el medio el ideal...  Es decir, dejando el centro vacío.
        
         ¡Aún está libre!

         Descubrí que hay hombres que dicen, a sabiendas, una sarta de tonteras seducidos por sus propios intereses y hay otros...  ¡sí! Aquellos otros, los que son carozos del fruto infinito de la imaginación; los seres que se crean dentro del alma y se esconden tan profundamente que no podrían manifestarse de otra manera que no fuera a fuerza del pensamiento puro...
         En aquella época, como en todas, los hombres dejaron de ser ellos cuando hablaron de sí mismos y, tras una máscara, confesaron sus verdades. Por eso...
        
         ¡Al igual que hoy!

         ...dibujaba y dibujaba, pintaba y pintaba, convencido de que en cada pintura estaba mi propio yo.
        
         Y lo está... ¡sí! ¿Por qué no?

         El modelo simplemente era el accidente. En cada lienzo se zambullían mis pensamientos, los pesares, las alegrías, muchas tristezas y Tomás. Era...

         ¡Es!...

         Sí, fue la mejor manera de permanecer callado. Solamente hablaba de mí tras un lienzo o con Tomás, porque... lógicamente, él no me contradecía ya que detrás de cada palabra había...

         ¡Hay!...

         ...había algo así como una historia, una verdad solitaria y él,...

         ¿Yo?

         ...él, lo sabía.
         Gané el concurso de pintura de la Academia y obtuve una beca. Al fin supe cómo era viajar en tren.
         ¡Conocí la ciudad de Buenos Aires!
                         
         Realmente... Dios mío; el arco iris, ¿da una sombra agrisada?

         Al otro año comencé la secundaria en Zárate tal como lo quiso el abuelo. Tomás me esperaba montado en Corcovo, en Lima, día tras día.
         Hice nuevas amistades, aunque ninguna tan pura, tan ideal, como la que mantenía con Tomás.
         Algunos creían que porque era retraído y me gustaba la pintura, la poesía y la música, era medio rarito como varón. Eso pasó rápidamente a ser historia aquel día en que un grandote, repitente, me manoseó el traste. Se olvidó de que me había criado en el campo y le costó trabajo reponerse de la paliza que le propiné...
          A partir de ese entonces, el retraído, el pintor, el amante del arte tuvo las bolas tan bien puestas como cualquier otro varón de aquel primer año en el Colegio Nacional de Zárate.

         Ay, Dios... ¡mi Dios!

         El invierno, en ese año, fue crudo. Propicio para las gripes y otras enfermedades. Tanto, que una noche me subió fiebre.
         El abuelo estaba preocupado porque no mejoraba. Supuse que Tomás también. Entre los delirios producidos por la fiebre escuchaba los insultos que el viejo les mandaba al doctor a medida de que el tiempo pasaba pues, debido al barro y la lluvia torrencial, el médico no venía.
         Me dormí. Cuando desperté, en mi cabecera se apoyaba la curandera María.
         La vieja intentó hacerme tomar un té que sabía horrible. Al principio me rehusé pero, entre reprimendas y ruegos, al fin lo tragué.
- Volveré mañana, Nicolás. - Dijo la mujer - Quedáte tranquilo porque vas a sanarte.
         Me puso una crucecita de madera de ñandubay debajo de la almohada y se fue. No sé si fue la fiebre o el efecto del té, pero me pareció escuchar que Tomás con una voz profunda me decía: “en lugar de una, ahora tenés dos.” Supongo que pregunté: “dos, ¿qué?”. Claro; después seguramente entendí que eran dos cruces de ñandubayes, ¿qué más?
                            
         ¿También habría guardado la primera cruz debajo de la almohada?
                         
         Recuerdo que me dormí profundamente.                              
                             
         Sí, claro... había escondido la primera cruz, la de la “M” y eso de “cubario”, no recuerdo por qué, debajo de mi almohada.

         Durante la noche pasó la tormenta y, por la mañana, a la salida del sol, tenía todo el cuerpo brotado. Cuando llegó María me encontraba mejor.
- Bueno, muchacho - dijo aquella mujer de ojos verdes, mirada profunda y blanca en canas,  te pescaste el sarampión. Ahora seguí con lo que te diga el doctor, ¿eh?
- Gracias. - le dije

- Agua de rosas con flores de manzanilla, Herminia. ¡Siempre lo hice brotar así!
- Claro, el agua de rosas con raíces de ginkgo biloba era para las paperas. ¿Te acordás, María?...
- ¡Cómo no voy a acordarme si se las hice brotar al viejo! Después de todo la curandera soy yo. A todo esto, ¿dónde se metió ese hombre?
- Está con Juana. Los dejé conversando en la boca del pozo.

         El abuelo acompañó a María a la puerta mientras insistía en pagarle. Ella se negó rotundamente y simplemente le dijo:
- No quiero plata, Eduardo. Dejáme hablar esta noche con él. Solamente quiero que me permitas eso.
-Está bien María, ¿por qué no? Te esperamos esta noche.
- Quiero hacerlo a solas. Digamos... él y yo, nadie más.
- No hay problemas, María.
         Al mediodía llegó el doctor. Me revisó y dijo que permaneciendo varios días en cama sanaría rápido siempre y cuando le hiciese caso, pues no era nada lo del sarampión. Debía hacer reposo y basta. Me recetó una toma que el abuelo fue a buscar a Lima. Mientras tanto me quedé solo... sólo con Tomás inmerso en su lienzo.
         Ese día, a la noche, llegó María y el abuelo la llevó a la habitación; se sentó a mi lado y cuando el viejo se fue se cruzó de brazos diciendo:
- Hijo, decíle a ese Tomás que se venga de la tela. Me molesta verlo puesto como un tonto.
         Me  sorprendió.
-  Salí... vení, Tomás. – dije.
     La vieja me miró, fijo y profundamente, a los ojos; metió la mano debajo de la almohada y sacó las dos cruces de ñandubayes. Una, la levantó hacia el lienzo diciendo:
- Esta me la guardaré...
                
         ¿Las dos eran iguales?... acaso, ¿sería la crucecita y su sombra?... recuerdo que observé eso...

         ...observé en un aura cómo Tomás, desobedeciendo, arrebató y se guardó esa cruz en uno de los bolsillos de su gastado, fantasmal pantalón y, en ese preciso momento, me pareció descubrirle una sonrisa distinta.
         Sin darle mayor importancia a lo que yo advertía María pasó, por el ojo de la otra cruz, una cadenita y me la abrochó al cuello. Después, guiñándome un ojo, se encogió de hombros.
                            
         Una corriente, una brisa pasajera, erizó el ambiente.
                           
- Los escucho hablar. - continuó la vieja - Se necesitan, por ahora, uno al otro. Como el cuerpo necesita del alma. Yo, en realidad lo veo... conozco a Tomás... pero le veo de una manera distinta, es decir, que para mí es otra cosa, no es lo que vos creés... pero eso, por ahora, no importa... escucháme bien, Nicolás... lo importante es que estas cruces sean la comunión entre dos angustias... cuerpo y sombra.  A partir de hoy, la que cuelga de tu cuello, será el arte en tu esencia y el control de tu soledad... acordáte bien de lo que digo, Nicolás. Él, Tomás, aunque no lo comprendas todavía, permanecerá en este sitio cuando te marches... y, tiene que ser así... no lo vas a poder llevar  porque... porque pesa demasiado y es mejor que sea así... y el día... el día que vuelvas, porque vas a volver, ya que el camino que usarás de ida también lo usarás en la vuelta... al regresar, acabarás con el misterio... ese misterio que no te permite mirar hacia adelante sin miedos ni temores y después... ¡ay! Nicolás, el después... después él, Tomás, se volatilizará para siempre... se evaporará cuando deje de ser el personaje de tus aventuras de niño para volver a ser... no importa, por ahora no importa... cuando ese Tomás haya crecido y envejecido en tu propio tiempo, recordarás todo lo que se te ocultó. ¡Shhh! No te asustes... de todos modos, es algo que está atrás; muy oculto... ya, ya... ya llegará el tiempo.
         Murmuró unas palabras en voz baja; se arrodilló, oró y después se paró con dificultad... me besó y dijo:
- Guardá la cruz.
Caminó para atrás lentamente hasta la puerta de la habitación, se detuvo y hablando algo fatigada insitió:
 - Y, gracias... gracias por callarte lo de aquel día en el río, en el monte de ñapindaes... ¡por mis hijas!... ¡gracias! Y, no debes dejar que nadie te aleje el pensamiento de que lo más importante de todas las cosas, en la vida, es siempre el final... siempre el final.
         Desapareció... cruzó la puerta y, aunque me estremeció la sonrisa que vi dibujarse  en Tomás, le resté importancia. Así fuertemente la cruz de ñandubay entre las manos y me dormí oliendo a azufre... El ambiente hedía a azufre.
         A partir de ese entonces jamás volví a sentirme observado y, curiosamente, en la pintura del barranco quedó disimulada una cruz, con su sombra, entre los ñandubayes.

         “Pobre criatura. En aquél entonces fueron demasiados signos para un chico. Pero ya está viniendo y se acerca el día... ¡Ay!, Eduardo...”
- Mirá María lo que trajo él...
- Te lo dije. Lo amás demasiado...
- Y, ¿por qué no?
- ¡Herminia! Nicolás cada vez está más cerca y esas cosas...
- Son sombras azufradas que están al acecho. No lo sé...
- Aparecen y las ahuyento, pero en realidad no sé hasta cuándo podré hacerlo...
- Siempre pudiste, María.
- Sí, es cierto. Siempre pude, pero cada vez me cuesta más. Pierdo poder sobre ellas.
- ¿Te gusta, María?
- Ya lo conozco, Herminia. Es algo así como... como parte de un fantasma.
- Simplemente el halo de una cruz de ñandubay descansando debajo de un ramo de alhelíes... ¿significa eso?
- ¡Poesía, poesía y poesía! ¡Herminia!
- ¿Acaso; no fue poético, de tu parte, cuando aquél día a Nicolás?... ¡María! No son sólo tus poderes... ¿también, perdés la memoria?
- ¡Bah! Después de tanto tiempo purgando, ¿querés insinuarme que estoy más cerca del infierno que del cielo? De todos modos vos merodeás el purgatorio hace más, pero mucho más  tiempo que yo.
- ¡No quise decir eso! ¡Ponés cosas en mi espíritu que no son de mí!... no te entiendo... ¿qué tiene que ver lo que contestás con lo que hablamos?...
- ¡Bah! ¡Poesía, poesía y poesía!... y no entendés la realidad.

         El pasado no tiene importancia... de todos modos, jamás avancé más allá  de mí mismo. Limitaciones que hacen que el alma del artista se aleje del ser. Un aura que divide el plano de las tentaciones en conciencia y cuerpo y, en fin...
              
         El tiempo de secundaria estableció parámetros insospechados en mi vida. Confusos. Desde novias furtivas que te dejaban avanzar por sobre su cuerpo sin lograr jamás penetrarlas en su desnudez, hasta intereses mezquinos y deseos ahogados por un baldazo de agua fría. Pensar en una cosa que resultaba ser otra. Es en eso... exactamente es en eso donde se produjo el fallo... necesitaba imperiosamente la presencia de mis padres. ¡Mi padre!

- Es así, papá... Nicolás creció solo. Demasiado solo.
- Me tuvo a mí.
- Indiscutiblemente hiciste lo mejor que pudiste, pero la ausencia de su padre, la mía... y, ¿Laura? ¡Pobre Laura! Ellos llevan en sus conciencias el fantasma de la sombra que sube y baja del purgatorio al infierno...
- ¡No, no y no! Juana, eso es lo que te mete en la cabeza esa vieja bruja de María...
- No, papá. Es real. Ya te vas a dar cuenta... Nicolás todavía está ciego. María dice que develará su misterio...
- Jamás quise decírselo, querida.
- Es por eso, papá. No sé hasta qué punto fue bueno ocultarle...
- ¿Y qué querías que hiciera, Juana?...
- ¡Nada, nada! No lo sé papá...
- ¿Llueve? ¿Arriba, llueve?
- No, papá. Es más que una lluvia. Son las lágrimas de Elvira sobre tu cuerpo...
- ¡Juana!
- Papá ¿acaso, podés negar lo innegable?...
- ¡No sigas!... Ahí viene tu madre...

         Entre el abuelo y yo faltaba la generación de mis padres y eso era más que irreversible.
         Pobre viejo, cómo le erraba en sus apreciaciones...
         Pensé que el amor tenía que ser como en las radionovelas que escuchaba Laurita en las tardes de invierno.
         ¡No!  Evidentemente no fue... no es así. Hay más deseos de cuerpos que de espíritu.
          
         Laura cumplió veintiún años cuando terminé la secundaria. Se había arreglado con el hijo del Prefecto de Puerto de la ciudad de Zárate y con frecuencia pasaban los domingos en la estancia. Él viajaba a estudiar a Buenos Aires; pretendía ser odontólogo.
                             
         No llegó a ser más que tambero.
                           
         El establo era el escondite íntimo de Laurita y su novio y ahí pasaba todo lo que debía pasar con una pareja  joven... tanto, que sucedió lo inevitable...
         Laura, quedó embarazada.
                             
         ¡Laura, Laura!
         Seguramente en este mismo momento estará llorando sin consuelo sobre el féretro del viejo.
                            
         El abuelo se enteró de lo de Laurita por la tía Elisa...

         ¡La tía Elisa! Ella también lo debe estar llorando desconsoladamente.


         La tía se hizo cargo de la situación de Laurita, mientras que el viejo se amargaba sobremanera.
         Pero las cosas, con el tiempo, por cierto no fueron tan complicadas porque el chico se casó con Laurita.
         Vendría el nene...
El nene, ¡mi sobrinito!

         El nene nació en primavera y aún... Todavía viven en la estancia.

         ¡Tomasito!
         ¡Mi querido Tomasito!

         Insistí tanto sobre eso... sobre el nombre del nene... Al final, ¡los convencí de que lo llamaran Tomasito!
         Seguía cuidándome de no hablar en voz alta, con Tomás, en presencia de Laura y Julio, mi cuñado, para que no dijeran que estaba loco.
                             
         ¡Qué‚ locura!
         ¿Locura?
                            
         En realidad Laurita nunca me comprendió. Jamás me hizo caso con lo de Tomás.
         Ella, tuvo demasiadas muñecas para jugar. Eran sus hijas... una mezcla, quizás por demás heterogénea, de realidad e imaginación.
         Sus muñecas tenían forma... tenían cuerpo, podía palparlas, besarlas y vestirlas... nunca tuvo que bosquejarlas, dibujarlas, ni pintarlas para darles vida. Aunque... qué sé, yo.
        
- Eduardo, no hay mucho para darle vueltas al asunto... ¿Qué puede decirse de Nicolás cuando nació Tomasito? Sufrió el mayor de los sustos pensando que a su hermana podría pasarle lo mismo que a su madre... y él ya, desde que supo del embarazo de su hermana,  amó a su sobrino.
- Sí, Herminia... cuánta falta, pero cuánta falta me hicieron ustedes dos... mi Juana y mi Herminia...
- Eduardo, hoy tienen que llorar los de arriba... a vos, no te toca porque estás acá...
- Esta humedad y... y este silencio profundo, que parece una suma de silencios de pecados, me deprime.
- Acostumbráte, Eduardo, los siglos son segundos en la eternidad y los espacios están vacíos, silenciosos y huelen a azufre...  
- ¡Oh! Herminia... ¡Poesía, poesía y poesía!
- Calláte Eduardo, ¡estás hablando igual que María!...
- ¡Ja!

         Laura llegó a dar lo más sublime y hermoso que pueda dar una mujer y Tomasito tuvo la suerte más grande del mundo... la fortuna de tener una madre, conocerla y poderla amar físicamente.
          Tomás y yo no conocimos a nuestra mamá. Hasta eso teníamos en común. A él lo había creado del genio y a mí...

         Y a mí, ¿qué? Abuelo, ¡cuánto te quiero!... ¡Oh, Dios! Abuelo, ¡cuánto te quise!...

         Con el nacimiento del nene, no sé por qué, comenzaron a descerrajarse dentro de mí serios conflictos. Me puse por momentos, huraño y, en otros, insoportablemente rebelde.
         Una situación desesperada que sólo el abuelo comprendió.
         Una posición que llevaría, más adelante, a separarme de ellos y que hizo decidir al viejo a hacer un trato con aquél que un día nos dejó llorando, en la escalera de la casa de las Palmas, con las valijas hechas... una noche de Navidad hacía diez años...
                             
         Aquella Navidad irreparable... tiempos en los que el abuelo canturreaba “caserón de tejas”.

         “¡Caserón de tejas! ¡Barrio de Belgrano!”

         Desilusiones libradas en un tiempo y espacio insalvable. Carrusel perdido en una bruma espesa, muy espesa. Mezcla de olvido y ausencia.
         Laura, ¡la otra Laura!... la pequeña Laura.
         Carrusel... caballitos que suben y bajan, como  pensamientos que descienden y remontan, vinculados quién sabe con qué extraña entraña.

         “Nicolás, pobre criatura”...
- Remóntense por las paredes húmedas del molino viejo. ¡Suban, suban! Vamos, vamos, ¡arriba, cenizas de ñandubayes!
- ¿Con quién hablás María?
- Con nadie, Herminia. Estoy soñando... eso es, estoy soñando.
- ¿Despierta?
- Calláte...
- ¿Qué te pasa?
- ¡Shhh!¡Nicolás llora!...
- ¿El niño?
- No, Herminia, ¡el hombre!

         Nicolás empezó a cambiarse después de que Beatriz se despertó y, al incorporarse, frunció el entrecejo porque la luz de la cocina le daba en los ojos. Lo miró atentamente por un momento y le dijo:
- Voy a acompañarte.
- No, mejor viajo solo y en ómnibus.
- Manejo yo, Nicolás... De esa forma salimos más tarde; recostáte un rato y, a eso de las nueve, nos vamos.
         Él se quedó pensativo pero, como no respondía, Beatriz continuó:
- Después de todo, en menos de una semana, voy a ser tu esposa... Quizás no sea oportuno el momento de... y, llegar así, pero...
- Está bien... quedáte un rato más en la cama, yo no puedo dormir... Voy a preparar algo caliente para tomar.
         Nicolás miró la hora. Eran apenas las cinco y media. Se dirigió a la cocina, llenó la pava con agua, prendió el fuego y preparó para cebarse mates. Sentía la cabeza pesada bailoteando en el vacío.
         Sorbió el primer amargo y arrugó la cara. Entornó la puerta corrediza que daba al comedor cuando Beatriz, regresando del baño, volvía a acostarse.
                            
         Quién sabe. Acaso, ¿podría haber estado celoso de Tomasito? ¿Por eso se dieron tantos reveses? Hasta le huía a Tomás... tanto, que él desapareció del lienzo.
         Fueron momentos depresivos en los que, con mis dieciocho años, pegaba desacomodado en el inconsciente. Continué, a pesar de todo, pensando en el arte. Empecé a escuchar mucha música discográfica...   usaba el tocadiscos de Julio durante las noches, hasta que el viejo paraba el generador.
         Aquellas melodías de los grandes compositores hacían sentirme calzado en otras figuras. Me penetraban en un arte y... en una época que incluía a otras. Una partición de épocas con huecos... quizás, ¿tiempos vacíos?... ¿o sería que entraba en escenas, puramente teatrales, en un espacio perdido de mi vida?... ¡olvidado!

         Esa es una emoción que arrastré durante toda mi vida. Nunca pude quitármela de encima.

         Teatral... sí, teatro, porque no se trataba de una sucesión... o de algo coherente. Más bien perdía la linealidad, en el paralelismo, de los instantes idénticos. Los recuerdos se abrían en ondas heterocíclicas, dispersas. Incluso no sentía que las cosas pasaran sino que, más bien, me contenían desdoblándome de maneras extrañas. Aprendí que, intentando entender algunos por qué, no hay formas de crecer en el tiempo si no se está incluido en él... fluyendo.
         No lo sé bien... pero no era yo, propiamente yo, quien recordaba, quien contaba... era, ¿él?... es decir, algún otro, no sé quién, que me describía.
                              
         Aún conservo un cierto miedo al tiempo lineal, porque me condena a ir en una sola dirección y en un único sentido... hacia el futuro. Acaso, ¿no es que, en materia de recuerdos, nos acordamos de lo que podemos o, más bien, de lo que soportamos recordar?... ¿no pasa qué, cuando no nos aguantamos más, se recuerda por el olvido?
         Puede ser que todo esto... o todo lo que pienso sea el vector de una postura cómoda, de un acto fallido, de una etapa en la que el recuerdo me recuerde... en fin, ¡cosas que se me ocurren!... ¿no?
                           
         La cuestión es que estaba fuera de mí y llegó el día en que el abuelo dijo:
- Nicolás, arreglé con tu padre para que te lleve. Tenés que irte de aquí porque necesitás descubrirte y... y ser vos. Yo... yo me mantendré en contacto siempre y, por mí, no te aflijas. A tu papá  lo agregan, por el departamento de cultura de la embajada argentina, en Alemania... política, ¿viste?... pero enhorabuena... ya, te lo explicará mejor él. Te van a llevar y vas a estudiar allá... Baviera... Sí, así se llama el lugar en el que vas a vivir.
- Pero abuelo, yo no quiero irme. ¡Por favor!... Todo esto es mi vida... ¿Por qué con él; si nos abandonó?
- Tenés... ¡Oh!, Nicolás, tenés que irte... No me lo hagas más cruel de lo que es. No hay otra solución y...  preparáte, porque mañana te esperan en Retiro en el tren  que llega a las diez de la mañana.
-¡Abuelo!... por favor, abuelo...
         El viejo cortó la conversación, salió de la casa apenado y lo odié... lo aborrecí, por primera vez en la vida, tanto como a mi padre cuando...
         Corrí desesperadamente a buscar a Tomás. Como continuaba ausente del lienzo me llegué hasta el río y no pude encontrarlo. Lo llamé con desesperación. Subí al barranco en el que lo había creado y miré hacia los ñandubayes, embebiéndome, ahogándome en el silencio. Me senté en un montículo de tosca tapándome el rostro con ambas manos. Al rato, alguien me tocó el hombro derecho. Miré a mi costado y la vi. Era una de las hijas de María; la más linda, la más joven.
- ¿Qué te pasa Nicolás? - me preguntó con dulzura.
     Le conté lo que me estaba pasando y sonrió. Después, me abrazó tierna y amorosamente.
- Me envía mi madre, Nicolás.
         Me miró fijo a los ojos, comenzó a besarme suavemente y luego más apasionadamente. Me tiró hacia atrás hundiéndome en el verdoso y mullido matorral de tréboles; me desabrochó la camisa y el cinturón... sentí la sensación de una gota fría enramada en mis entrañas; sensación que alguna vez imaginé en la soledad de una noche... se desnudó, se estiró sobre mí y tuve un temblor...

         ¿Cómo se llamaba ella?... ¿Cómo se llama?                        

         “¿Será eso por lo que sube la Herminia?
         ¿Los chicos? ¿Nada cambia? Cómo en el tiempo del tiempo o, ¿cómo el espacio que ocupa un espacio?... así escribía ella. Recuerdo eso que, el viejo les contaba... o les recitaba, no sé bien... sí; que les describía a los chicos, diciéndole que lo había creado en su imaginación la abuela Herminia... a ver, a ver, era así... o más o menos así.”
“... chicos de ciudades.
         Indios montados en palos de escobas surcando calles con adoquines.
         Caritas maquilladas con rayas de pétalos de rosas sobre sombras de corchos quemados.
         Vinchas de guerreros. Jirón del delantal de una abuela sosteniendo las plumas arrancadas a un gallo colorado.
         ¡Arcos, flechas y lanzas de mimbre!
         Momentos de llamas amarillentas bailoteando en hornallas de cocinas a querosén, tiznando pavas. Mateadas de adultos sosteniendo sonrisas tibias o tristezas ásperas. Repasadores toscos envolviendo asas de vasijas de vida. Recipientes viejos llenos del vacío sigiloso del que nacen las estrellas. Ayer romántico desprovisto del condimento que aún le falta al hoy. Sabor dulce que es parte del sueño que amarga la boca cuando suena el despertador.
         Programas de radio donde las cosas eran lindas porque enlataban aventuras.
         Indios que esperaban ocultos detrás de los eucaliptos el paso de ese sulky que, yéndose un día, dejó un tótem imaginario de ñandubayes por donde subían y bajaban las tristezas de los pibes y los recuerdos de la estancia.
         ¡Ya no hay sulky para atacar! ¡Ni siquiera están sus huellas! Pero siguen creciendo chicos, indios que juegan en ese silencioso vaivén de las cosas perdidas saboreando los dulces sueños que noche por noche, entre madreselvas y campánulas pernoctando bajo el asfalto, se confabulan con las piedras y el polvo...
         ¡Arrimáte, chico! Bajáte del viejo palo de escoba, despintáte la cara y guardá la vincha.
         El indio ya creció y duerme poco...
         Es cosa de esperar, pacientemente, que suene algo distinto dentro del armazón silencioso del despertador”...
         “Herminia... Herminia. Poesía, poesía y poesía”...
- ¡María!
- ¡Herminia, Juana! Aquí... aquí estoy
- ¿Es la hora?
- ¿Qué hora?
- ¡La de Nicolás!
- ¡Sí!... en eso pensaba. Pero, ¿la de cuál Nicolás?
- ¡La del niño!
- No, mujeres... la del hombre... otra vez, ¡la del hombre!...
- ¿Pero si corre entre las talas viejas y los algarrobos?
- Y ustedes, ¿por dónde corren?
- Entre algarrobos y talas...
- Y, ¿entonces?
- María, María...
- Eduardo, estamos los cuatro juntos, de nuevo... juntos frente a frente en un mismo desencuentro... ¡en una espera de eternidad!...
- María...
-Sí, ¡viejo cochino!
- La poetisa es mi Herminia. Vos, sos la bruja.
- Y ¿qué diferencia hay? Poetisa y bruja por una eternidad...   

         Mi padre no tuvo hijos con Carmen. Fueron inútiles todos los intentos.
Por otro lado, nunca supe qué fue lo que mi abuelo le dijo para que la situación cambiara tanto.
         La cuestión es que aquella mañana me levanté temprano. Preparé pocas cosas, porque según el viejo, no necesitaba llevar casi nada.
         Tomás, que seguía sin aparecer, se había despintado vaciando en el lienzo todo su contenido.
         Sobre la cómoda, arriba de una carpeta blanca de cretona monarca, descansaba un florero con un ramo de alhelíes y mi cruz de ñandubay. Abroché la cadenita, con la cruz, al cuello y pensé en lo que había pasado la tarde del día anterior.
         Sufrí de algo intenso en el estómago; un frío que, penetrándome como una broca me hizo sentir bien.
Tomasito se había despertado y le di un beso. Laurita me abrazó como si jamás fuera a soltarme y... el abuelo me tomó bruscamente de un brazo separándome y dijo:
- Vamos, vamos...  llegaremos tarde a la estación.
         Me sentía confundido. El viejo no me miraba y le dije:
- Quiero despedirme de Corcovo.
         El abuelo asintió; fuimos al establo, abracé al caballo y le apoyé mi mejilla izquierda en el cogote. Corcovo relinchó y movió suavemente la cola.
         Con la cabeza baja, lagrimeando y con los labios apretados, partimos para la estación.
         En ese terraplén solitario... en ese andén, apenas hicimos esperar un tren... el abuelo, el susurro del viento y yo.
         Me acordé de la pintura de Tomás... no la había cargado y eso me recordó a María... y ya se acercaba el tren... frenando, deteniéndose despacio. El viejo me apuró, cargándome como un bulto en el último vagón. Por lo menos, esa fue mi impresión.
         Escuché las campanadas y el silbato de la partida... el convoy se empezó a mover... me alejaba. El abuelo lloraba y allá... allá  a lo lejos venía corriendo, gritando, implorando que lo esperaran. Corría por sobre los durmientes mientras el tren aumentaba la velocidad... estiraba los brazos y me sentí impotente... entonces... entonces él se paró de golpe y... y, casi flotando entre las vías, levantó su fantasmal mano derecha gesticulando un adiós... haciéndose un punto en el horizonte.
         El centro de un conoide irregular envolvía el espacio que giraba, oscilante en unos momentos y clavándose en otros, en ese campo multicolor que quedó estático... quieto y congelado enmarcando el final de una escena de mi vida.
         Un arco iris frágil; fino y sutil como el cristal de un reloj de cuarzo con poca, pero muy poca arena en el contador del tiempo...
         Y así se aquietaba, suave y lentamente, el centro puntual del núcleo del semicírculo concéntrico de la esfera... Esa esfera de la que yo escapaba.
         Diciendo adiós con su mano, translúcida y alzada, quedó Tomás mientras se marchitaban los alhelíes... y, no sólo que se marchitaban los alhelíes, también desaparecía, ensobrados en sus propias cortezas, los ñandubayes.

         ¿Por qué, Tomás? ¿Por qué?
         Todo resultó y sigue resultando como la suerte en un juego de cubiletes. Podría darle un nombre a todo esto, pero aún no lo encuentro... o, ¿quizás sí?... quizás sea aquello de cubario... eso es... cubario.
         Cubos de caras cargadas y marcadas... marcadas con las propias marcas que cargan y marcan o que cargaron y marcaron cada etapa de mi vida.
         Hexaedros que mezclan trampas con la ley  de las probabilidades en los juegos y el azar,... un cubilete agitado por la mano que amalgama, en reversa, la suerte y la conciencia.

- Eduardo, el campo está vestido de negro y las estrellas se asoman, detrás de la cortina de lluvia, hinchadas con un algo de oscuridad y uno que otro poco de luz.
- Titilan. ¡Las estrellas titilan, Herminia!
- ¿Y la luna? La luna quiere asomarse y se va. La luna, hace como Nicolás...
- No... la luna se ve cerca... demasiado cerca. Nicolás aún está lejos y se siente extraño...  lejos y extraño como nosotros... como vos y yo.
- Nosotros, ¿extraños?... ¿alejados?
- ¡Y, sí! ¿Cómo qué no?
- Pero Eduardo, si le hacemos la vida a Nicolás... Siempre se la hicimos...
- ¿Hacer, o destruir? No sé que es lo que formamos y, aparte, ¿qué tiene que ver nuestra lejanía con la de él...? Hablo de vos y yo, no de él y nosotros.
- ¡Eduardo!
- Y... ¿cómo qué no?...  no nos ocultemos de las verdades...
- ¿Pasaron?... ¿sucedieron esas verdades?... en realidad, ¿fueron verdades?
- ¡Sí!... verdades en las que ustedes no estaban... que faltaban...
- Estábamos...
- ¡No!... purgaban sus fantasías... faltaban.
- Los pecados no son fantasías, Eduardo. Para vos, a lo mejor lo es pero,...
- Herminia, cuidado con lo que vas decir...
- Claro, ¡cuidado! No es por celos que hablo. La eternidad revierte la envidia en esperanza, pero... te vi tener y dar placer desde aquí mismo... desde las entrañas de la tierra...
- Y, ¿qué querías que hiciera, Herminia?
- Nada, ¡supongo que nada!
- ¿Qué fue eso?
- La sombra,... ¡la maldita sombra!
         “El chirrido del molino, maldito sea, no me deja escuchar lo que dicen... si será, ese viejo crápula... ¡si será!”
- ¡María!
- ¡Shhh! Calláte, Juana... ¿será posible?
- ¡Qué sombra, ni qué sombra, Herminia!... ¡es la vieja de mierda!...
- ¿De mierda?... ¡viejo sucio!
- Por favor, Eduardo... ¡calláte! Vos, calláte, María. ¡Vamos!... Juana, entremos... bajemos, porque las estrellas se están hinchando de oscuridad de noche y puede aparecer... no lo sé... ¡vamos, hija!
- ¡Shhh! Mamá, pensá en Nicolás... piensen en él.
- Lo hago, Juana. Todos lo hacemos. Siempre lo hemos hecho.
                       
                          
         La impresión de que papá me guardaba rencor por la muerte de mamá se fue disipando lentamente.
         El abuelo me visitaba seguido mientras estuvimos en Buenos Aires.
         Incluso papá y Carmen comenzaron a tratarse con Laurita y Tomasito.
         De lo que no tuve noticias fue del lienzo... de Tomás y, el viejo, fruncía el ceño cuando preguntaba por él. Uno o dos días antes de viajar a Alemania me respondió una pregunta con otra:
- ¿Cuándo te vas a sacar de la cabeza todas esas cosas de pibes, me querés decir, Nicolás?
         Lo miré extrañado.
         Aprendí a hablar fluidamente el alemán. También lo leía y escribía sin dificultad.
         La cuestión, es que viajé a Alemania y nos radicamos en Munich; ahí mi padre desarrollaría esas actividades culturales y políticas que le asignaron, por lo que entendí, en la Cancillería.
                            
         Nicolás despertó a Beatriz y le llevó un café. Después de que se cambió, la observó pintarse en el baño. “Es hermosa”, se dijo. 
         Mientras se terminaba de arreglar, frente al espejo del lavabo, la tomó de la cintura y le besó el cuello. Beatriz  torció la cabeza esperando más y él le dio la media vuelta apretándola y besándola en la boca. Ella lo separó con dulzura y terminó de arreglarse. Nicolás, mientras tanto pensó que, a pesar de que ya habían pasado cinco años de vivir juntos, nunca la había reunido con su familia. El viejo, de quien tanto le habló, murió sin conocerla.
         Se abrigaron, cerraron el departamento y bajaron al garaje. Nicolás se sentó de acompañante y volvió a ausentarse del presente, envuelto en los pensamientos.

- Está empezando... está empezando, Juana.
- Sí, mamá, pobre Nicolás. Todo comenzará ahora.
         “¡Bah!”
                            
         El Isar, los museos con obras de artistas célebres, la universidad, la nieve, los campeonatos de esquíes, los Alpes, la majestuosidad gótica de las catedrales, el juego de marionetas que, en las torres de algunos edificios públicos, acompasan esa música que, en Europa, arrebata cosas al espacio entre jirones de épocas y mezcla de compositores de la temática nacional romántica y los del estilo nacionalista, sin separar entre ellos a los grandes del neorromanticismo  y los neoclásicos... por fin, la cerveza, mucha, para borracheras de presente con entretelones de pasado y...
        
         Miedo y pavor... siempre el mismo desasosiego montado en la flecha impredecible del futuro.

         Papá  y Carmen me trataban bien. Mi formación se agigantaba en la misma huella que deja el paso del arte y la alineación universal, adquirida tras la formación pictórica en las universidades, institutos y conservatorios alemanes, me ayudó a desmenuzar cada una de las corrientes estilistas, en especial la del impresionismo a través de las obras de Manet, Monet, Cézanne, Renoir, Gauguin y Van Gogh. Descubrí que, dentro de esa misma escuela, las obras de Debussy, Ravel y Satie se insertaban musical y profundamente en el simbolismo poético de Verlaine quien, girando vertiginosamente en la corriente me unía, como latinoamericano que soy, a Neruda y la poesía surrealista; asombrándome por  cosas que, al plasmarlas, eran o me parecían tan bellas y hermosas que, a veces, las desconocía. Fue... fue algo así como descubrir que, quién sabe por qué mecanismo inexplorado, apreciaba en mis propias telas una cerrazón alejada de mis creaciones... de todos modos, supongo que la interacción entre el impresionismo puro y la sugestiva originalidad de Neruda en el surrealismo quizás hayan sido el centro del ovillo de mi enredo de conflictos. Reconozco que esas dos corrientes abrieron un abismo de creatividad que, en una loca bohemia,  me llevó después de algunos años a conocer a Cristina...

         ¡Cristina!

         Cristina y su galería de arte... Un recodo detrás del Deutsches Museum... Cristina, esa mujer  que, llevándome diez años, me cargó de su mano por los secretos del arte y los placeres del amor... aquella que, el día en que aceptó exponer parte de mi obra en su muestra subrayó, indeleblemente, en cada una de las pinturas, esos errores en los que boga, dándole demasiada importancia a la cosa, todo creador asustado por el impredecible vaivén de las olas detractoras de algunos críticos del arte. Esa mujer que, en madurez y cuerpo, me hizo pintar desnudos en un marco de estilo que sólo ella y yo veíamos; pero que sirvió para que mi fama tomara el camino vertical o la escala por la que hubo de haber pasado el babel y que no tenía fin... excediendo las fronteras y confundiendo las lenguas... desordenando idiomas, por así decirlo, porque vendía o terminé vendiéndole, a muy buen precio, a muchos turistas extranjeros.
                            
         ¡Cristina!... ¡qué destino!
                   
         Había cumplido veinticuatro años cuando mi padre y Carmen regresaron a la Argentina y yo...
         Yo, me quedé con ella; amaba a Cristina y,... y seguía recibiendo cartas del abuelo en las que me contó y,... y buscaba respuestas a muchas cosas.

         No le respondí todas las cartas porque no tenía las respuestas que él necesitaba que tuviera... 

         Viajaba a Francia y Suecia continuamente; aprendí el idioma francés a la perfección en la universidad por lo que lo hablaba y leía perfectamente. Seleccionaba mujeres jóvenes, modelos, con las que firmaba contratos para usarlas en mis pinturas durante la primavera y el verano en Alemania. Desgraciadamente y así lo creí en aquel momento, la mayoría de mis obras tomaban un camino más comercial que artístico... pero; de todos modos cuando hacía lo mío... en lo propio, no perdía el estilo.
         El vertiginoso ardor, con las mujeres que posaban y pasaban por mis manos, me llevó, en varias oportunidades, a serle infiel a Cristina pero, a pesar de todo... nunca gocé, en ese entonces, con otro cuerpo como lo hice con el de ella. La belleza y el deseo sucumbían en el vértigo del trabajo. Era joven y... aunque la juventud y la profesión no justifican la infidelidad... de todos modos, qué sé yo,... amaba profundamente a Cristina... realmente la amaba. De todas formas aquello, sin querer explicarlo o recordarlo demasiado, pasó muy rápido.
    
         Pero el arte... el arte y la ciencia, la vida y la muerte, la fiebre y los escalofríos, fueron algo así, como... sí, fueron como en el “Narciso y Goldmundo” que aprendí a valorar en el perfume silvestre de la resaca que acolchaba los caminos entre los pinos de las laderas de los Alpes.

         Le propuse, con el tiempo, a Cristina casarnos; tener hijos... pero no, eso no era lo que ella quería o lo que pretendía. Era liberal y miraba el entorno con una visión puramente económica. Yo, estaba haciendo dinero aunque algo... algo faltaba y, quizás en algunos momentos, para ella, pequé de machista.
         Llevábamos tres años viviendo juntos cuando en un candente descuido se embarazó. Le costó tremendamente asumirlo, aunque... pero ese amor que aflora en toda mujer, ternura de madre, superó toda clase de dudas.
         A pesar de distancias y tiempos... seguramente, que no es la distancia lo que separa las cosas sino, más bien, es el tiempo. En un rincón profundo, muy adentro de mi mente, conservaba la imagen de Tomás. Tenía un pedazo de mí que peleaba por retenerlo. No se lo comentaba a nadie porque sabía bien, demasiado bien, que había un segmento de arco de niñez que todavía estaba detenido en el tiempo; tanto como me lo había anticipado, en ese entonces, María...

         ¡María!...

         El ambiente siempre olía, a pesar de todo, a alhelíes. No dejaba de acariciar la crucecita de ñandubay a la que había plastificado y colocado en una nueva cadenita de oro algo más gruesa que la que me dio María. Incluso, muchas veces, detrás de la maraña de éxtasis en el que Cristina y yo nos embebíamos, cuando afuera caía la nieve y el clímax  del momento olía a un perfume conocido, de primera vez y de imagen superpuesta, volvía a mi mente el aroma salvaje de la savia de los tréboles en el barranco de la estancia de Las Palmas. Fragancia silvestre del colchón de tréboles de la que siempre sospeché que no sólo tenía que ver María, sino que detrás de eso estaba la mano de mi abuelo que, a través de la distancia y de alguna manera, quería separarme de Tomás; porque... porque él pensó que fue la mejor manera de despojarme de ciertas cosas y... vaya a saberse cuáles serían esas cosas...

         Realmente, ¿no fue así?... ¿me equivoco?... ¿no fue de esa manera?

- Ella,... ella lo quiso así, Herminia.
- No lo sé Eduardo, hay una causa para todo y hasta los locos... los locos que andan por allá arriba, tienen alguna razón para ser locos. De todos modos estamos esperando que llegue de alguna parte... pero de alguna parte de las profundidades... aquello fue solamente un momento... fue un momento en la vida de Nicolás y... y, ya llegará. Más, ahora que bajaste vos. Todos lo queremos o lo deseamos, no lo sé, pero es necesario, seamos ángeles, demonios o una mezcla de ambas cosas...
- Lo cuidé demasiado tiempo Herminia...
- Eso no te convierte, precisamente, en ángel.
- ¡Ah! De todos modos, todavía no conocí ni vi ningún ángel... ¡Shhh! ¿Escucháste?
- Sí...
- ¿Es María?
- No, seguramente...
- ¿Es una de esas?... ¿sombra?... acaso, ¿es eso?... lo que se aproxima ¿es a lo que le temen...?
- ¡No!... ¡Shhh! Pero no, ¡Eduardo!... ¿no entendiste todavía que es a esa otra cosa a lo que, más que temerle, le desconfiamos? Es a eso que no pertenece a este lugar y, que nada tiene que hacer por aquí...
- Entonces, ¿qué es lo que viene Herminia?
- ¿Te asusta? Es ella... es ella que está llegando...
- ¿Cristina?
- Sí, pasará y entrará por el viejo molino... Sí, ella, Cristina...
-  Iré a buscar a Juana y... y, a María... ¿Qué es ese olor?...
- Es María, que está impregnando con romero el ambiente...
- ¿Romero? ¿Por qué romero?
- El perfume del romero disipa las dudas, Eduardo...
- ¡Esa vieja hechicera!...
- ¡Nada!... ¡Shhh! Calláte y llamálas. Que vengan a recibirla.
- Está bien... está bien, pero... no me vas a decir que, el olor... ¡es un olor de mierda!
- Apuráte.
                     
         El embarazo de Cristina nos enmarcaba en caminos distintos. El futuro se me ocurría que se haría más y más vertiginoso.
                                                           
         Nada cambiaría... como todavía nada cambia. Todo sigue igual.
                            
         En mis recuerdos, a medida que buscaba, encontraba cosas que parecían nuevas. Sabía que habían acontecido pero se presentaban de una manera febril, incomprensible... Así,... como de primera vez.
         Mi vida era un carretel que giraba rodando en un carrusel loco, ausente y desprendido de su eje. Como pasa en la pintura cuando, de un cilindro puede salir una botella, de una esfera un cubo o, de alguna mujer... Todavía no había encontrado un nombre para todas esas cosas... para todas esas transformaciones... pero estaba seguro de que ya, en algún momento, lo hallaría. O, ¿acaso aquello de cubario?... ¡María!
                             
         Recuerdos... saltos con formas que, fuera de época, se estarzan en un presuntuoso pasado más allá del tiempo en que están incluidos.
                        
         El abuelo llegó en primavera y no fue, por cierto, su último viaje. Las Pascuas se avecinaban y me sentí, en principio, feliz con su visita. El viejo se quedó un buen tiempo con nosotros.
         Cristina, en realidad, lo estudiaba descifrando y decodificando cada gesto y, en oportunidades, hasta le resultaban graciosas algunas de sus apreciaciones. Yo, hacía de intérprete y traductor.
         Aquél día, en que fui con el viejo al bosque, algo se tensaba en el ambiente. Juntamos ramas, flores silvestres y hojas para decorar y armar, a la usanza europea, huevos de pascuas y centros de mesas. Hervíamos huevos, hasta hacerlos duros, en colorante vegetal y se adornaban pegándole lo que recogíamos en los bosques para que tuvieran diferentes formas y colores; después se ponían en el centro de la mesa dentro de una canasta de mimbre forrada y encintada. A pesar de ser primavera, todavía nevaba en esa parte de Alemania y eso era lógico por la proximidad de los Alpes.
         Mientras caminábamos, sin prisa, entre los árboles añosos, el viejo preguntó:
- ¿Pensás quedarte para siempre en Alemania, Nicolás?
- Hasta que nazca mi hijo... por lo menos hasta que Cristina dé a luz,... después no lo sé... En realidad no lo sé, abuelo.
- Progresás y sos emprendedor... eso me pone contento. En realidad, prosperaste mucho. Ahora, ¡escúchame!... entendés... bueno, quiero decir que, ¡vos sabés bien que soy bastante bruto!... Y, por eso no entiendo... no interpreto bien tus pinturas o tu arte, qué sé yo... no sé bien cómo llamarle, pero... vos, me entendés, ¿no? En realidad, insisto en que sé poco de todo eso pero dicen que tenés un estilo propio, definido y,... y estoy  muy orgulloso,  Nicolás... Eso es lo que quiero decir.
         Recogí una ramita y la eché en la bolsa que sostenía el abuelo, me detuve para mirarlo fijamente a los ojos y le pregunté:
- ¿Recibiste la pintura que te envié?
- Sí pero, decíme Nicolás... perdonáme, qué sé yo, como  te lo dije... No sé que significa... para mí es una ventana abierta flotando en un  campo con alhelíes y tréboles. - Hizo una pausa y continuó – Realmente; no sé, explicámelo vos...
- Algún día... algún día, abuelo, a lo mejor, un día de estos, lo descubrís. El arte no se explica, se admira tratando de encontrar en una obra lo que te plazca entender... No sé cómo explicártelo, pero es así.
- Estás extraño. Lo vengo advirtiendo en las pocas cartas que me respondés. Tampoco entiendo qué es eso, que me mandás a decir, de pintar aislándote del mundo real, encerrado en las músicas de...
- ¿Debussy, Ravel o Satie y escuchando recitar algunos versos de Neruda?
         Le sonreí a modo de respuesta y continuamos caminando bajo los copos de nieve que se hacían cada vez más gruesos.
- Tampoco me entendiste antes, abuelo. Nunca te detuviste a pensarle un por qué a algunas cosas de mi vida cuando vivimos juntos... fue como vivir montado, andando pesadamente en una bicicleta destartalada, subiendo barrancas de calles empedradas que, aparte, te hacían saltar. Había algo que se frenaba y se aquietaba en una... en una casi, casi, pendiente vertical que se alejaba del horizonte. Nunca, pero nunca, llegaba al descanso; a esa punta donde pudiera bajar, volver, sin tener que pedalear, disfrutando, si así lo hubiera querido, del vértigo de la libertad. Me cansé, sí, me cansé mucho; dejé que la subida frenara ese andar grave y, trastabillando, di vuelta la bicicleta dándole alas a la imaginación, bajando las mismas barrancas que con tanto esfuerzo subí, mirando paisajes gastados y dejando, en la soledad de mis noches, abandonada una niñez adormecida sobre el regazo crecido de un ¿imaginario?... O nuestro ¿compartido e imaginario?... ¡ay! Abuelo... ¿no fue así?... ¡de mi imaginario Tomás!...
- Oh, ¡Nicolás! ¿Qué pasa? Pensé que habías madurado. ¡Dejá!... olvidáte, de una buena vez, de esa historia de pibes...
- ¡Maduré, abuelo! Abandoné la bicicleta y ahora, para ser libre, camino... pero camino acorralado en el presente... en el ojo de la telaraña... en una ¿mentira?
- ¿Qué mentira? Acaso, ¿una mentira mía? Cada vez me siento más bruto e ignorante, hijo...
- Sí, abuelo, podría ser una mentira tuya y, ¿por qué, no?. Acaso, por ejemplo,... ¡claro!, olvidáste que me hiciste creer que... como yo,... ¿hablabas con Tomás? Claro, fue el vino, vas a decirme... la sobremesa y los vasos de vino tinto...
         No sé por qué hable de esa manera... algo dentro de mí se rompió... el viejo se tomó la cabeza parándose de golpe y después me  abrazó, diciéndome:
- Y, ¿qué querías que hiciera, muchacho?... te crié como pude... me dejaron solo. No podés echar sobre mí todos los errores... interpretaste mal el juego,... ¡para mí era un juego!... un juego al final de cuentas... Nos necesitábamos, muchacho. ¡Nos necesitábamos!... Tenía miedo de que te volvieras... o que estuvieras loco y, eso es todo... ¡un juego de pibes, Nicolás!
         Apretándolo fuerte, muy fuerte lo calmé y le pedí disculpas. Para mis adentros dije: “Creo que la única que realmente conoció o descubrió a Tomás, fue María”...
               
         La primavera vestía de amarillo y hace mal acordarse de todo eso... perdonáme, abuelo... ¡perdonáme...!
                  
         Continué...
- No importa abuelo. Olvidá el asunto... No tiene importancia. Yo, te amo. No sé si te comprendo, pero te amo... y eso es lo único... lo suficiente... lo notable.
         Corrimos porque hacía mucho frío. Había dejado estacionado el auto algo lejos, en un camino lateral sobre la carretera principal que lleva a Munich.
         Mientras regresábamos y después de un pronunciado silencio, el viejo preguntó:
- ¿Cómo es, en realidad, Cristina? Digo como persona; como mujer... Sus gustos... Qué sé yo.
                            
         La nieve anunciaba que aún faltaba mucho tiempo para que los  árboles se vistieran de primavera.
         ¡Primavera!
         ¡Bah!
         Digo, o pregunto, ¡no sé!... ¿Puede alguien responderme por qué?... ¡mierda! ¿Por qué las cosas se daban así?... ¿o, se dieron de esa forma?
                           
         Le respondí...
- Es una alemana hecha y derecha. Metódica y disciplinada, sin llegar a la manía. Sabe enfrentar el mundo exterior demoliendo continuamente los prejuicios del conformismo, ya que se la pasa creando y pensando en nuevas razones de ser y construyendo utopías. Tiene conciencia y respeta a aquellos que, negándose al presente, se proyectan al futuro... cosas que nunca logré hacer yo. Comprende la obra de Lutero y ama a Beethoven,... Marx, Brecht, Goethe y, en particular, a Niestche. También le emociona con fuerza Monet, Manet, van Gogh y Degas... Admira el cubismo y comparte la corriente del futurismo... además  me quiere y espera... esperamos un hijo.
- La amás, por lo visto. - interrumpió el abuelo.
- La amo sí y, mucho...
         El viejo después cambió el ángulo de la conversación transportándolo hacia mi padre, Laura, Carmen, Julio y Tomasito.
         Mi papá se había retirado... jubilado, más bien y vivía en Córdoba. Seguía con Carmen y no tuvieron hijos...
                                                           
         Bajo ninguna circunstancia podré decir, jamás de mi padre, “pobre viejo”... pobre viejo, si lo digo... lo diré de mi abuelo. Mi padre nunca reconoció deudas; más bien, supongo que él debe pensar que las pagó y se equivoca... conmigo se equivoca.
         Los hombres dejan de ser tolerantes cuando se enriquecen. Yo, por lo pronto... a  mí, me falta recorrer algún camino desconocido, oblicuo y,... y no me cabe.     
Dejé de creer en la Navidad, por lo menos en esa que, alguna vez, conocí de niño y... no sé, pero en las pascuas, obviamente,  también. Cristina,... ella sí que,... sí, ella en esas cosas creía tanto como los niños... con corazón de niña, aunque parezca raro, por su forma de ser... pero era así. Esas festividades se me borraron y continúan así, desaparecidas... esfumadas de las caras de esos dados que suenan huecos... huecos y en los que, curiosamente y desde hace mucho, alguna vez encerré mi vida... cubos que eran y son parte de un juego inexplicable... ¿cubario?... ¡María! Nuevamente María... ese algo... eso que aún no consigue conformarme... definir...  aunque más no sea con un tipo de palabra... cubario... que, poco importaría si está, o no, contenida en el diccionario de mi lengua. En fin... cubario... ¿una aspecto efímero de algo que me perturba el ánimo?

         “Quemar flores y hojas de romero mezcladas con raíces de ortiga blanca hará que me pueda meter en la cabeza de este muchacho. Es como si lo viera, sentado enfrente de mí, gesticulando inquietamente como cuando era chico; contando sus sueños, encadenándolos uno detrás del otro. Esos sueños definieron su niñez y después la adolescencia...  esa adolescencia en la que el acné le deslucía su cara pálida y delgada... de rostro triste. Lo escuchaba hablar con detenimiento y, a pesar de todo, ¡sí!... y, ¡sí!  Así lo hacía... así lo hacía porque el muchacho penetraba en mí desde  lejos; afuera, incluso, de mi estampa. Se apoyaba en su pasado. Un pasado oscuro, velado, por el cual, en vez de sueños, contaba pesadillas. Su primera opresión la describió, por lo menos la que más recuerdo... o la que más tengo presente; la representó a través de esa pintura... la de Tomás... la de ese demonio... eso que, endiabladamente, al final de cuentas, lo perseguía por todos los caminos en los que él tropezaba, caía y... pobre muchacho; esos caminos en los que se levantaba buscando salidas... escapatorias que no existían... a lo mejor, ¿una sombra?... buscando la fuga por una ventana suspendida en el horizonte y a través de la que supondría encontrar, en todo caso, una vía hacia su libertad. Así lo comprendía yo... aunque se me enreden las palabras en los pensamientos, puedo asegurar que a esa ventana, justamente, no llegaba nunca. Hipaba, como hipa un bebé en los brazos de su madre... la suya, Juana, estaba ausente. Sollozaba muerto de miedo mientras ella, desde la eternidad, contaba esos cuentos que jamás... que jamás pudo contarle... pero no siempre fue así... a veces soñaba con esas cosas hermosas que tanto tienen que ver con la belleza que todo bohemio, como lo demostró más adelante, vuelca en su arte. Hasta reímos a carcajadas con algunos de esos sueños... especialmente en esos en los que él, de niño, se convertía en un Tom Sawyer  jugando y haciendo rondas con los sobrinos que, se escapaban, de alguna revista del Pato Donald... o suspirar por la ilusión de que, alguna muchacha rubia y de ojos azules se hundiera, torpemente en su cuerpo, impregnándolo de  perfume de alhelí y trébol... pero estos sueños eran los de su madre... ella... ella siempre disipándole los temores y vistiéndole, con telas de sosiego, el desconsuelo amargo de sus pesadillas. Sus pinturas eran, muchas veces, nítidas y claras desde el pincel, pero borrosas y oscuras dentro del alma. Realmente, arrastraba una confusión de la que no lograba salir... recuerdo que... ¡sí! Aquella tarde... En esa tarde lo vi llegar... quería decir, contar o  preguntar algo, pero tenía miedo. Preguntar, más bien... y la pregunta se la tomé en su aura... Entendí que necesitábamos  encontrarnos y, por supuesto, accedí. Quemé raíces de dientes de león, oré y le produje el sarampión... Nicolás sentía miedo, porque sus sueños y las realidades eran una sola cosa. No podía ubicar seres y cosas en niveles diferentes,... en espacios independientes. De todos modos, aquella vez... la punta del ovillo... el vértice de la respuesta... él temblaba por la fiebre y yo, por el intenso fluir de responsabilidades que, sobre mí, deslizaban Juana y Herminia... sentí una penetrante sensación de vértigo... de vacío. Entonces me di cuenta de que yo, indiscutiblemente, terminaría siendo cómplice, en parte, de sus confusiones, de sus pesadillas, de sus sueños. ¡Ah! Me mareo,... en realidad me marea el humo del romero... ¡maldito sea!... ¿estaré, en serio, perdiendo el poder?”

         Nunca entendí por qué María a veces era castiza y, en otras... otras veces hablaba cómo se le ocurría... pero, de todos modos, se le entendía... puede ser que haya sido por el hecho de ser curandera... por su profesión, qué sé, yo.
                          
         Paró de llover. Nicolás observó las gotas que se hilaban y ascendían, adheridas al vidrio del parabrisas, por el efecto del viento y la velocidad del vehículo. Habían doblado hacia el lado de la avenida Cabildo y Beatriz frenó, casi bruscamente, para no pasarse el semáforo en rojo y preguntó:
- ¿Te sentís bien?
- Sí. Sólo estoy cansado. No dormí y eso me tiene nervioso... mal.
- ¿En qué pensás?
- No sé, por momentos siento voces dentro de mí.
- ¿Voces?
         El semáforo dio luz verde y continuaron.
- Anoche vendí la pintura de los cubos, Beatriz.
- ¿La de los dados?
- Sí, esa.
- Es buena. ¿En cuánto?...
- Quince mil.
- ¡Qué bien!
- Fue a partir de ese momento. Después de que la vendí... cuando se la llevaron, empecé a escuchar voces... esas voces... unas señales, ¡no lo sé!...
- Son tus nervios... trabajaste mucho en estos últimos días.
- Cinco dados en el plano de una ventana suspendida y abierta. Algo parecido, pinté alguna vez para el abuelo.
- ¿Y, qué pasa con eso?...
- Nada, nada... No lo entiendo. Esta es diferente. Son cubos luchando contra el azar, desafiando el orden universal, suspendidos en un campo multicolor, provocando a la Creación... El viejo dijo, en un entonces, no entender la suya... a la pintura, me refiero. Quizás murió sin comprenderla y, por eso... aunque de tonto no tenía un pelo, pero...
- ¿Qué nombre decidiste ponerle a la pintura?...  ahora que recuerdo, cuando la bajaste del taller supuse... bueno, pero por lo visto no es lo que pensé.
- ¿Me creerías, si te digo, que no se me daba?... o, ¡no me convencía ningún título para esa obra! Es, como si tuviera que inventarle uno... no lo sé, pero le puse, por ponerle un nombre... lo titulé cubario. No tiene un significado absoluto y... pero valió quince mil, ¿qué querés que te diga?
         Nicolás se llevó la mano izquierda al pecho y cerró los ojos, pensando...
                           
         Toco esta cruz de ñandubay y no sé por qué carajo lo hago... es intuitivo. Cubario... lo pienso y,... en fin. Claro; María. ¡María y el miedo grotesco que le tengo al futuro!... ¿nunca pasará?
         No... más bien... ¿por qué los sicólogos?... ¡Bah! El psicoanálisis... la terapia falló y falla, por lo menos conmigo es así. Y, ahora que murió el viejo,... ¿qué pasará ahora? Quizá asuma mis temores...
         ¡Esas voces!... mamá, la abuela y el abuelo... ¡María!... la terapia, eso de poner las cosas en boca... En fin, en fin.

         Nicolás abrió los ojos y miró por su lado de la ventanilla. Después volviendo la cara hacia Beatriz, preguntó:                           
- ¿Qué hora es?
- Diez menos veinte.
- ¿Sabés? La primera novela que leí fue una de Mark Twain... “Las aventuras de Tom Sawyer”... la leí tantas veces que me la aprendí, casi de memoria. Hasta pinté a Tom... como una carátula... eso es, una carátula... lógicamente que lo hice como yo lo imaginaba... un pibe, así como era yo, pero subido de otra época... lo hice mi amigo... algo así... interno.
- ¿Un amigo imaginario? Es propio en los pibes...
- En principio, supongo que sí, pero después...  después dejó de ser ese Tom... Se  transformó en otra cosa... se transformó en Tomás; más castizo y un... un personaje diferente. Presumo que fue como un ¿fantasma?,... alguien al que le contaba todas mis cosas en la soledad de la estancia, allá, en Las Palmas... todo eso, a lo mejor, compensaba la ausencia de mamá. El viejo, a veces, me hacía creer que él lo veía y hasta conversábamos... claro... yo pensaba... o jugaba a que Tomás se salía del lienzo... porque lo tenía en mi pieza, ¿sabés? Y,... y desgraciadamente, el viejo, empezó a decir que me veía un poco grande para ese tipo de juegos... salvo...  menos una vieja...  la curandera María. Ella dijo, por lo menos fue lo que señaló, que me escuchaba charlar con Tomás y, sí... sí, estoy seguro de que ella lo veía así... el abuelo no lo entendió, ni me creyó nunca eso y jamás quiso hablar al respecto... fue un misterio. Hoy presiento que Tomás existe rebotando en el interior de cada dado, de cada cubo, que enmarca los capítulos de mi vida... no sé por qué tengo que ver siempre cubos... como esta pintura que vendí y, a la que le puse ese nombre... porque, te repito que, lo de cubario... algún día te voy a contar de donde salió eso... cubario. Todo se da como si fuesen espíritus guerreando con mi conciencia; vedándome la flecha del tiempo; celando todo lo que conocí y amo; dejándome fuera, separado de los que quedaron allá en la estancia. ¿Puede ser que él, me refiero a Tomás, sea un monstruo interno, cimentado sin darme cuenta?... ¿sin proponérmelo?... mi otro yo, ¿oculto quién sabe en qué lugar de mi espacio?... ¿de mi época?... ¿un mero caso de paralelismo emocional?...  ¿la resultante de universos paralelos? Es una lástima que se haya escapado de esa caparazón de niño inocente... no sé por qué lugar de mi genio vago pero,... pero cuando lo ubique... cuando me ubique tendré que descerrajarlo de los pintorescos ñandubayes en que lo creé y dejarlo prisionero en algunas de las caras de esos cubos que contienen los capítulos de mi vida y que identifico como cubario... eso es, cubario... ¡Ja!... ¡cubario!
- Me asustás Nicolás; no te vi... mejor dicho, nunca te escuché hablar así. Estás cansado y nervioso; tratá de dormir un rato, ¿querés?
Nicolás asintió y volvió a cerrar los ojos

La cabeza me da vueltas; demasiadas vueltas, no logro dormirme y siento la necesidad de pensar.                       

         Llegando al Acceso Norte, casi al dejar la General Paz, el cielo se notaba parcialmente despejado aunque, por el oeste, todavía se veían algunas nubes grises que, cargadas con lluvia, se aproximaban. Hacía frío.
         Nicolás seguía con los ojos cerrados.
    
         No sé por qué conté todo esto. Cometí una tontería. Es, como si hubiera hecho giros discontinuos en ciento ochenta grados. ¡Estoy loco!... ¿Cómo empezó? ¡Ah, sí! La pintura y el título, cubario... y, continúo acariciando la cruz, ¿por qué?... es inconsciente, estúpido. Esas voces, ¡esas voces! ¡Uy!
                            
         Al girar, para tomar por el Acceso Norte, un auto hizo una mala maniobra y se les fue encima frenando de golpe. Beatriz maniobró lo mejor que pudo logrando desviarse y rozó una de las columnas de la bajada. Detuvo el vehículo mientras que el otro siguió sin darle mayor importancia al accidente.   
         Nicolás se bajó sudado, empapado y sintiendo una sensación fría. Escuchaba voces profundas... como en las pesadillas... y sintiendo olor a romero quemado le vino una especie de mareo.
- ¿Estás bien? - Le preguntó Beatriz.
         Él asintió larga y suavemente, respiró profundamente y parpadeó con lentitud. 
                             
Y sigo acariciando esta cruz de ñandubay. El azar, ¿la suerte? ¡Qué hijo de puta ese tipo!... ni siquiera frenó para ver si nos habíamos lastimado.
                            
         Beatriz revisó los daños. Por suerte no había pasado nada; sólo un raspón que se solucionaría con un poco de pintura. Se acercó a Nicolás que se veía pálido y tirando al gris; como las columnas y los paredones que dan al puente, en la calzada, del lado del acceso. Lo obligó a subir al auto diciéndole:
- Por suerte estamos bien. No pasó nada; vamos a seguir viaje.
         Se levantó un viento aún más frío que, al entrar por las rendijas de las ventanillas, se escuchaba como si fueran sirenas muy agudas... lejanas... un silbido distante.
        
- Dejá de silbar, María... ¿querés?
- Mirá Eduardo, lo hago para orientarla a Cristina...
- ¡Basta! No lo necesita... aquí nos entendemos todos... hay sólo un idioma. Aparte, ¡esta entraña apesta! ¡Dejá de quemar porquerías!... ¿querés decirme de dónde conseguís el fuego?... ¿del infierno? ¿Llegás hasta tan cerca?
- ¡Bah! ¡Calláte!                           
                                    
         Beatriz observó que Nicolás tenía las mejillas húmedas por las lágrimas y pensó que sería mejor dejarlo solo con sus pensamientos. La muerte de su abuelo lo afectaba y creyó que todo lo que había hablado antes se debía al dolor que eso le producía.                                        
         Nicolás bajó la mano izquierda del pecho y dejó de apretarse la cruz.                            

- ¡Cristina!
- ¡Ah!, Herminia...
- Sí... querida y,... y ellas son Juana y María.
- ¡Eduardo!
- Llegaste... sabía que lo harías. Se dio como lo pensé...
- Sí María, supongo que sí... ¡Oh! Eduardo.
- ¿Qué dice esta vieja?... ¡como ella lo pensó!...
- ¡Papá!... ¡por favor!
- ¿Cómo hiciste para llegar?... ¿por dónde entraste a este universo?
- Fue difícil, María, pero lo hice... me lo gané. Elegí un laberinto al azar... un laberinto,  que despacio empezó a iluminarse enfrente de mí. Llegué a un recinto en forma de cubo y entré en él. Una puerta que se cerró herméticamente apretó en orden sobre un tablero  el as, luego el dos, después el tres, el cuatro, el cinco y por último el seis. Sentí cómo un vacío, que se hacía cada vez mayor, me aturdía a medida de que el cubo tomaba velocidad. Cuando por fin todo se detuvo, la puerta se abrió y me encontré frente a un túnel; caminé por él hasta entrar en otro cubo que también tenía una puerta que se cerró misteriosamente. Quedó, en otra especie de tablero, apretado, el dos, el tres, el cuatro el cinco y el seis. Me transportó suavemente, se detuvo y, al abrirse la puerta, salí para un cuarto en el que soplaba un viento fuerte. Pasando por esa habitación encontré otro laberinto encendido, lo traspasé y, al final, había un nuevo cubo con una puerta a medio abrir. Entré en eso y volvió a cerrarse herméticamente marcando en el tablero el tres, el cuatro, el cinco y el seis. Fue tan rápido que la aceleración me aplastó contra el suelo hasta que se detuvo desacelerando muy, pero muy suavemente y se abrió por el techo. Me di tiempo para incorporarme, salté y al hacerlo, escuché una voz. Me dio pánico, caminé de costado y volví a encerrarme en otro cubo que tenía otra puerta que se cerró herméticamente apretando, en el tablero, el cuatro, el cinco y el seis. Me tomó una especie de desmayo y cuando volví en mí, había pasado el tiempo y la puerta ya se encontraba abierta. Vi una escalinata y la bajé hasta encontrarme con el quinto cubo y entré en él. Otra vez se cerró herméticamente la puerta y se marcó en el tablero, el cinco y el seis. Anduve a grandes velocidades y se detuvo tan deprisa que quedé pegada al techo. Me caí,  dejé pasar un momento y como la puerta no se abría, temí que la salida estuviera clausurada. Pero afortunadamente no fue así. En el mismo tablero se apretó el seis y la puerta se abrió. Entonces distinguí, en las aspas de un molino viejo, un cartel que decía: “Pasar al pozo por este lado” Crucé un marco de hierro, se cerró una puerta metálica, escuché el clic  y el chirrido que hizo una llave muy pesada en una cerradura oxidada, sentí olor a romero quemado que, al principio, me mareó y,...  y aquí estoy...
- Y del niño, ¿Cristina? ¿Qué pasó con el niño?
- ¿Cómo, el niño, María?...
- Está bien... el ángel.

         Pasamos juntos las pascuas. Realmente, esos días transcurrieron plácidamente. El viejo quedó impresionado con todo lo que visitó y conoció; especialmente Traunwalchen que es el lugar donde vivían los padres de Cristina.
         Un domingo, a fines de abril, ya que habíamos convencido al viejo de que se quedara  más tiempo, lo invitamos a viajar con nosotros a Holanda. Teníamos compromisos ineludibles en La Haya. Aquella tarde, como de costumbre, hice de intérprete y traductor:
- Cada vez entiendo menos a los jóvenes. Ya estoy viejo y mi generación peca, excesivamente, de conservadora... la impresión que me llevo, es que se aman más de lo que imaginaba. - Cristina sonrió cuando lo traduje y el abuelo siguió - ¿Cuál es la causa por la que no quieren casarse? Nicolás me lo explicó, pero...
- Tampoco se lo vas a entender a ella, abuelo.
         Largué una carcajada y el viejo me miró extrañado; pero sin darme demasiada importancia siguió:
- Ya, amo a mi bisnieto. Sentiré estar... estar tan lejos cuando nazca.
- El espacio – dijo Cristina haciéndome señas de que tradujera lo que decía mientras  hablaba - no es lo que separa a los hombres; en última instancia es el tiempo porque... y en eso pienso como Nicolás... porque todo lo bello está incluido, o es parte, si así lo prefiere, de una misma época. Ahora y en este mismo momento, apenas si importa el presente. Mañana... ¿quien sabe de mañana?
                             
         Alguien... eso me sonaba conocido... o, ya dicho. 

- ¿Recuerda, Eduardo?...
- ¿Si recuerdo qué, Cristina?
- Que Nicolás era de hablar muy poco; cuénteme de ustedes...
- Juana, mi hija Juana...
                            
         ¡Mamá!... realmente, mi madre...
                            
- ...fue mi única hija, Cristina. Cuando Herminia enfermó de los bronquios o los pulmones, qué sé yo, hubo que llevarla a Córdoba, a Cosquín... un lugar para los que sufren de esas enfermedades. Durante un tiempo la acompañó y cuidó Juana. El trabajo del campo urgía y no pude dejarlo. Fue por ese entonces que mi hija conoció a Juan. Se embarazó de él y nació Laurita... Juan era... es abogado y... y, siempre fue un tipo acomodado; con aspiraciones políticas. Su padre, que había enviudado era un hombre raro... Se llamaba Luis y vivía en la misma ciudad de Córdoba. Era dueño de una armería y tenía un taller con máquinas de herramientas...  Laura nació poco tiempo después de morir Herminia... ellos se casaron y Juana volvió a quedar embarazada; venía Nicolás. Las cosas no fueron bien. Mi hija pasó los últimos dos meses del embarazo con problemas;  presión sanguínea alta. Le dio eclampsia, así se llama eso y... y, hubo que cuidarla mucho. Entonces, me la traje con Laurita a la estancia. María, que en ese entonces vivía en las barracas, se mudó a la casa principal y me ayudó a cuidarla,...
         “Viejo crápula. Vamos a ver cuánto cuenta y qué oculta... Todavía no se adaptó a este nuevo universo; a estas entrañas.”
- ...el parto se adelantó un poco de fecha y nació Nicolás. Mientras alumbraba le dio un derrame cerebral, así dijeron y... a los tres días, en fin... Los dos primeros años María me ayudó con los chicos. Luego Juan, ignoro por qué, decidió llevárselos con él y su padre a Córdoba...
                             
- Estás soñando, Nicolás. ¡Despertáte!, hacé el favor. ¿Qué es lo que te está pasando?
         Beatriz se desvió por uno de los caminos de cintura y detuvo por un momento el auto al borde de la calzada, luego zamarreó a Nicolás.
- Está bien, está bien, Beatriz...
         Él; comprendiendo lo que estaba pasándole y como en el juego del gallo ciego, ese juego que tantas veces jugó de pibe con su hermana, volvió a cerrar los ojos. Después Beatriz, tras fruncir con expresión extraña el ceño, puso la primera marcha y continuó con el viaje.                          
                                                      
- ...cuando Nicolás cumplió cinco años, su otro abuelo, Luis, tomó una determinación incomprensible y se suicidó descerrajándose un tiro de revólver. Los chicos volvieron a la estancia y el padre me los dejó para cuidarlos. María, en ese entonces se fue de la casa... supongo que, ofendida por algunos malos entendidos entre nosotros... cosas que ahora no vienen al caso.
         “Viejo de mierda, no cuenta la realidad... ¿malos entendidos?... y, ¿un suicidio?... sigue en la misma...  claro, es la forma de justificar que el demonio no ande entre nosotros... ¡la sombra!, Luis... ¡pobre Nicolás!”
- ... a partir de aquel momento me encargué de los chicos... hasta que Laura se casó y llevé a Nicolás a vivir con su padre que se había casado con una mujer, que conoció en España, de nombre Carmen. Al principio me dolió mucho eso, aunque más me lastimó... en fin, primero no habían querido  llevárselo, pero llegado el momento y jugando bien con algunas cosas que me había enterado de Juan... política, cosas sucias... en fin, como podía usarlas, las aproveché oportunamente y le obligué a hacerse cargo, en delante, de Nicolás... no podía controlarle la rebeldía a ese muchacho... cada vez nos confundíamos y ofuscábamos más... no sé cómo llamarle a esas cosas raras que le pasaban, o que nos sucedían... no sabía cómo manejarlo... no podía, era imposible y... y, temía por él.
         “Fui yo quien te lo dijo, Eduardo... se te escapan cosas, viejo... y no contás toda la verdad.”
- ...supuse que Juan estaba resentido con Nicolás por la muerte de Juana y, en fin, no sé...
         “Sí, contá la verdad... completá ese en fin y el no sé... porque los conocés.”
- ...los años en que estuvieron casados, mi hija y Juan fueron felices. Después y es lógico, creo que eso quedó olvidado... el tiempo patea, muchas veces, en contra... aunque en este lugar es impropio hablar de tiempo.
- Pero si será... este viejo sigue contando la historia como a él se le ocurre y,... aquí, en este universo, no puede hacerse eso porque te  mandan al fuego... ¡no ocultés ni disfracés las cosas!...
- Andáte a la mierda, vieja, ¿querés?... María, ¿estabas escuchando?... ¿qué carajo te importa?...
- Vení Cristina, yo voy a terminar de contarte toda la realidad y... ¡ya vas a ver, viejo, si me importa o no!
                                 
         Se ponía nervioso. Se enfurecía. Mi abuelo Luis me sacudía y gritaba cuando hacía cosas que... esas cosas que  ya, en definitiva, no sabía si estaban bien o mal. Era un pibe y me portaba como tal.
         Aquél día fui corriendo a la habitación de papá para contarle que el abuelo me había pegado en la calle, en la puerta del negocio.
         El viejo se sulfuró... se enojó; no recuerdo por qué.
         Abrí la puerta de la alcoba y la pieza lucía un poco oscura. Papá estaba acostado con esa mujer rubia que venía a visitarlo... que lo visitaba cuando el abuelo se iba y nosotros jugábamos. No se dieron cuenta de mi presencia. Hacían lo suyo arriba de la colcha... la colcha bordada de tréboles,... la colcha que, me contó Laurita, bordó mamá.
         Salí corriendo, escapando en contratiempo... ¡en contrapunto!
         ¡Laura!
         Ella, Laura, mientras tanto jugaba en el patio, tapándose los oídos, sosteniendo en su falda a Hermano, nuestro perro... El perro que había venido, de la estancia, con mamá... el perro que disfrazábamos colgándole una boina de pintor. Cuando me vio bajó al animal de su falda y corrió a pintar con acuarelas sobre esa pared que usábamos de tapiz en el fondo del patio. En la medianera que daba al taller del abuelo Luis, se apoyaba una canoa con dos remos... Hermano, moviendo la cola, se echó a mis pies queriendo sacarse la boina de su cabeza, arrastrándola con las patas delanteras. Laura  hacía manchas y, en cierto momento, me impresionó ver su silueta desnuda dibujada en la pared... Algo así como, ¡la figura de un cuerpo que se dibujaba sobre sí mismo!
         Allá atrás; olvidados, paradójicamente en un avance de tiempos y, en un pequeño espacio, lloramos extrañamente... lloramos derramando lágrimas que caían en un terreno que soportaba poco peso. Ese llanto no podía secarse porque el calor del sol apenas si alcanzaba para, no sé,... el único sol que sentíamos provenía, artificialmente, del color cetrino que se formaba en la mezcla de colores chupados en una pared desnuda... la pared en la que garabateábamos, usando un resto de acuarelas viejas que nos había regalado el abuelo Eduardo... único lazo que, en aquél entonces, nos unía.                                                    

         Fusiono las cosas y se mezclan con estas voces que oigo cada vez más graves...
        
          Regresando, por decir, sobre las cenizas del pensamiento, en mi otro recuerdo mezclado allá, en Alemania; llegó el día viernes... en fin, un viernes partimos hacia Holanda.

         Nicolás escuchaba voces y se desorientaba... un susurro que cada vez tenía menos y menos de barullo.

- Ya está Nicolás... ya estás cerca. Como dice María... todo está pasando como lo anuncian  las raíces del ñandubay...

         ¿Quién me habla?... ¡Esas voces!...

- Soy yo, mamá... ¡soy mamá!
- ¿Con quién hablás Juana?...
- Con él, con Nicolás. Ya puedo y debo hacerlo, mamá...
- ¡Oh!

         ¿Mamá?...
        
- No, hijo, no... que todo esto no te asuste.
        
         Si no dudara; si no le temiera al futuro, quizás podría decir que es verdad...

- ¿Cómo?

         ¿Distancias en el tiempo?

- Épocas en el espacio.
        
         ¿Por qué no?

- Te escucho, Nicolás, te escucho... te ayudaremos.

         Todos... ¿Quiénes, todos?

- Nosotros, Nicolás. María, Herminia, Eduardo, Cristina... que esto no te asuste, por favor... que no te asuste.

         ¿Debo darle un nombre a todo esto? ¡Cubario!... ¡no! No me asusta.

- Seguí, no te detengas...

         ¿Mamá?... me hace acordar... ¿cómo  cuando era chico?... ¡mi pintura de Tomás!... ¡con alguien hablaba!...

- Aquél Tomás fue una sombra... ¡eso, una sombra!... tené paciencia, ya falta poco... ya vas a recordar.
- Dice Herminia que hablás con Nicolás...
- Sí, María... tenga freno, por favor, y déjeme manejar esto a mi manera porque... me corresponde, ¿no?
- Sí, Juana. te corresponde... 
- Entonces, María... déjelo por mi cuenta.

         A pesar de que yo lo creé, no hay un solo Tomás, en la vida hay muchos... pero reales, mamá... ¡reales!
        
- Quizás, hijo...

         Un amigo.

- ¡Shhh! Cristina, por favor... vos; también tené paciencia... por ahora, alejáte... ¡por favor!
- Bien... Si se da la oportunidad decíle que lo amo...
- Está bien... ¡Shhh!

         Estoy cansado y me siento raro... casi afiebrado...

- No hay culpas, querido. Nadie puede hacerte eso... es decir, echarte culpas.

         ¿Eso, qué?... ¿Qué culpas?

- Echárte culpas. Simplemente eso...

         Estoy agotado. Cansado de mí mismo, de mis escenas, de mis cuadros, de mis luchas, de mi talento. Rendido de luchar en contra de cosas...

- De luchar con una sombra, Nicolás. Azufrada y espantosa. Tanto que la rehuimos y... y, la impresión es mutua.
¿Rehuir? ¿Por qué?

- Por ahora, sólo eso. Rehuir, nada más... paciencia, Nicolás. Nosotros te protegemos.
- ¿Qué diablos?...
- ¿Por qué mencionás al diablo, papá?
- Lo escribió en las paredes, con azufre, hija...
- Por favor, papá...
- Te entiendo, hija. Está bien. Es él... cuidálo, vos sabés...
- Papá...
        
         Cansado de buscar sin encontrar. Cansado de separar matorrales para ver si, en la ciénaga de las épocas, hay satisfacciones encajadas en los cubos esquivos de la incomprensible dirección de la flecha del tiempo. Y apenas si le encuentro un nombre, de una palabra, a todo esto...

- Nicolás, despierta, por ahora... nada más que, por ahora... ¡Dije que despiertes! ¡Vamos, Nicolás!...
- ¡Juana!
- Sí, María... está bien, ya va.                            

         Nicolás despertó y se acomodó en el asiento. Se había adormecido por un rato. Miró por donde marchaban y vio que faltaba bastante. Beatriz le sonrió y él le devolvió, más tranquilo, la sonrisa. Se sentía satisfecho de haber despertado.
- ¿Corto la calefacción?
- No, Beatriz, afuera se ve muy frío.
- Está bien. Qué te pasa, ¿tenés pesadillas?
- Supongo que son pesadillas... si te lo cuento, no sé, no lo entenderías. Aunque yo también, que digamos, entiendo poco mi estado

         Ese largo litoral frente al mar del Norte, una plataforma continental adosada a Alemania.
         Después de un divertido viaje en el que Cristina, el abuelo y yo éramos parte de un sueño amoroso, aventurero, lleno de reflejos multicolores, de felicidad entre tulipanes y jacintos salpicados de agératos, comprendimos que realmente los holandeses habían hecho una tarea más que prodigiosa creando un país con tierra conquistada al mar.
         Esa primavera, de principio de mayo, fue prodigiosa para las flores. Los jardines en La Haya eran soberbios.
         Nos alojamos en uno de los hoteles de la cadena Goldin Tulip cerca de la autopista por la que viajamos desde Alemania.
         Los primeros días recorrimos la ciudad  "haciéndonosla", más o menos como vulgarmente se dice allá, en bicicleta aprovechando esos llanos tan característicos de los países bajos.
         No hay cosa más linda que recorrer las ciudades holandesas aprovechando sus pistas para circular en bicicleta.
         Durante todo el mes de mayo Cristina y yo nos dedicamos al arte y los negocios. La verdad es que hacía un buen tiempo que no pintaba.
         Mientras tanto, el abuelo se ocupó de conocer en La Haya el Binnenhof, o sala de los Caballeros donde la reina inaugura la sesión parlamentaria; el antiguo ayuntamiento Oude Stadhuis; el museo Mauristhuis que en un palacio del siglo XVII expone dieciséis Rembrandt, treinta Verneer, trece Jean Steen, siete Ruben y tres Van Dick; el Mesdag con obras de pintores franceses de la escuela de Barbizon; los museos de vestidos, de Correos y de Arte Moderno y, finalmente, la ciudad en miniatura de Marudam que es una reproducción exacta y animada de una ciudad holandesa. También viajó a Amsterdam a conocer la misteriosa plaza de Dam que reposa sobre trece mil pilotes; el museo de Vicent Van Gogh, la casa de Rembradt y la de Ana Frank.
         ¡Ay, abuelo! Recuerdo la mañana en que te atoraste por querer probar las anguilas ahumadas y los arenques cocidos servidos en tostadas rociadas con cerveza. Después, durante tres días, tuviste que conformarte comiendo galletitas suaves y bebiendo té holandés.
         ¡Abuelo, abuelo!
         Creo que fue esa la época que me dejó  los recuerdos más hermosos del viejo. Aprendió a ensamblar todo. Incluso a comprender profundamente a Cristina, cosa que me hizo muy feliz.
         Ella y yo también pasamos momentos inolvidables. El amor nos seguía muy de cerca. Más y más a medida de que se acercaba la fecha del alumbramiento.                           
         Ahora, a la distancia, las llamas de la vida se avivan en contra de la ruinosa hélice del destino, ahumando o agrisando un crepúsculo que, en torno de aquella época, misteriosamente me envuelve.
         ¿Deben, como con un instrumento de cuerdas, afinarse las palabras para que se escuchen con dulzura?
         ¿Enarmónicamente?
         ¡El viento, del impredecible, arcano futuro, sólo por un antes y otro entonces se transforma en huracán!
         Voy, inconscientemente, armando con todas mis confusiones un collar inconmensurable. Un collar grande y unido débilmente. Tan grande y débil que ni siquiera es capaz de rodear el cuello de botella por donde se tragan mis inhibiciones.
         Un collar de cubos lanzados desde un cubilete que no pertenece a mi tiempo, ni a  mi espacio. Tiemblo al pensar, al descubrir que solamente pertenece al sórdido esqueleto dentón que, sin guadaña, camina simulando ser la flecha impredecible, implacable, de la muerte...

         Iban rápido. Estaban llegando al puente de Bancalari. El ambiente pútrido de la zona sacó a Nicolás, en cierta medida, de la pesadez de sus recuerdos y pensamientos. Le seguían ardiendo los ojos y miró a Beatriz. Ella, prestando mucha atención al tránsito, manejaba por el carril izquierdo.
         El sol continuaba asomado tenuemente entre las nubes. El asfalto seguía mojado.   
         Nicolás miró la hora.
         Las diez y veinticinco.
         Faltaba aún un trecho para llegar a Lima y se esforzó en volver a cerrar los ojos recostando la cabeza en el vidrio de la ventanilla. La calefacción le arrebataba las mejillas. No dijo nada porque sabía que Beatriz es friolenta y afuera el frío continuaba siendo intenso.
         Cada vez que el sueño intentaba vencerlo profundamente, como en las pesadillas, un golpe seco, en el interior del pecho lo despertaba. Luego, una sensación de goteo sordo se le enramaba por las clavículas bajándole por la espalda hasta producirle malestar en las piernas.
         Hacía mucho tiempo que había dejado el alcohol y el tabaco...
         Era una sensación casi excitante...
         Similar a la que, alguna vez, sintió cuando se intoxicaba; cuando abusaba de algunas drogas cargadas. 
                             
         ¡Sustancias!... ¿Cuántas veces lo hice?... con las pesadas, ¿quizás cinco, seis veces? ¿Más?
¡Ah! Mejor dejo eso y recuerdo... Sí, repaso cómo fue ese verano... un verano en el que latía un corazoncito que tenía que ver conmigo en el cuerpo de ella...

- Nicolás, amor...

         ¡Sí!...          Presiento sus ojos viniendo hacia mí pero, en realidad, ¿son los de ella?
         No quería que partiera, que se fuera... ¿Para qué? Si teníamos todo. El amor, un hijo que venía, el arte, la vida. ¿Qué más?...
                       
         Un barquinazo y el giro forzado por un pozo en el acceso lo sacó nuevamente de la espiral de ese... ¿Sueño? ¿Pesadilla?
         No quiso abrir los ojos.
        
- Nicolás...

         Es ella, sí, es la voz de Cristina.
        
         Intentó soñar con la mente abierta.         Sí, soñar en serio, alejándose, buscando sobrevolar una nube poco explorada aunque, no tan desconocida, al fin... Necesitaba escapar. Buscar esas voces que, en cierta medida le traían tranquilidad. ¿Así era? ¿Casi lo lograba?...
         Un buen tiempo el cuerpo, con su espíritu, quedó suspendido, levitando, en un silencio tan profundo como excluido del medio.
         Reacomodó la cabeza en el vidrio de la ventanilla, usándola de almohada de rollo... una piedra que se va lavando en el torrente de un arroyo desconocido.
         Comenzó a escapársele algo de saliva por la comisura de su boca, sobre el lado derecho.
         Se preparó para otro extraño sueño. Un insólito sueño de un cuento que, seguramente mezcló, alguna vez el abuelo. Penetrando, como quien vuela, en la antesala de un teatro.
         Entonces... entonces, la figura del viejo era un punto lejano flotando en el vacío y de repente... de improviso Eduardo comenzó a aproximarse como en una lente de proyección sobre la pantalla de un cine, desde el embudo abierto del telón. Se acercaba lentamente, más y más.
         El rictus dibujado en el rostro del viejo lo descolocaba... lo hacía diferente.
         Ya...
         Sí, únicamente estaba su cara. ¡Inmensa! El rostro cada vez se hacía más grande e inflado y la voz del abuelo era grave y arrastrada, ¡tarareaba!...
         Nicolás conocía lo que escuchaba. Lo oyó de niño, demasiadas veces, percibía la melodía como emergida de las profundidades de una caja de música. 
         De repente, el rostro explotó y...
Y empezó vertiginosamente a desparramarse en forma de cubos y... y, regresó a su idea la palabra... ¡Cubario!
         Todo empezaba a darse por etapas... lapsos de sueño, de pesadilla, de canto, ¡de cuento!

- Hablémosle de eso, sí; por sobre su sueño, Juana.
- Está bien, papá. Hagámoslo entre todos, contémosle... recordémosle el cuento. Esa historia que alguna vez creó mamá. 
- Empezá, Herminia...
- Él... ¿Nicolás?
- Mejor él, a secas... sin nombre.
- Él, caminaba triste y confundido. Miró la hora y se le escapó el espacio. Clavó la vista, midió su sombra y se le fugó el tiempo. Caminó por esas calles que, vestidas de azul jacarandá, se estremecen al paso de un tren. Avenidas viejas ensordecidas por el trino de los pájaros tiznados. Callejones con casas viejas y caserones. Veredas colgando de rejas, pórticos y portones. Tejas, teñidas de verde musgo, arañadas, rasguñadas por espinas de rosal trepador, santa Rita y ramas de jazmín del cielo. Sutil perfume de madreselvas. Triste aroma de glicinas. Malvones que le roban el perfume a los viejos matorrales de violetas. Jardines, con caminos de polvo de ladrillos, donde  se esconden, en su destructivo ir y venir, las hormigas...
- “Barrio de Belgrano".
- Sí, Eduardo, Barrio de Belgrano... seguís vos, María.
- Y... y, así, entre tantas otras casas, calles y cosas, llegó a la galería. ¿No es así, Herminia?
- Sí...
- En la galería aún estaba la pintura... Esa; la del lánguido portón de rejas sombreado con magnolias, un difuso aljibe rodeado de macetas y una senda... Y en la vereda una figura flaca, gris, le daba cuerda al organito... Una imagen sombría apretaba la manivela con la mano derecha mientras que, apoyada en el índice de la izquierda, sostenía la cotorrita.
- La pintura, tenía mucho del niño, Cristina.
- Y, estoy segura de que demasiado del hombre, Eduardo. Tanto, como lo que en ese momento se le alojaba en el alma.
- El organillero y el pintor habían sido parte de la otra pintura. La real. La de la vida. Esa en la que las manos se movían... Una, girando música y la otra, la oculta, creando formas...
- Sí, mamá. Salpicando color... Continúe,  María.
- Contemplaba esa parte del universo que se había quedado quieta. Inmóvil. Aparentemente con un antes y sin un después... Miró hacia abajo y vio sus piernas... Largas... Desnudas... Colgando de un remendado y abierto saco de recuerdos. Sorprendido volvió la cabeza y, ahí estaba. Enmarcado en un arco multicolor, vibrando con el cercano paso del tren. Sus pies descalzos descargaban en el verde, pinchudo colchón de gramilla, los electrificantes y oscilantes trinos de los pájaros... ¡Oh! Había saltado por sobre las rejas... Estaba detrás del plano de la pintura. Sólo le bastaba subir los escalones y el umbral...
- ¡Ay! Aquél, su “caserón de tejas”, María.
- ¡Pero, no! No, Herminia. Vos, ¿así lo creaste?... ¡No! No entrará en la casa...
- ¡Correrá!... Corrió hacia el portón, María...
- Sí, Eduardo. Corrió hasta el portón y Hermano, el perro, con sus pesadas patas lo empujó desde atrás.
- Lo hizo caer, Herminia, y después se echó jadeando... Moviendo la cola... Removiendo el tiempo...
- Él... él, a secas... el pibe... El niño lo abrazó y, entre sus lamidas y lloriqueos le dijo: “¡Hermano! ¿Aún estás aquí?”... Usted lo sabe, María... lo conoce... ¿Recuerda, como sigue?
- Sí... El animal se paró y retrocedió un poco. Volvió a echarse con la cabeza erguida y ladró. Como si entendiera. “¿Te acordás?” Prosiguió él... Él, a secas, el pibe... Y cuando el perro, revolcándose en el pasto, quedó  panza al cielo dijo: “¿te acordás Hermano de las tibias noches sobre la vereda?”...
- Después, corrieron hasta el rosedal...
- Sí, Eduardo. El rosedal ese, donde podía fundirse un pintor de cuadros con las risas de un organillero y en el que las cotorras de la suerte copiaban, robándole, el canto a los pájaros...
- Y le recordaba a Hermano: “Cuando el tren cercano, nos dejaba viejas, raras añoranzas, bajo la templanza suave del rosal."  ¿Cómo sigue, Herminia?
- ¡Eduardo, Eduardo! ¡Las cosas!... Continúo yo. Las cosas no podían hacerse más simples de lo que eran. A pesar de aparecer fantasmas en un espacio fuera de lugar, estaba ahí. Continuaba siendo él... Él, a secas... Él mismo en un cuerpo pequeño. Situado en la antesala de una verdad escapada de la realidad. Pensamientos y recuerdos en un mismo lugar. Todo había pasado alguna vez...
- La misma brisa, el mismo perfume, el mismo aliento, las mismas sombras y el mismo sol...
- Era y es. ¡Sí! “Todo fue tan simple; claro como el cielo...”
- “Bueno como el cuento que, en las dulces siestas, nos contó el abuelo...”.
- “El cuento. Sí, ¡Hermano! El cuento...” Murmuró él... Él, a secas.                         
- Corrieron, María...
- Sí, Herminia. Corrieron... ¡Continuá vos!...
- Corrieron y llegaron al umbral y... ¡Ahí estaba el viejo! Esperando con un gesto de silencio, bajo una boina de artista.
­ ¡Shhh! Esperen, por favor... El viejo, ¿es usted Eduardo?
- Quizás sí, Cristina... Aunque, en realidad, también es un signo. Simplemente eso. Un signo... El viejo, a secas...
- “Que no ladre Hermano, se despertará  tu madre” Susurró el viejo.
- “¿Y el cuento, abuelo?”,  preguntó él... Él, a secas... El chico...
- “¡Sí! El cuento...” Esa, fue la respuesta.
- Herminia, ¿cómo sigue?
- El viejo se sentó en la hamaca, bajo la fresca, casi fría sombra de los pinos,.. “Cuando en el pianito de la sala oscura, sangraba la pura ternura de un vals.”
- “Abuelo”, dijo él... Él, a secas... El pibe... “La abuela despertará a mamá”. “¡No!”, contestó el viejo, “no te preocupes. Simplemente arrulla... calma”...
- A lo lejos...
- Sí, María.
- A lo lejos, una cotorrita de la suerte copiaba el sonido del piano y los pájaros dejaron de trinar...
- El viejo, entonces, contó el cuento, dialogando a dos voces... El cuento... Ese cuento, mejor lo contás vos, papá.
- ¡Sí!... Cierta vez un niño, pequeño, perdido y cansado se sentó a la sombra de un ñandubay. Cerró los ojos y quedó dormido... Profundamente. Soñó que la sombra del árbol, a través de la brisa y el río, lo conversaba así:
- ¿A quiénes buscás?
- A los que amo.- Respondió el chico - ¿Adónde están?
- Navegando... Bogando...
- ¿Cuándo vuelven?
- Nadie lo sabe...
- ¿Por qué?
- Navegan, simplemente eso. Subieron, por la corriente turbulenta del río - continuó la sombra desviando la brisa por sobre un estero - con una gran canoa y varios remos... Dicen que fueron perdiendo los brazos, tiempo tras contratiempos. Ha pasado mucho... Ahora bajan... Descienden obligados, con la bajante, llamados por el mar; a la deriva como las partículas cósmicas de una estrella que murió.
- ¿Fueron felices?
- Mientras tenían fuerzas y... Mientras tuvieron remos, sí.
- ¿Por qué perdieron los brazos?
-La madera se pudrió... Fue mucha el agua y poco el sol... Malas épocas. Quizás entretejan el lienzo...
- ¿Un lienzo?
- Sí, un lienzo largo... Muy largo... Como un paño colgado, suspendido, tendido del horizonte...
- ¿Y qué le bordarían?
- Con poco rosa alegrías y con mucho gris tristezas... Como un vestido largo, muy largo. El vestido con el que, a veces, se  viste el destino... Un vestido de soledad... Y... ¿Importa?... Eso, ¡¿tanto importa?!...
-Claro que sí, ¿acaso, no soy parte de ellos?...  ¿Acaso, no quedé aquí, a la deriva, solo?... Claro... Ciertamente me veo... ¡Me ven distinto!... Pero... Pero me llaman Remito y espero... -  Y el  niño se largó a llorar. - Dicen que el chico sueña y espera... Espera y sueña bajo esa sombra y cuando despierta, se sienta a la margen del río. Se sienta y moja sus pies hundiéndolos en el remanso...
- ¡Terminó esta parte!... Ahora; seguí vos, mamá...
- ¡Sí!...  Hermano se durmió y él... Él, a secas... El niño quedó absorto... Mirando fijamente al viejo... El piano dejó de sonar, la cotorra de imitar y... Y los pájaros trinaron. “Es triste, muchacho, aunque a veces, así es, o se da la vida. Como ese cuento.” Acotó el viejo.
- Y, ¿qué dijo, él?... Él, a secas... El niño, Herminia...
- ¡Cristina, Cristina!... Preguntó: “Pero, acaso... ¿Remito es?... ¿Remito soy yo?”...
- “¡Sí!” Le respondió el viejo y siguió... “¡Corré!... ¡Corré!... Que despierten de la siesta y te busquen. Volá... Remontá sobre las rejas y regresá a la calle...  ¡Vamos!... ¡Corré!... ¡Volá!...” ¿No es así Herminia? ¿Cómo continúa?
- El perro, Eduardo. Hermano se despertó y él... Él, a secas... El pibe, comenzó a correr enredándose en sus propios saltos mientras que, en su interior, una voz dulce y profunda cantaba: "Revivió, revivió en las voces dormidas del piano.” Corrió y corrió escuchando... Escuchándose: “y al conjuro sutil de tu mano, el faldón del abuelo vendrá...” Saltó por sobre el portón planeando en un vuelo suave al compás de la voz de un organillero. Una voz que giraba y rebotaba en sí misma diciendo: “Llámalo, llámalo”... Cayó afuera y miró hacia abajo viéndose las rodilleras plegadas, arrugadas sobre sus largas piernas. Sorprendido volvió la cabeza y ahí estaba la pintura. Esa pintura, que no tenía precio. Que no se vendía. La pintura con la figura gris, el organito, la cotorrita, el portón de rejas sombreado con magnolias y el difuso aljibe rodeado de macetas. Revisó por atrás el atril buscando el más allá y, sobre la pared del fondo descubrió un lienzo, un tapiz, trabajado con poco rosa y mucho gris. Al pie, difusamente se leía:... "Viviremos el cuento lejano. En aquel caserón de Belgrano, venciendo al arcano, nos llama mamá”... Él... Él, a secas... El hombre... Se encogió de hombros y salió de la galería. Regresó caminando por esas calles vestidas de azul jacarandá, temerosas de las vibraciones de un tren y musicalizadas por el canto de los pájaros tiznados... Como un fantasma se disolvió en la tarde... Seguí,... continuá vos, María...               
- Él, a secas... El hombre... Salió, a la tarde siguiente, por esos mismos lugares... Contento... Aliviado... Clavó la vista, midiendo su sombra y apreció el espacio... Miró la hora y se ubicó en el tiempo. Caminó por esas calles, de viejas casas y caserones. Veredas, colgadas de rejas, pórticos y portones. Tejas, teñidas de verde musgo pincelado entre ramas de rosales y jazmines... Sutil perfume de madreselvas. Triste aroma de glicinas. Malvones entre matorrales de violetas de antaño. Jardines con caminos de polvo de ladrillo. Destructivo ir y venir de las hormigas sobre el caliente asfalto de las callejas solitarias... Desde una calesita, de una plaza soleada, el susurro del viento afinaba una melodía acompañando una voz que canturreaba: “Tu sonrisa, Hermano, cobijó mi vuelo y como en el cuento, que en las dulces siestas nos contó el abuelo, tornará el pianito de la sala oscura. Sangrará la pura, ternura de un vals...” Terminá vos, Juana...                       
- Llegó a la galería y,.. ¡Oh! El cuadro no se encontraba en el atril. Colgaba de la pared. En su lugar había una blanca y hermosa jaula que albergaba una cotorrita que trinaba como otros pájaros y al pie de la pintura, prolijamente doblado, en el interior de una canoa entre cinco remos parados estaba el lienzo, el tapiz. Se acercó y esbozó una sonrisa misteriosa. Contempló en el cuadro el lánguido portón de rejas sombreado con magnolias; el difuso aljibe rodeado de macetas y,... Y en la vereda, la figura flaca, vestida de rosa, le daba cuerda al organito con su mano derecha, mientras que con el índice de la izquierda, acusadoramente, le ordenaba a un perro que se echara.
     
         Nicolás pegó un grito.
         Beatriz  volvió a despertarlo.
- Soñabas. Estabas gritando. ¿Otra pesadilla? ¡Por favor, Nicolás!
- Sí... un sueño. Estoy bien.
                            
     Realmente, quizás, ¿haya tenido que ser esa la pintura que le merecí al viejo?
         Después de todo, ¿las cosas hubieran sido distintas si Laura y yo hubiéramos vivido con papá?...
         ¡Carajo!
         El viejo,...
                          
         Beatriz había, mientras Nicolás dormía, encendido la radio del auto desde donde la voz del polaco Goyeneche entonaba "Caserón de tejas" pegado al “tema otoñal” que, desde una vieja grabación del gordo Troilo, Franchini ligó con el arco frotado en su inconfundible violín.
        
         ¿Quién sabe, no?... 

         Nicolás enderezó el asiento y se estiró apretándose contra el respaldo. Observó la ruta y la música de la radio lo hizo cabecear. Continuaba ardiéndole la vista.

         A mediados de junio, primavera en Europa y otoño aquí, los tres regresamos de Holanda directamente a Berlín. El viejo voló a la Argentina sintiéndose, supuestamente, feliz.
         Cristina, mientras tanto, había asumido el compromiso de viajar a Turquía.
         Yo, no estaba de acuerdo con ese viaje porque la fecha de parto era para principios de setiembre.
         Fue tanto lo que insistió que, al final, tuve que conformarme y dejarla ir.
- Apenas serán tres semanas. Arreglo todo con los italianos, traigo las obras para exponerlas en Munich y después me quedo quieta, te lo prometo. - Dijo.

- Y es lo que pretendía hacer, Nicolás. Simplemente quería eso... quería eso para los tres.

Tenía miedo de que le pasara algo estando tan lejos.

- Sí, mi amor; dijiste que, por fin, eras el Nicolás que siempre quisiste ser y por eso te sentías plenamente  feliz. Yo lo supe cuando... No sé, estabas perdiendo el temor al mañana. Que tu vida dejaba de ser una batalla continua... Eso; ¿un juego de dados?, ¿así, decías?... Azar, ahí está... ¡Azar! Un juego de cubos modelados en el interior de la esfera por la que se escurre el arte.
         Aún dudo, Cristina... Algo no me convence... esa palabra... cubario, ¡eso!... ¡Cubario!        

- Nicolás; hay respuestas...

         Respuestas, ¡no!... ahora, quiero recordarte... Recordarte sonriéndome, abrazándome y besándome.
“Quisiera que la vida se parara en este momento, Nicolás”... dijiste eso queriéndome penetrar el pecho con el rostro.
         Fui un tonto, un verdadero estúpido... cuando menos me di cuenta, estábamos sentados en un banco del aeropuerto. Esa tarde, esa mismísima tarde en que sacaste, ¡maldita sea!, el pasaje a Turquía... ¡Estambul!

- Te necesité, Nicolás... mucho. Me equivoqué no aceptando que me acompañaras... pero fue así y no tiene mayores vueltas. Fui una idiota por dejarte retocando ese fresco en el pueblo de mis padres. Pero, se lo prometimos y, no sé...

         Es raro... ¡qué raro es sentir!... oír tu la voz aquí, en mi cerebro...
        
- Recuerdos, Nicolás...
        
         ¿Qué? ¡Sí lo recuerdo!         
         Maldita sea...
Perder todo, confundiendo las cosas, perderlo todo ¡habiendo tenido tanto!
        
- ¡Nicolás!...
        
         Nicolás, ¿qué?...
        
- ¡Shhh!... las noches tienen ojos profundos, Nicolás...

         Ojos de luna llena, aunque, ¿sabés que no me gusta la luna llena?

- Sí, lo sé, Nicolás... en noches de luna llena se cometen las mayores estupideces... en noches de luna pasan esas cosas de las que, después, hay que arrepentirse.

         Eso lo dije yo y lo sostengo. ¿Recordás?...
         En fin, de todos modos no te conocí en tiempos de selenio, de eso estoy seguro y, aunque no recuerde la fase por la que transitaba la luna, en ese entonces,... en fin, te aseguro que no hubo luna llena.
        
- ¿Cuál es tu duda,  Nicolás?... ¿estás dudando de Dios? Por favor, ¡no! Eso sí que nó... que no es el mejor camino.

¡Cristina!, no entiendo...

- No importa Nicolás... ¡acéptalo así! Te aseguro que, tarde o temprano, todo termina en una entraña y... y, lo quieras o no, hay muy poco para entender y mucho en qué dudar... es así, simplemente no hay otro camino, la vida acaba como el agua blanda que se escurre en el riego... moja y disuelve las sales que, como pecados del suelo, se esconden en las entrañas...
        
         ¡Agua! Si parece la historia de la efímera que deja caer sus huevos sementados al lago devolviéndole vida al agua y... la efímera tarda más en nacer que en morir... como cualquier otra forma de vida; que se segmenta en contenidos, giros y parámetros que hacen inexacta la inecuación del conjunto universal de la eternidad.

- ¡Nicolás! Se escucha el arrullo... ¡se adormece la vertiente!... y, ¡basta!
- ¡Poesía!, Cristina.
- No, María... ¡Realidad!
        
         ¡¿María?!... ¿La voz de María?...

- ¡Shhh!
- ¡Nicolás!...

         ¿Realidad?...
         Sí, realidad. Eso. Hablemos de eso, de aquella otra realidad. Del viaje a Estambul...

- Como quieras, Nicolás...
        
         ¡Realidad!
         Llamaste a tu padre, por teléfono, avisando que llegaste bien. Dijiste que habías terminado. Que las cosas salieron mejor de lo que esperabas.
         Viajé a Berlín para encontrarnos. Pasó un día, fueron dos, más de tres... y no volviste.
         Comencé a preocuparme. Hablé con tus padres y, nada... Ninguna noticia. Llamé al hotel y en Estambul dijeron que te habías ido hacía ya varios días... En el aeropuerto confirmaron que no abordaste el avión.
         Pasaron los días. Estaba desesperado, cada vez más preocupado. Denuncié lo que pasaba a las autoridades alemanas y dijeron que era demasiado pronto para darte por desaparecida, que había que esperar, que ya aparecerías. De todos modos, por mi cuenta hice que investigaran qué había pasado a través de la embajada alemana en Turquía.

- Cuánto lo siento, Nicolás...
- ¡Pobre muchacho!
- Sí, María, pobre muchacho...    
                             
         Ah, ¡Cristina! ¿Por qué te dejé ir? ¡Qué carajo!
         Todo da vueltas y vueltas... es imposible olvidar.
         Avisé a un conocido de mi padre, de sobradas influencias en la embajada argentina y se ocupó de inmediato...
         Todo siguió igual... no aparecías.
         Fue como si te hubiera tragado la tierra. Aparte, los malditos italianos no aparecían ni figuraban por ningún lado. Nadie los conocía. Te habías esfumado... de las obras de arte, ni qué hablar.
        
- Nicolás...

         No tuve otra alternativa más que viajar a Estambul.  

          ¡Estambul!, es llamado la médula del mundo... un ombligo, mejor. Una ciudad barajadora de imágenes, figuras... una metrópoli que produce miedo. Así decían. Un sitio de callejuelas tortuosas, de grandes avenidas mal pavimentadas poblada de verduleros, vendedores de agua, patrones sigilosos que vigilan demasiado de cerca a sus explotados , mozos, vendedores de especias y... ruido. Mucho ruido. Calles merodeadas por militares uniformados que van y vienen ocupándose, a veces, de sostener pilas de artículos mal estibados evitando así que no aplasten a algún turista. Chulerías que, en un descuido, roban los pordioseros para cambiar por otras miserias en algún otro mercado callejero...
          Me alojé en el mismo lokantasi en el que paró Cristina.
          Desde que pisé tierra turca me sentí observado.
                             
          Tan notado como en aquellos años de mi infancia.
          Como fue en ese entonces... cuando los pescadores, en las Palmas, con las hijas de María.
                                 
          Comencé preguntando a los pasajeros que estaban hospedados. Sólo tres de ellos se acordaron de Cristina.
          Uno era inglés, el otro español y el tercero portugués. El primero y el último hablaban el castellano con algo de dificultad.
          Soy renuente para alterna, pero tomé la iniciativa y, en fin.
          A ninguno de los tres le interesaba demasiado la pintura, ni otras formas del arte; eran comerciantes, aparentemente, pudientes. En Estambul es así, son turistas o comerciantes.
          Un par de días después de que llegué y durante un desayuno con böreks que compartí con el inglés, le pregunté sobre Cristina. En un mal castellano me contestó:
-¡Ah! Sí. La mujer rubia, “embarada”. La recuerdo.
- Sí, embarazada. ¿La recuerda? ¿Tuvo oportunidad de hablar con ella?
- Una, que otra vez nos cruzamos en el saludo. Se sentaba a esa mesa - señaló una mesa vacía ubicada junto a la puerta cancel del hall principal - con unos señores que hablaban el italiano.
-¿No se acuerda?... ¿No observó si pasó algo extraño? Raro... ¿entiende usted?
- Raro. Sí, entiendo, ¿cómo qué?
- Qué sé yo, una discusión... o algo así.
- No, no. Para nada.
          Hice silencio esperando que me respondiera. El inglés observó hacia un costado y dijo:
- La vi varias veces en el Gran Bazar. Parecía esperar a alguien.
-¿El Gran Bazar?
- Sí. Es el lugar de los negocios... ahí se negocia en Estambul. Se accede por las puertas de Nuruosmaniye y de Bayasid.
          Le agradecí la información, terminé el desayuno sin más comentarios; nos despedimos y salí a buscar el lugar que dijo el inglés.
          El sitio estaba muy concurrido y era bochinchero... como todo en Estambul.
          En realidad; haber ido a ese lugar no me sirvió de nada.
          Continuaba sintiéndome observado. Alguien me seguía paso a paso.
          Compré un atado de cigarrillos turcos, de los que son chatos y volví al albergue.
          Pedí la llave de la habitación y el conserje me dijo que “el español” había dejado dicho que podría cenar con él. Me alcanzó una dirección que guardé en el bolsillo, le agradecí y subí a la habitación.
          El cuarto estaba oscuro y se escuchaba, apenas, el chirrido del ventilador de techo. Caminé hasta la ventana para levantar la cortina de esterillas y tropecé con algo. Retrocedí para encender la luz. Había trpezado con un de mis valijas y, para sorpresa, todo el equipaje, estaba tirado desordenadamente por el suelo.
          Alguien había irrumpido en la habitación. Me pregunté si sería por robarme, pero no... en realidad no faltaba nada, ni siquiera un poco de dinero que había dejado a la vista.
          No supe, en primera instancia, qué hacer.
          Pateé la ropa a un costado, me tiré en la cama, prendí uno de esos cigarrillos  chatos, tragué el humo y sentí como una nuez que pasaba por mi garganta y al rato me dormí pensando que estaba en lo cierto... en realidad me seguían... estaban observándome.

          ¡Cristina!
          Estambul, una pesadilla metida en otra.

- Sí, Nicolás, aquello se descontroló.
- ¡Cristina!
- Voy, Herminia... ¡voy!
- La sombra, Cristina... ¡la sombra!
- ¿Qué sombra, Herminia?
- ¡Shhh!

          Cuando me desperté, ya casi era la noche. Me bañé y salí a cenar y a encontrarme con el español.
                            
          Continúo acariciando esta cruz de ñandubay.
          Bueno, será porque me ayuda a conciliar ideas y recuerdos. Aunque mis ideas, a veces, me da la impresión de que no son tan... coherentes, ¿digamos?... o más bien, los recuerdos, no tienen la linealidad que quisiera que tuvieran, pero eso debe pasarle a todo el mundo... ¡digo! En fin.
                            
          Al salir del hospedaje y ya en la calle, mientras me dirigía al restaurante en el que debía de encontrarme con el español, me daba vueltas en la cabeza la conversación de la mañana con el inglés. Tenía la impresión de  que el tipo sabía más que lo que dijo.
          Caminaba por una callejuela lateral y presentía... Sentí que alguien, o varios pares de ojos, se clavaban en mi nuca
          Me pregunté ¿sobre qué querría hablarme el español? ¿Por qué ese hombre cenaría conmigo?
          Cuando llegué al restaurante, el tipo me esperaba en un reservado. Un empleado me condujo a él quien, incorporándose, me estrechó la mano y dijo:
- Siéntese. Espero que le gusto el pilav. Encargué para los dos.
- Está bien – le contesté. No había probado eso nunca, ni sabía de qué estaba hecha esa comida pero, en fin, no era la primera cosa diferente que engullía en aquel país.
          El mozo se acercó y nos sirvió vino turco, de la casa. La bebida era agria y áspera. Saqué cigarrillos y convidé al español. Él aceptó y se apresuró a encenderlos. Aspiró profundamente el humo y continuó diciendo:                     
- Sigue buscando a su mujer. ¿Cristina?...
- Sí, ¿qué sabe usted? Desapareció... parece que nadie sabe nada de ella... es como si se la hubiera tragado la tierra. Espera un hijo mío y estoy muy preocupado y confundido...
          El mozo se acercaba con el pilav. El español hizo señas de que me callara y dijo en voz baja:
- Coma primero; después hablaremos.
          La verdad es que disfruté muy poco de la comida. Estaba nervioso, preocupado y sentía un apretón en el estómago. El hombre hablaba de arte contemporáneo pero, en realidad, lo que decía me molestaba porque no compartía para nada sus apreciaciones.
          Pidió uvas de postre y terminamos, al final, de cenar intercambiando pocas palabras. Después volvió a llamar al mozo, encargó café y, limpiándose, con poca delicadeza la boca con la servilleta que había extendido sobre las faldas mientras comía, dijo:
- Ahora sí, veamos...
- ¿Qué sabe? – pregunté.
- Poco... Pero puedo decirle algo. Primero; desconfíe del inglés... él es... – bajó la voz cambiando, incluso cambió el tono - mire, es ladrón de obras de arte y... aparte, se dedica al contrabando de  obras.  Un estafador de primera. Usa reproducciones, muy buenas, eso sí... copias de obras antiguas de arte turco... La policía internacional y los servicios de aduana lo vigilan. Nunca pudieron pescarlo... ellos fueron... – Miró para ambas direcciones y se calló porque se acercaba el mozo con el café. Cuando el empleado se retiró, Nicolás lo apuró:
- Ellos, ¿quiénes?...
-  Ellos... los turcos... La policía turca revisó su habitación del hotel.
-¿Y usted cómo lo sabe?
- Soy detective. Trabajo para una empresa de seguros. Una aseguradora de obras de arte que está en Madrid. Sé más de lo que usted pueda creer... en realidad, me tienen como... creen que soy un hombre de negocios... bagatelas, ¿vio?
- ¿Qué tiene que ver todo esto con mi mujer?
- Supongo... creo que ella anduvo mezclada... supuestamente la engañaron... se mezcló en eso de sacar, ¿entiende?... lucrar con obras de arte turco provenientes de Egipto... reliquias de una excavación que tiene que ver con la historia de estos turcos de mierda y... eso,  amigo... eso, si lo descubren pesa y vaya si pesa... es malo, muy malo... más que malo. La ley aquí es implacable si lo descubren mezclado en el robo de obras de arte... Mire, amigo, le aconsejo que si piensa contrabandearse algo, así sea una estatuilla o un miserable vaso, más vale que no lo haga porque, si lo pescan, los turcos no se andan con bromas con eso. - Hizo silencio, apuró el café, sacó dos cigarros de hoja del bolsillo de su camisola y me dio uno. Mientras los encendía prosiguió diciendo en voz baja – Su mujer se metió en esas andadas con unos italianos... las reliquias esas de las que le hablé, amigo, ¿me entiende?... salió mal, el asunto falló y... bueno, el resto se lo puede imaginar. Los cogieron con las manos en la masa.
          Un poco aturdido pregunté:
- ¿Debo pensar que todo lo que me cuenta lo supone o lo sabe? Es decir... ¿está seguro?...
- Amigo... aquí debe decirse que todo se supone. En este país, cuando aplican la ley, nunca se sabe a ciencia cierta adónde llegan...
- Bueno; entonces, por lo menos, respóndame ¿en qué se basa para suponerlo?
- En que ella, seguramente llegó a un acuerdo con esos tipos, los italianos y, cuando intentó regresar a Alemania, los turcos la detuvieron... se la llevaron y, en fin... desapareció.
- ¿Usted vio algo?
- Le repito, ¡lo supongo!... pero puedo asegurarle una cosa... la compañía para la que trabajo tienen aseguradas esas obras de las que le hablo, amigo...  Yo era uno de los que vigilaba a su mujer. Sabía... supuse lo que iba a pasar... el inglés... –  el español me hizo una seña que daba a entender que el inglés era un batidor y, después, encogiéndose de hombros se acomodó en su silla. Me guiñó un ojo y se sonrió.
          Intenté pararme; pero el español, tomando brusca y fuertemente mis brazos me obligó a quedar sentado y dijo muy, pero muy serio mirándome fijamente a los ojos:
- No indague más. ¡Váyase! El inglés se marchó a Irak hoy por la tarde. Olvídese de su mujer. Cuando pasan estas cosas, en este país no se le ocurra, siquiera, acudir a las autoridades. Si alguien desaparece en Turquía, se evapora en serio... digamos que parte rumbo al cielo, al purgatorio o, más seguro, al infierno... como prefiera... ¿entiende?
- ¿Y del portugués qué? - Pregunté con un nudo en la garganta.
- ¡Oh, no! De él no podrá sacar nada en limpio. Es un alcohólico perdido.
- ¿Por qué usted hace esto?
- ¿Qué cosa?...
- Contarme... alertarme.
- Porque no tiene aspecto de ser uno de esos que... usted, no está en nada raro. Váyase de Turquía, hágame caso. Fórmese la idea de que ya perdió demasiado... Y, si amaba a esa mujer... váyase, hágame caso. Ya está muerta - mientras se levantaba, dejó sobre la mesa una libra y varios kurus e insistió - Tome el primer vuelo y desaparezca, porque los turcos, seguramente, creen que usted es parte del enredo en que estuvo su mujer con los italianos...
          Mientras se iba le grité:
- Usted, sabe más... Espere. ¿¡Y los italianos...!? ¿¡Qué hay de ellos...!?
          Fue inútil, el español desapareció rápidamente.
          Me levanté de la mesa, salí del local y volví al hotel por el mismo camino que había hecho para llegar al restorán.
          La noche envolvía las callejuelas, cubriéndolas de unas formas raras.        
          Estaba seguro de que me observaban.
          La cabeza me daba vueltas y tuve ganas de llorar.                           
         
          ¡Cristina!
          Vaya a saberse por qué tuvo que ser así.
                            
          “Este muchacho ya está cerca. Las raíces de ñandubay surten su efecto...”
- María, por la entrada del molino sube el perfume de la menta.
- Sí, Herminia, hay olor a menta. Es la época...
- Nicolás está cerca, muy cerca.
- Sí, está cerca.
- ¿Qué te pasa María que repetís todo lo que te digo...?
- ¡Nada! ¿Qué va a pasarme, Herminia?

          Llegaron a la intersección del Acceso Norte con la ruta 12 en la ciudad de Campana. Beatriz bajó la velocidad y tomó por la cintura del poblado para no perder tiempo.
          Nicolás se acomodó en el asiento y restregándose la cara dijo:
- Falta poco.
- Sí, pararé la calefacción... me siento arrebatada.
- Hace calor aquí adentro y nos dará mucho frío al bajar.
          Volvieron a hacer silencio.
                             
          Estoy entrando en una esfera, de espacio y tiempo conocido, con olor... huele a menta y tréboles.
          Hay perfume de niñez y adolescencia.                                          
          Perfume de esa época en que el abuelo se desembarazó de mí porque no sabía cómo controlarme.
          La época en que  nació Tomasito...                             
          ¡Tomasito!
          Ya debe haber cumplido veinte.
          No, ¡veintiuno!...
          Casi, casi, la edad en que su madre lo tuvo...
          ¡Cuántos años pasaron! ¡Cuántas cosas...!
          Tomasito... ¿Cuántas veces volvimos a vernos? ¿Dos...? No, ¡tres veces, después de que me fui de la estancia...!
          ¡Mi adolescencia!
          ¿Cuánto podrá haber tenido de complicado ese tiempo?
          ¡Bah! De todos modos, son las cosas que pasan en cualquier época.
          Reproches. ¡Eso...! ¡Incomprensiones de los mayores y, sí...!
          Sí, soy adulto y, en fin... ahora como ser maduro admito la severidad. ¿Será tan así? En parte, debe de ser un egoísmo natural de los hombres olvidarse de lo que se amó de niño. ¡Qué sé yo...!
          Adolescencia...
          Una manera distinta de actuar, de dudar, de vestir... el conflicto de intereses... o desintereses.
          Desinterés por esos temas, que según los adultos, deberían preocuparlos... y sí; para los grandes siguen siendo eso, los “pobres pibes”.
          Mi adolescencia, en fin... Un poco, por demás, complicada... la falta de mi madre y la ausencia de un padre que no quiso hacerse cargo de mí... Bueno; no quiso hasta que ardieron los papeles... digamos que, hasta que el viejo le quemó las alas.
          Una adolescencia con pocas amistades. Solamente lo que yo creaba de mi imaginación; entre telas, pinceles y sueños... muchos sueños.
          ¡El sexo!
          ¡Qué barbaridad! Algo descubierto fortuitamente, como venido de arriba...
          Un sexo descubierto en el abuelo. ¡Elvira!... seres queridos... ¡Córdoba! ¿Córdoba y mi padre?
          ¿Qué digo? ¿Qué me pasa?
          ¡Sexo!
          No tuve oportunidades, ¿con quién lo iba a hablar?, en realidad... No sé. ¡No lo sé...!
          Huelo a tréboles... trébol fresco, olor a inocencia...
          Todo, exactamente todo, tiene o debe tener una explicación y, ahora que regreso, la voy a encontrar... seguramente, que la voy a hallar aunque esté oculta... guardada en los pliegues de un espacio que quizás no me pertenezca y en un tiempo diferente al de mi propio tiempo.
          La estancia y... Hay un antes. También hay antes, ¿por qué no? Quién sabe en qué lugar de mi vida, pero ahí está. La explicación quizás esté ahí, ¡sí!, en el antes...
          ¿Y Tomás?, seguramente, él o esa cosa, no sé, eso tiene que ver con eso, esto y aquello. Hay algo... Un algo al que le temo. Me da miedo...
          Temor al mundo... ¿al mañana...? ¿a lo que pueda descubrir...?
          El féretro del abuelo seguramente oculta mis temores y los voy a sacar a la luz... voy a desbaratar la oscuridad...
          ¿Quién tira del cubilete de mi vida los dados cargados?... ¡desafiando al azar! Y la batalla continúa... cubario, eso, ¡¿cubario?!
          Sigue el miedo... En el fondo de todo esto, creo que detrás de mi cruz de ñandubay, hay algo, alguien o... ¡ahí está la cosa!
          No lo sé, pero algo hay y ahí está. ¡Algo me viene a la mente!
          ¿Azar? ¡No!, no lo creo; eso no es azar, es vida y, en el juego de la vida, como en todo juego, se gana o se pierde... todo depende de cómo caigan los dados cargados...
         
- ¡Azar no...! Para nada Nicolás. La diferencia entre Dios y el hombre estriba en algo muy simple, ¿no es así, María?
- Sí, Juana. Dios tiene tanta sutileza como malicia el hombre...

          ¿Dios? Pero un Dios sin trampas... Como en una guerra de cubos, de hexaedros, de poliedros como aquellos del misterio de Pitágoras... la geometría admirable que enlaza la perfección con el misticismo de su escuela... Como sucede en mis pinturas... ¡Cubario!
          Por eso... cubos, cubismo. Ahí está la cos... la batalla continua entre la sutileza y la malicia... casi le estoy encontrando un significado a esa palabra, cubario y a todo esto.
          Una guerra de cubos. Un combate de hexaedros perfectos de aristas redondeadas... Tan perfectos como los de la leyenda pitagórica...

- Es febril, María. Debe de tener fiebre. ¡Nicolás!
- No, son las raíces del ñandubay.
¡Shhh!
         
          Nicolás volvió a dormitarse y sentía que esas voces interiores lo iban a volver loco, pues se hacían cada vez más graves, con más masa y profundas. A lo mejor, pesaban más a medida de que se acercaba a Las Palmas.
          O, ¿por qué no...? A medida de que se acercaba al cadáver de su abuelo.  
         
- Poemas firmados con seudónimo. Esos que llegan a la profundidad del alma, simplemente porque nadie reconoce al autor. Palabras armoniosamente armadas por un escritor, bohemio, de pueblo. Ese, que la mayoría dice, que es un estúpido. El más ignorado de todos los artistas que firman con su verdadero nombre. Aquel del que, al caminar sonriente entre el inocente laberinto de sus románticos sueños, se burlan los vecinos diciendo entre pícaras miradas: "Ahí, va el poeta".
          ¡Ay! Cosas falsas de la vida. Obras firmadas con seudónimo para que tengan valor.
          Hechos, ocultos al mundo, para conformar a la gente.
          Pajas vistas como vigas en los ojos ajenos. Casos escondidos detrás de las llamas de una vergüenza mal entendida que nos confunde. Que no nos permite estar en paz con el universo. Que convierte en polvo a cada una de las estrellas en que situamos a los seres amados que pululan el cosmos en busca de lo que no fueron capaces de encontrar en este mundo de mierda. Yo soy una poetisa desencajada, que continúa escondiendo sus versos de los burlones ojos de los demás. Por eso escribo y recito, así como Nicolás pinta y admira la naturaleza en todas sus formas. Quizás sea porque al no estar en paz consigo mismo duda del mundo, del mañana... De sí mismo... Y tiene sus motivos ocultos, ahí, bajo su cruz de ñandubay.
- Poesía, Herminia. Poesía, poesía y poesía.
- ¡María, por favor!

          No hice demasiado caso a lo que me aconsejó el español.
          Continué indagando por las callejuelas de Estambul. Muchas veces alcoholizado.
          No vi más a ninguno de los tres sujetos. El portugués no me importó demasiado, pero el inglés sí... Él, me había mentido.
          Había perdido a Cristina y a mi hijo y eso me destruía por dentro.
          Quién sabe que le habrán hecho. Quién sabe por qué lugar, de ese país de mierda, la habrían tirado. Viva... muerta. No lo sabía, pero sí entendía que Cristina quedaba, en mi vida, grabada a fuego, como metida dentro de un cubo o... quizás,  como una de las imágenes que da el "Preludio a la siesta de un fauno" o las de "El mar" o, como las del "Juegos de agua" o, las de "El niño y los sortilegios"... Qué sé yo.
          Una noche que andaba medio borracho me cercaron unos sujetos. Mientras me acorralaban, amenazándome con pistolas, las ruedas de un vehículo chirriaron en el pavimento de una  avenida, no recuerdo cuál. Unos tipos bajaron de ese auto y encañonaron con armas largas a los otros. Estos últimos arrojaron sus pistolas, levantaron los brazos y apoyaron las manos apretándose por encima de la cabeza.
          Los que apuntaban hablaban en turco y los otros retrocedieron, dieron la media vuelta y corrieron hasta desaparecer en una esquina.
          Los que quedaron me apuntaron y uno ordenó, en perfecto castellano:
- Suba al auto.
          Tardé en reaccionar.
- Escuche idiota, suba al auto... - Repitió el sujeto.
          Le hice caso.
          Tres de ellos se quedaron en la acera mientras que el que había hablado se subió conmigo al vehículo. Me encañonó junto a él en el asiento trasero del auto haciéndome señas de que permaneciera callado. El chofer puso la primera y picó emprendiendo la retirada.
          Realmente estaba asustado. El efecto del alcohol se me fue de golpe.
          Al rato de andar y casi saliendo de la ciudad, el sujeto que me encañonaba volvió a hablarme:
-Dé gracias de que lo estamos cuidando. Soy de la Embajada Argentina. Un amigo de su padre nos pidió que lo siguiéramos para cuidarlo. Tengo todas sus pertenencias y el pasaporte en el baúl. Lo voy a esconder en un barco que lo llevará a Italia. Ahí desembarcará y lo estarán esperando para llevarlo a Alemania. Arregle sus cosas y regrese a la Argentina. Su mujer ha muerto. La torturaron y murió. Se metió, estúpidamente, en un asunto de contrabando muy complicado para explicárselo. Olvídese de todo. ¡¿Me entendió?! 
          Quise hablar pero el tipo me golpeó e inyectó. Cuando desperté era un hermoso día de alta mar.


          ¡Qué extraño! Aún lo siento así. Raro... Tristemente extraño.

          Tal cual me lo dijo aquel tipo en Estambul y al cabo de una semana, desembarqué en un puerto pequeño de Nápoles.
          Dos hombres, de la embajada Argentina en Alemania, me estaban esperando para llevarme a Munich.
          Munich sin Cristina sabía y olía horriblemente.
          Fue un castigo.
          Durante el tiempo que permanecí en Alemania anduve a la deriva. Dejé de pintar durante mucho tiempo y quedé atrapado entre el alcohol y una que otra sustancia.
          De todos modos, la fama que había adquirido no perdió brillo en ningún momento. Mi talento seguía intacto, pero no así la salud.
          Cuando me sentí física y moralmente intoxicado reapareció en mi vida, como en un sueño, el abuelo.
          El viejo, simbólicamente, me cargó en sus hombros llevándome con él. Regresamos a la Argentina.
          Pagó un tratamiento y cuando superé la adicción me quedé definitivamente en Buenos Aires. En realidad, por una vez más el viejo me contuvo en su vida.

- ¿Te das cuenta, Eduardo? El muchacho sabe bien lo que hiciste por él...
- Dejálo, mamá. Papá, todavía no se adapta a este lugar. Aquí, no se sufre y él cree que debe hacerlo... en fin.
- Es cierto, Juana. Es cierto. Aquí es diferente.

          ¡Viejo querido! Nunca más volví a la estancia. ¿Por qué? No lo sé...
          Qué sé yo.
          Aunque; casi podría decir que sí lo sé. ¿Qué digo? ¡Sí, que lo sé! El abuelo... vos, abuelo... fuiste vos quien no quiso que volviera y ahora... ahora, que me acerco a tus despojos...
          ¡Vaya uno a saber...!

- También entiende eso, ¿viste, Juana?
- No, papá... aún no lo entiende.
                  
          Salir del lío que fue mi vida por aquellos años fue todo un embrollo. Buenos Aires fue duro, más que rudo. Ciertamente; me costó mucho trabajo dejar el alcohol.

          ¡No volví a probar una gota!
          Seguía con la sensación de que algo... algo o alguien tiraba cubos, cargados, sobre un paño color verde trébol, en la mesa del fullero.
          Todavía siento igual. Destino, premeditación o azar. Insisto; no lo sé...       
          Después, todo tomó su curso por un camino ripiado. Intenté comprender las causas por las que los hombres nunca saben por quienes esperan, a quienes padecen ni para quienes trabajan. No lo descubrí. Ni lo descubriré nunca...
          La cadena, por lo menos esos eslabones, no empiezan ni empezó conmigo. Vaya a saberse por dónde comienzan... y lo mejor de todo es que no terminan ni en los ricos en pobreza, ni en los pobres en riqueza... ni siquiera en los artistas.
          No hallaba confianza en nada ni en nadie. No sentía felicidad, aunque sí sabía que eso existía en algún lugar pero no en cuál. 
          ¡Qué estupidez!
          Una felicidad perdida.
          Arrebatada...                         

          ¡Idiota de mí!

          La grandeza del ser se encuentra en quererse  mejorar.
          Me impuse obligaciones, tareas y así fui salvando, rehaciendo, mi vida; casi como si salvara un documento en una computadora... comprendí que había cosas que podría modificar y hasta salvar si servían. Guardarlas y no perderlas cuando se cortara la corriente. Mi vida; eso que consumí y consumo en las cosas que nunca comprendí... cosas que, supuestamente, pasaron y pasan torpemente. Una duración robada al tiempo del tiempo del espacio de mi ser.          

          Después de todo no tuve ni tengo grandes cosas. Talento, sí. Eso sí, pero nada más.
          Mis obras, esa es mi riqueza, porque cayeron del Cosmos. Azar, realmente, pues de otra manera... ¿cómo justifico lo que tengo?... Einstein, “Dios, no juega a los dados”.
          Aunque, Beatriz...
          Sí, ella... Beatriz es distinta. O, con ella, todo es distinto. Me da ganas de vivir. Es la parte en que las caras de los dados tienen el mismo valor... ¿azar?
          De lo contrario, ¿qué?
          Pero, no... no debo ser egoísta y pensar ahora, justo en este momento, en ella. Debo volver al viejo. Él también fue, al fin y al cabo, mi salvación... ¡tantas veces!

- ¿Escuchaste, María?
- No lo niego, Eduardo. Pero vos sabés que hay otras cosas. La sombra es la sombra y eso está.
- María, ¿qué sombra...?
- ¡Bah! Es inútil, Eduardo. Es inúti. Como dicen ellas, todavía no te adaptás al lugar. ¿Acaso, no la esperás?
- ¡Ah!, ¿qué me decís?...
- ¡Bah!

          Estaban entrando al pueblo. Lima. El inconfundible perfume de los eucaliptos y la menta impresionó a Nicolás quien abrió los ojos y se acomodó en el asiento. Miró pasar  el carro de un lechero tirado por dos caballos y sonrió.
          Beatriz dejó atrás al carro y Nicolás se puso serio. Se demacró y transpiró ahogado.
          A lo lejos vio algo que cruzó el camino, en el campo. Algo fantasmal. Como una sombra.
          Frunció el seño e intentó reponerse pensando en que el cansancio le jugaba una mala pasada.
          La avenida bordeada de árboles desnudos queriendo rasguñar el cielo le dan al lugar algo en especial. Armonías arrancadas al propio trepidar de la naturaleza. Acordes y arpegios que provienen de las marejadas de agua del río Paraná de las Palmas que baña la costa zarateña.
          Los silos, desentonando con el paisaje natural, son parte del pueblo, de su gente. Personas simples, acogedoras, con amor de tiempos y esperanza de espacios.
          Al entrar al poblado Beatriz disminuyendo la velocidad debido a las lomas de burro en las calles céntricas, miró a Nicolás y lo vio más tranquilo. De pronto el bajó la ventanilla y gritó a un paisano:
-¡Buen día, don!
- ¡Buenas! - Contestó el hombre tocándose el ala de su chambergo desteñido.
- ¿Podría decirme cómo llegar a las salas velatoria?
- Sí, hombre. Mire, siga por esta calle hasta la plaza y, ahícito nomás, casi detrás de la escuela... Ahí no más las va a ver.
- Gracias, don.
- Vaya con Dios, hombre.

- Cosas de antaño prendidas en una época donde las cosas pertenecían a una misma forma de belleza...
- ¡Herminia!
- Está bien, María, ya lo sé. Poesía, poesía y poesía...

          Beatriz aceleró, enganchó la segunda y siguió por la calle, tal como les había indicado el paisano. Encontró el lugar y estacionó sobre la plaza.
          Bajaron del auto, estiraron las piernas y, con  pesadez, se dirigieron al velatorio. Estaba asomándose el sol y el frío se sentía con menos intensidad. Había gente afuera. Nicolás reconoció de inmediato a Julio y a Tomasito, quienes se apuraron por alcanzarlo y lo abrazaron. Sintió un ahogo profundo; como el que había sentido, alguna vez, allá en Europa, cuando Cristina...
          Reaccionó y les presentó a Beatriz. Luego caminaron juntos abriéndose paso entre algunos curiosos y entraron a la sala. 
          Cuando Laurita lo vio comenzó a llorar desconsoladamente.
          Nicolás se acercó a su hermana y, separándola de otras mujeres que querían consolarla, la abrazó y le besó la sien.
- ¿Por qué tantos años Nicolás? ¿Por qué?
- No lo sé, Laurita. Realmente, no lo sé. - Le palmeó la espalda y continuó - Está bien. Está bien. Tranquila.
          Beatriz se acercó y tomó a ambos hermanos por los hombros, besó a Beatriz y Nicolás se separó.
          Entre la gente divisó a Rita, su vieja maestra y, más allá, casi irreconocible, a Elvira sosteniéndose del brazo de aquella mujer que un día lo acostó sobre un colchón de tréboles y lo ahogó en un temblor.
          Miró el féretro; y el olor de las flores le cayó mal.
          Julio tomó  a Nicolás del brazo, lo llevó a una cocinita al lado de la sala y le sirvió un café que sorbió, lentamente y sin decir palabra alguna, mientras se zambullía en sus pensamientos.

          El suelo se entristece cuando abortan  las dalias. Así decía el abuelo cuando florecían los jacintos.
          Las dalias del camino empinado por donde le dije al viejo, alguna vez, que me cansaba pedaleando. Esa barranca, con hormigueros, en la que abandoné la bicicleta para que fuera libre y que, como si fuera parte de mi propia persona, dispusiera de esa libertad que, hasta hoy, no tuve...
          Esta cruz de ñandubay tiene olor a viejo. Olor a madera gastada y podrida por la humedad del tiempo. Desteñida en sepia rancia... Incluso, deja manchas de sombra al transpirarla.

          Nicolás regresó de sus pensamientos y preguntó:
- ¿Cómo murió?
- Por poco... Bueno, casi, casi montado sobre Elvira. - Contestó Julio.
          Los dos sonrieron encogiéndose de hombro.

         Mucha gente y recuerdos. Saludos y condolencias de personas   que se colaban caídas de la espumadera del olvido. Algunos, como los amigos de Tomasito y la familia de su novia, eran nuevos e incluso hacía poco tiempo que vivían en Lima y otros, en fin... ¡Tomasito tenía novia!
         
- Mirá María y, escuchá vos también Cristina... Existen épocas oscuras donde las cosas se escriben con tinta transparente y las figuras se dibujan con pinturas invisibles. Eso es el centro geométrico del arco iris que Nicolás un día dejó estático en estos lugares.
- ¿Y los alhelíes, Herminia?
- ¡Vaya...! ¡Alhelíes! Contenidos...
- ¿A quién contienen, Herminia?
- A Nicolás, Juan, a Nicolás... María, ¿adónde está Juana?
- Tratando de imitar tus costumbres, Herminia. Fue a vagar por los plátanos de las calles... Para estar más cerca de Nicolás... Y vos, Cristina, ¿no decís nada?
- ¿Qué puedo decir yo, María?

          Eran las cuatro de la tarde cuando los de la funeraria llegaron a cerrar el cajón.
          El cura rezó en el responso como a escondidas, por cierto, del abuelo quien no lo hubiera permitido jamás.
          Laurita lloraba con desconsuelo y Julio la mantenía apretada contra sus hombros.

- Ya está, María. Ahora termina eso...
- Mirá, querida Juana, nada termina porque el viejo está aquí, con nosotros y...
- ¿Qué le pasa a la bruja esta...?
- Nada, papá, nada.
          “Alguien debería tocar esas campanadas de iglesia que se oyen allá arriba para que suenen muy adentro de los sueños o tangentes a las pesadillas. Total, ¿la muerte no es un punto de inflexión entre la realidad, que es cóncava, y la belleza, que se torna convexa? Como en una pintura de esas... las de Nicolás. ¡Estoy poniéndome como Herminia!... ¡Ah!”

          Entre Julio, Tomasito, el futuro suegro de este y un viejo vecino, se repartieron las manijas del ataúd. Nicolás tomó la cabecera. Deslizaron el cajón en el coche fúnebre, terminaron de cargar las coronas, palmas y flores y emprendieron el camino al cementerio.
          Beatriz iba sentada entre Nicolás y Laurita. Atrás, en otro coche, iban la tía Elisa, Tomasito y Julio. El resto del cortejo nos seguía en sus autos particulares.
          Cerca del cementerio, Nicolás volvió a sentir, over, que algo cruzaba el camino. ¡Una sombra! Se molesto y transpiró.
          ¿El encapuchado, dientudo, esquelético fantasma de la muerte?
          Después algo lo distrajo y recordó a Tomás...
          Se estaba encapotando nuevamente el cielo cuando descargaban el féretro. El pozo estaba bien cavado y la tierra greda tapaba parte de una tumba que, en el frente, tenía una cruz de hierro oxidado y en su lápida se leía:
“Aquí yace María de Las Palmas.
Sus hijas, que no la olvidan.”
          Bajaron lentamente con sogas el cajón a la profunda zanja. Tomasito se acercó al borde, se agachó y tomando un puñado de tierra desmenuzada que dejó caer sobre el féretro. Después, los sepultureros terminaron de enterrar al viejo.
          Nicolás miraba fijo y con tristeza cómo bajaba el montículo de tierra greda y vio que, en un bronce con manchas verdosas, a un costado del montículo y preparado para volver a colocar, estaba escrito:
“¡MAMÁ JUANA!

Tus hijos: Laura y Nicolás, te recuerdan”


          Velaron al abuelo Luis en Córdoba. Miraba, tomado de la mano de Laurita, como lo subían a ese carro fúnebre tirado por caballos. Llorábamos.
          Mucha gente lloraba.
          Una mujer me contuvo cuando el carro arrancó. No habría hecho la primera cuadra cuando la carroza tomó más velocidad. Comencé a correr, desprendiéndome de los brazos de aquella señora, gritando:
-¡Abuelo perdonáme! ¡Esperáme! Fue sin querer...
          El carro se iba... Desaparecía dejando vibrando, en el ambiente, el resonar sordo de los cascos. No lo podía alcanzar. También corrían detrás de mí.
-¡Abuelo, esperáme!
          Algunas flores caían del carro y yo las levantaba.
          De pronto quedé hecho un punto. Me tiré en el suelo, me alzaron y lloré mucho. Lloré de una manera diferente a como lo hago hoy.
          Fue a partir de ese momento que sentí esta sensación de olvido y ahogo que me persigue... hoy... hasta hoy. Nadie, pero nadie, me habló jamás de ese asunto. Fue como si algo hubiera quedado estático en un entorno de olvido.
          ¿Perdonáme? ¿Gritaba eso? Perdonarme, ¿qué cosa?
          ¿Por qué? ¿Qué es lo que no recuerdo? ¿Qué se llevan los ataúdes?
          ¿De cuál cosa no me acuerdo...?
         
          Después de colocar las coronas y algunas flores arriba de la monañita de tierra sobrante, Beatriz abrazó a Nicolás por la cintura. En el momento en que se retiraban, cuando caminaban entre las dos tumbas, la de María y la del abuelo, Nicolás observó esa sombra...
          La sombra de una cruz de ñandubay.
          Miró para atrás y vio la imagen vieja, ensombrecida, cansada y conocida...         Se desprendió de Beatriz, se acercó al fantasma y dijo:
- Hola, Tomás.
          Trastabilló como si alguien lo empujara. Vio al fantasma escabullirse entre los que aún quedaban acompañando el cortejo y cuando el espectro llegó casi a la salida del cementerio se dio vuelta con brusquedad y,                              apuntándolo con su cruz de ñandubay como si fuera un revólver, gesticuló entre las ondas del silencio un: “Pum, pum, pum.” Después desapareció dejando en el ambiente un olor a azufre igual al que alguna vez...

- ¡María...! ¡María...! La sombra, anda la sombra. ¡María...!
- Hija, te lo dije. Dejámela a mí, Juana. Alertá a los demás. Tengo preparada las raíces de violas... Dejámelo a mí...
          “¡Maldito seas Tomás, maldito seas!”

          Subieron a los autos y se fueron directamente a la estancia...
          La estancia no había cambiado para nada, era la misma que Nicolás dejó atrás en su vida. A espaldas del sol la tranquera de acceso a la casa se veía más vieja y vencida. Los rosales amarillentos y las magnolias casi desnudas no alcanzaban a tapar, entre sus ramas nudosas, los viejos eucaliptos castigados por el invierno.
          A lo lejos los chimangos sombreaban el fuego del sol poniente, mientras que en los postes las lechuzas abrían y cerraban sus linternas para iluminar el atardecer.
          Entraron a la casa. Nicolás se aseó y después llevó a Beatriz a la habitación que Laura les había preparado. Era su antigua pieza de niño. Se sentó en la cama mientras ella encendía la luz y cerraba la puerta. El ambiente estaba caldeado. La salamandra de hierro irradiaba calor de brazas y perfume de leños de ñandubay.
          Nicolás empezó a revisar la habitación. Revisó mueble por mueble, cajón por cajón. Beatriz lo observaba cuando alzó la vista y vio la pintura... La vieja pintura.
          La pintura sólo contenía el ñandubaysal... Solamente la vista, desde la barranca, de los ñandubayes.
          La pintura, la vieja pintura que quedó estática y perdida en ese lugar. Vieja, olvidada, deteriorada y... y sin la figura... sin la forma que alguna vez vivió con Nicolás en esa misma habitación.
          La descolgó de la pared ante el asombro de Beatriz. La contempló extrañamente como quien descubre algo que falta... con la mirada de un artista confundido en su propia creación.
          ¿Qué había hecho el abuelo? ¿Quién la había modificado?
          Faltaban las figuras de Tomás y la de la cruz de ñandubay amalgamada en el color del horizonte. La cruz que María le había dado a Tomás.

- Maldita seas sombra de las sombras. No lo confundas más de lo que está... Quemáte en el infierno... Bajá a tu espacio... Andáte, desaparecé y...
- ¿¡Qué pasa María?!
- Todavía nada, Herminia. Todavía nada.
         
          Tiró la pintura sobre la cómoda, miró a Beatriz y le dijo:
- Bajemos, será mejor.
          Bajaron al comedor. Laura y Julio tomaban mate. Se sentaron con ellos y los acompañaron. Casi no hablaron. En la pared aún estaba la fusta.

          ¡Cacho! ¡Pobre Cacho! Si Laurita supiera...

          Nicolás fijó la vista en Laura y la recordó desnuda metida dentro del fuentón de lata, bañándose.
          Se sonrió.  
          Era su hermana y también hermosa.
          Al rato entró Tomasito y se acercó al mesón del comedor, donde tantos años atrás compartieron las comidas con el abuelo. El muchacho dijo que tenía que ir a Lima a buscar ayuda porque una vaca estaba pariendo mal.
          Julio le dio las llaves de la camioneta mientras se dirigía a Nicolás:
- Seguílo a Tomasito al pueblo y alquiláte un garage, en la estación de servicio del kilómetro cien, para tu auto. El tiempo está lluvioso y no conviene que lo dejés aquí, ni en el pueblo. En una de esas no lo podés sacar por varios días.
- Te acompaño. - Dijo Beatriz.
- No, está bien. Volveré con Tomasito y el veterinario. Quedáte con Laura. - Contestó Nicolás.
- Prepararemos la cena ahora, - interrumpió Laura - mientras Julio recorre el campo y... Así charlamos.
          Beatriz asintió sonriendo.
          Nicolás subió a la camioneta de Tomasito y mientras iban dejando atrás el casco de la estancia iniciaron una conversación:
- Tío, ¿por qué no te quedás un tiempo con nosotros?
- Sí. Probablemente lo haga. Tengo ganas de alejarme, por un tiempo, de la ciudad. Estoy muy cansado. Quizás me quede hasta el casamiento.
- Beatriz parece bárbara... - Hizo un silencio corto y siguió -  ¿Por qué tardaste tantos años en volver?
- No lo sé, Tomasito, no lo sé. Algo muy dentro de mí no me permitió volver. Quizás haya sido culpa del abuelo, no lo sé... o error mío. Pasó algo que... No sé, no lo sé... No lo comprenderías. Tampoco yo lo entiendo mucho.
- ¿Y cómo te sentís ahora? - Interrumpió el muchacho.
- ¿Acá?... Bien, bien. La estancia me da paz, aunque tengo sobresaltos... cosas que arrastro desde algún lugar de la infancia y se me ocurre que no es exactamente de aquí, de Las Palmas. En los años que traté con mi padre no pude sacar nada en limpio y... aunque parezca mentiras, con el abuelo tampoco... - Hizo silencio y continuó – María, ¿qué pasó con la vieja?
- ¿La curandera?
- Sí.
- Estuvo viviendo en la casa, en sus últimos años. El abuelo le debía favores, según dice mamá. Nunca se llevaron muy bien. Aparentemente alguna vez... Digo yo, que alguna vez deben de haber tenido relaciones. Ella tuvo una hija con cada hombre que anduvo. Mamá sospecha que la mayor es del abuelo. No sé. No lo sabremos nunca a ciencia cierta. El viejo jamás dijo nada y ella, por cierto, tampoco. La encontraron muerta en el camino de los plumerillos, junto al monte de la costa de la estancia. Salía por la mañanas a caminar por ahí. Dicen que le falló el corazón.

          ¡Los pescadores! ¡María y los pescadores! ¡María! En fin... ¿Será así? Una de las hijas, la mayor, ¿hermana de mamá? ¿Una tía?

- ¿Siguió ejerciendo de curandera?
- Qué sé yo. Mamá dice que sí.
- ¿Y Elvira?
- ¡Uy! Elvira! ¡Si le habrá sacado plata al abuelo...! Pero, como dice papá, ¿qué íbamos a hacerle? El viejo estaba solo y...
- Las hijas de María ¿están todas casadas? Jamás pude retener sus nombres...
- Sí, todas casadas... Ahí está tu auto tío - Interrumpió Tomasito estacionándose al lado del vehículo de Nicolás.
          Nicolás bajó de la camioneta, subió al auto y lo puso en marcha mientras el chico gritaba con el vidrio de la camioneta bajo:
- ¡Seguíme tío! Paso por la veterinaria a decirle al “tordo” que se venga y vamos para la ruta...! ¡Al kilómetro cien!
          Nicolás siguió a Tomasito quien levantó al veterinario y tomaron por el camino de acceso a Lima. Estaba oscuro. A pesar de que se había vuelto a nublar no llovía, pero hacía frío. Llegaron a la estación de servicio y Nicolás guardó el auto, pagó por varios días de estacionamiento.
- Vení, subíte y ponéte en el medio, tío. ¿Te molesta ir en el medio?
          Nicolás negó con un gesto, se subió a la camioneta, el veterinario se sentó del lado de la ventanilla y emprendieron el regreso.
          Iban a la mitad del camino viejo que une Lima con Las Palmas cuando Nicolás creyó ver, enfrentado a la luz de los faros, una figura que, con una cruz, le apuntaba gesticulando un “¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!”

          ¡Tomás, mierda, Tomás! Otra vez...

          Nicolás le arrebató el volante a Tomasito tirándose arriba del veterinario y giró alocadamente.
- ¡Tío! ¿Qué te pasa? - Gritó el muchacho mientras frenaba bruscamente haciendo colear la camioneta en el barro, casi sobre la zanja de la banquina.
- Vi una sombra, por poco...
- ¡No hay nada, tío! Estás cansado. ¡Casi nos matamos!

          ¿Adónde está? ¡¿Se fue?! ¡¿Otra vez se fue?!

- Se está poniendo feo allá arriba, Eduardo. Tengo que actuar con más energía.
- Vos sabrás, vieja bruja...
- Terminála y escucháme. Creo que lo nuestro algún día se va a descubrir... Aquí todos lo sabemos y hasta lo comprendemos pero, allá arriba, quién sabe cómo lo van a tomar...
- ¡Calláte, María! Y, ¿cómo lo van a saber...?
- ¡Calláte y nada...! ¿Qué te pensás, viejo cochino...?
- ¡Ah! ¡Bah!
- ¡Ah! Claro... ¡Bah! Bien que te gustó acostarte conmigo, cuando eras joven, ¿no?
- ¡Shhh!

          Llegaron a la estancia, sin mencionar una sola palabra en el resto del viaje.
          Laura y Beatriz esperaban con la cena.
          Cenaron los tres solos porque Tomasito y Julio se ocuparon de acompañar al veterinario.
          Después de cenar el sueño vencía a Nicolás. Se despidió y fue a acostarse.
          Beatriz, que subió más tarde, lo encontró dormido sosteniendo la pintura del ñandubaysal entre la cama y el suelo.
          Le sacó la tela, de entre los dedos, suavemente para que no se despertara y la colgó de la pared. Lo arropó, con la frazada que le colgaba para un costado de la cama, se descambió y se acostó en la cama de al lado.
          Las sombras de la noche bailoteaban, rebotando en el rojo de las brazas, al compás del silbido sordo del viento que entraba por la rendija de una de las ventanas.
          El aire llevaba montado, entre sus ondulaciones, el hálito de alguien... seguramente que el espíritu del abuelo.
          Así, entre sueños, lo sentía Nicolás.

          El sueño; Nicolás entró en su profundidad y, pesadamente en esa pantalla que avanzaba helicoidalmente, iban apareciendo fantasmas y luces que se encendían y oscilaban como candiles que, desde alguna mano fría y pálida, acompañaba, en el ojo de un escenario virtual, una escena teatral...
          Una escena de penumbras, con cuevas en forma de dados... de entrañas hexaédricas y hasta...
          Hasta se le ocurrió, enredado en el propio sueño, un nombre para todo eso... cubario.
          En ese marco, justo ahí, terminaba eso... cubario.

- ¡Nicolás!
- ¡Sí!
- Observá...
- ¿Qué es todo esto?
- En cada entraña, en cada cubario, hay respuestas... Esas, que hace tiempo estás buscando.
- Es como el purgatorio... ¿Pero, quién sos vos?
- Tu angustia, tu memoria o... ¿Acaso, no llamás a todo esto cubario?
- ¿Mi memoria? Cubario, vení... zambullíte en mí.
- Bien...
          Nicolás tiembla en una sensación de vértigo y, cuando pasa, se enciende el candil de una de esas entrañas... se enciende el candil del cubario. Se acerca lentamente, con miedo  y mira el interior. Alguien se acerca.
- Ven, hijo, ven.
- ¡Mamá!
- No tengas miedo, Nicolás...
- ¿Por qué? ¿Por qué, mamá?
- Las cosas se dan así, Nicolás. Ya hablamos, ¿no?
- Te necesito tanto, pero tanto... ¿tuviste que esperar que se fuera el viejo para venir? Te busqué en cada rincón de mi vida...
- Lo sé, hijo.
- ¿Y papá? Él ¿por qué me abandonó?
- Te echa dos culpas...
- ¿Dos culpas? ¿Qué culpas? Una, podrá ser la de tu muerte, pero ¿y la otra?
- Todo a su tiempo... Tené paciencia.
- ¡Mamá, mamá!
- Hubiéramos sido tan felices con tu padre, Laurita, vos, y... Hermano. ¿Te acordás de Hermano?
- Sí mamá, cómo no, nuestro perro... Allá, en Córdoba.
- Lo traje para cuando nos fuéramos a vivir a Buenos Aires. Al caserón de tejas...
- ¿Al caserón de tejas?
- Sí. El que compramos tu padre y yo...
- ¡Maldito sea!
- ¡No! Maldito sea  no, fue parte de la vida... ¡Simplemente eso!
- Sentémonos mamá, estoy cansado. Contáme...
- No, mi amor. No tengo, por ahora, más nada que contarte. Seguí buscando por las entrañas... ¿Cubario, dijiste?
          De la entraña oscura, se enciende un candil en otro lugar.
- ¡No te pierdas, mamá...! No te pierdas otra vez en las penumbras! Volvé... ¡Oh! ¡Mamá, volvé...! ¡Mamá...! ¡Mamá...! ¡Mamá...!
- ¡Nicolás, no te desesperes! ¡Vení conmigo, aquí!
          Nicolás va hacia la luz, en otra entraña, en otro cubario.
- ¡María!
- Ponéte a la luz, Nicolás, quiero verte bien.
- María, María... ¿Me vas a ayudar?
- Y ¿en qué puedo ayudarte?
- Hay cosas que no recuerdo. No lo sé... ¿Sabés que todavía conservo la cruz de ñandubay y...
- Los alhelíes, ¿no, Nicolás? Todo eso es parte de tu imaginación de niño. Con esa cruz y ese hechizo, te curaste del sarampión.
- Y la otra... la otra la tiene Tomás... la otra cruz.
- ¿Tomás?
- Sí. ¿No te acordás?... Tomás...
- La sombra, válgame... ¿Todavía no descubriste qué, o quién, es Tomás?
- ¿Qué es? ¿Quién es? ¿Adónde está la realidad? ¿Cuándo termina el misterio?
- Está en vos... todo está en vos... cubario. Vos, sin cuerpo y sin alma... Es parte de tu arte... La figura arrancada de una novela... El amigo que nunca fue amigo... El amigo imaginario... Lo que nunca existió... Por lo menos así fue en un principio. Ahora, hoy, es una de las sombras... cubario
- ¿Como?
- El que viste y que casi los mató, ése sí que existe muy dentro de vos. Tenés una deuda con él y es el quid de todos tus problemas, de todas tus inhibiciones. Cubario... Él, eso... es quien ejecuta cada tiro del cubilete en esta guerra que vos le llamás de los cubos. Cubario... Y, te digo más... que él, eso, está aquí en este ambiente. Cubario... ¡Oí! Escuchá su carcajada de sombra...
- ¿Qué es? ¿Quién es?
- Paciencia, Nicolás, paciencia...
- Por favor, María...
- Paciencia...
- Nunca te olvidé María... ¿Sabías que nunca te olvidé?
- Como sé que no te olvidaste de mi hija, ni del primer orgasmo... de tu primera vez.
- Ella se llama...
- Como yo, María.
- ¿Cuál de tus hijas es hija del viejo?
- ¡Ajá! La que mató a los pescadores.
- ¿Cuál de las dos?
- Ninguna de las dos. La más hermosa, la tercera, la que te observaba. Ahora, ¡shhh! Se terminó el tiempo, mi tiempo y se apaga la luz... Cubario.
          La entraña se oscurece cuando se enciende otro candil.
- Nicolás.
- Abuelo. ¡¿Abuelo Luis?!                      
- Sí, tu abuelo Luis... Observá... mirá fijamente la pintura de ese cuadro y no me preguntés nada. Observá el cubario
- Abuelo...
- ¡Nada!... Dicen que soy la sombra que recorre el otro lado... ¡Pero, no...!
- ¿La sombra?
          Nicolás ve en la pintura, dentro del cuadro, un movimiento y, como en una de esas películas mudas, su abuelo se sienta, dentro del fresco, frente a un antiguo escritorio dándole la espalda a dos chicos pequeños. Uno de ellos es Laurita leyendo un libro sentada a una mesa y, a su lado, un niño juega tirando dados con un cubilete. Entiende que Laurita le dice que no haga ruido. Él le pregunta por qué. Ella le contesta que con el bochinche del golpe de los dados no puede leer porque se distrae. Nicolás no le hace caso y sigue jugando “¡Basta Nicolás”, grita su hermana. El abuelo los reta. Le dice, puesto de espaldas, a Laurita que se vaya a leer a su habitación. La niña pregunta por qué tiene que irse ella y no Nicolás. El hombre no le contesta. La chica se levanta y se va... Nicolás sigue jugando con los dados. Luis, después de que se fue Laurita, sale apurado del cuarto. El pequeño deja de jugar y se sienta al escritorio en el lugar donde estaba su abuelo...
          Comienza a apagarse la luz del interior de la entraña cuando se enciende otro candil.
- ¡Nicolás!
- ¡Cristina!
          Nicolás abraza a Cristina y la besa con pasión. Mira hacia el costado. Una cuna se mece. Se desembaraza de la mujer y se arrodilla a un costado de la cuna.
- ¿Por qué, Cristina?... ¿por qué?
- ¡Shhh...! Ambición... Confusiones... No lo sé. En su tiempo lo hablamos. ¿Lo olvidaste?
- ¿Ambición? ¿Qué más pretendías?
- No lo sé, Nicolás, no lo sé... Perdón... Intentá... tratá de olvidar... de perdonar.
- ¡Me destrozaste la vida en un desconcierto, ¿decís...?! ¿Eso decís? ¿Y el hijo, nuestro hijo, qué...?
- Pasó, Nicolás, simplemente pasó...
- ¡Pasó, simplemente pasó!
- Los turcos me arrestaron en el aeropuerto... Los italianos desaparecieron, me engañaron, no lo sé... Me encerraron en un cuarto y... no me permitieron nada... No me dejaron hablar ni ver a nadie... me inyectaron... me intoxicaron creyéndose que sabía algo... algo sobre contrabando, robos de obras de arte y... no lo soporté... una simple sobredosis.
- Cubario...
          Disminuye la luz en el interior de la entraña mientras se ilumina otro lugar.
- ¡Nicolás!
- ¿Qué más? ¿Cuánto más?
          Nicolás escucha canturrear “Caserón de tejas”. Al rato alguien se acerca diciendo:
- ¡Nicolás!
- Ya voy abuelo... Ya, ya... Ya voy.
          Nicolás intenta hablar y, cuando va a hacerlo, el viejo le apoya una mano en los labios indicándole que se calle. Dentro de la entraña gira, en espiras, un carrusel haciendo sombras hacia el centro del helicoide. Montados en un caballito, Laurita niña y un chico de corta edad pelean. Laurita se cae del muñeco de madera. El abuelo Luis aparece de improviso sin proyectar su sombra. Laurita corre al lado de Eduardo, quien hace sombra. El otro levanta al chico arrancándolo con fuerza del caballito, lo apoya en el piso de la calesita y le pega. Eduardo deja a Laurita y corre. Toma al abuelo Luis del cuello y lo baja, del carrusel, a trompadas. Laurita y el chico piden a gritos que no le pegue tanto y lloran desesperadamente. Eduardo deja de pegarle a Luis  quien se incorpora, acusándolo con el dedo, y le grita amenazante: “Pum, pum, pum”... Luis se escapa corriendo y mientras lo hace proyecta su sombra... En la estación de trenes por donde despareció Luis, detrás de la calesita, el cartel dice: "Belgrano R".
          Todo queda a oscuras.
- Eso es lo que pasó un día, Nicolás. Allá en Belgrano... en el barrio de Belgrano. Eras muy, pero muy pequeño...
- ¡Ay! Abuelo, abuelo, estoy tan desorientado...
- Pasará... ¡Pasará...! La vida es así... cubario.  Vos lo decís. Vos lo creaste, cubario.
- ¿Por qué tengo miedo, tantos miedos? ¿A qué cosa, abuelo? ¿cuál es mi problema? ¿Se puede saber, cuál es el problema, de una vez por todas?
- Ya... Por eso... para eso creaste  tu cubario
- Dáme una pista, una respuesta, por favor...
- ¿Una pista? Tomás... ¿Una respuesta? ¡Tomás!

          En la oscuridad de la noche se escuchó una carcajada. Nicolás se incorporó en la cama transpirado y aturdido por la pesadilla. Se quedó un rato así. Beatriz dormía. Al rato se recostó y, en la penumbra, fijó los ojos en el techo... Después le corrió un escalofrío.
         
          La mesa y el juego de dados.

          Se sacó la cruz de ñandubay del cuello y la tomó con ambas manos.

          Pum, pum, pum

          Nicolás, dejó caer los brazos a sus costados y se durmió.
          El viento abrió la ventana de la habitación haciéndola golpear contra la pared. Beatriz se despertó, encendió la luz y se levantó a cerrarla.
          Nicolás dormía profundamente y destapado, a pesar del frío, empapado en transpiración. Ella se acercó y lo cobijó nuevamente. Miró la hora. Las dos y cuarto de la madrugada...
                            
          El día amaneció soleado, aunque frío. El mugir del ganado y el grito de los arreadores despertaron a Nicolás.
          Beatriz dormía.
          Él se levantó, se cambió y fue hasta el baño.
          Mientras se aseaba pensó en los sueños que tuvo durante el viaje de regreso a la estancia, en el sueño de esa noche y en las pesadillas de toda su vida. Sentía algo así, como un gusto, a gusto propio, quizás... ¿Sabor a realidad?

          ¿Pesadilla? ¿Como la de esta noche? Conservaría ese nombre... Cubario... y, a la realidad, también la llamaría así... cubario, en fin, a su propia realidad... ¿por qué, no?
          Un cubario... su cubario sería entonces, un lugar... un espacio creado para ensobrar y guardar en las entrañas historias, creaciones, como las suyas.

          Cuevas, entrañas, cubos, personas, angustias y más cosas daban vueltas en su cabeza. Cubario.    
          Cuando bajó a desayunar Laura estaba en la cocina y la hizo sobresaltar cuando le preguntó:
- ¿Julio y Tomasito?
- Me asustaste, Nicolás. No te oí bajar... Son casi las diez. Ellos, hace horas que están en el tambo. ¿Te olvidaste de cómo es la vida aquí?
- ¡Oh, sí! Se me fue la hora. Beatriz todavía duerme.
- ¿Qué querés desayunar?
- Mate amargo, nada más. Unos mates...
- El agua está caliente, te los cebo.
- No, no... Está bien, seguí con lo tuyo... Yo me los cebo.
          Nicolás preparó el mate, tomó los dos primeros y, cuando le alcanzó uno a Laura, un peón apareció en la puerta de la cocina. El boyero, que traía mercadería del pueblo, pasó, saludó, dejó los bultos sobre la mesa y se fue.
- Estoy preparando locro de trigo para la noche, Nicolás. En el almuerzo comeremos churrasco y puré.
- ¡Locro de trigo...! No lo volví a probar desde, ¡uf...! ¡Qué bien!
- Me lo imaginé, por eso lo preparo. Beatriz no lo debe haber probado nunca.
          Se hizo un silencio largo. Al rato, Nicolás, preguntó mientras seguía cebando mate:
- ¿Qué pasó que no tuvieron más hijos?
- No pude quedar embarazada. Inexplicablemente fue así. Por más que... Probamos y consultamos a varios médicos, pero no pude...
          Mientras Laura pelaba papas, Nicolás la observaba con cariño. Dulcemente, como si parte de la niñez volviera a ser el centro de su vida.
- Laura.
- Sí.
- ¿Qué sabés de lo que pasó antes de que volviéramos a la estancia?... Después de que muriera mamá.
-¿Como qué? ¿Que haya pasado qué...?
- Sí... Algo que hubiera sucedido conmigo, con nosotros... Algo que no recuerde y que pudiera haberme afectado.
- No lo sé, sinceramente no lo sé, Nicolás. ¡Éramos tan chicos! ¿Podría haber sido papá? Traía mujeres a la casa, en Córdoba. Pero vos, eso lo sabés. Fue mujeriego... Además, estuvieron mal en no venir al velorio del abuelo, ¿no es cierto?
- Sí, pero no me importa. Volvamos a lo otro... No, no es eso.
- ¿El suicidio del abuelo Luis? ¿Que te haya impresionado eso? Aunque... ¡Era tan malo! Nos pegaba... A veces sin causa. Pienso, que no nos quería...
- A lo mejor sea eso... Puede ser... Algo hay.

          ¡Ese suicidio!
          No sé si lo quería al abuelo Luis, sin embargo: ¿Por qué corrí detrás de su féretro aquél día...?
          No lo sé.
          Pienso en eso y me hace doler la cabeza... Qué sé yo. ¿Nunca descubriré la verdad?

          Terminaron de tomar mate.
          Nicolás volvió a la habitación. Beatriz se despertó y lo observó bajar el cuadro del ñandubaysal de arriba de la cómoda y desarmar la pintura. Estaba enrollando la tela cuando ella dijo:
- La volví a colgar ahí, anoche. La tiraste al suelo.
- Sí. Me dormí de golpe. Estaba cansado
- Voy a levantarme.
- Hace buen tiempo. Laura está en la cocina. Yo aprovecharé y saldré a caminar por los alrededores. Quiero pasear y pensar.
- Bueno, está bien. ¿Te sentís bien?
- ¡Sí! ¿Por qué no iba a estar bien?
          Nicolás besó a Beatriz en la boca, después buscó su saco de cuero y se lo puso. La estufa estaba, apenas, con muy poca brasa. Le cargó dos leños de ñandubay, esperó que prendieran y chisporroteara, tomó la pintura enrollada y salió de la habitación.
          Fue hasta una biblioteca en la que acostumbraba a guardar sus pinturas y buscó, entre los libros más viejos, ese que leyó tantas veces de pibe: “Las aventuras de Tom Sawyer”. Sonrió al ver la vieja tapa, lo colocó debajo del brazo apretándolo junto con la pintura, le avisó a Laura que iría a caminar y salió de la casa.
          Caminó hasta el barranco por donde tantas veces observó el Paraná de las Palmas a través del ñandubaysal. El invierno había amarilleado el paisaje. Algo de trébol estaba verde aún, pero húmedo. A un costado vio un tronco tirado y fue hacia eso, apoyó una pierna en la madera musgosa y, sosteniendo el libro debajo del brazo, estiró la pintura con ambas manos. Miró al frente y la comparó. Meneó la cabeza y se sonrió. Enrolló la tela nuevamente y la dejó apoyada, en el piso, en el sitio de menos humedad. Asió el libro con las dos manos y lo abrió. Su hojas estaban tan amarillas como el paisaje.
          Escuchó pasos. Levantó la vista y ahí... ahí estaba él.
- Vos... ¡Otra vez vos! – Dijo a eso que no hacía sombra. La figura se fue transformando en Tomás.
          Nicolás lo miró a los ojos e instintivamente tomó su cruz de ñandubay y la apretó fuertemente contra el pecho. Tomás largó una carcajada como la que Nicolás había escuchado en el sueño durante la noche anterior y alcanzó a oler a azufre quemado, como el de la pólvora, que fue revelando una imagen, un cuadro, una pintura, un acto...

- ¡Herminia, Juana, Cristina, Eduardo...! Ya está. ¡Ya está! Es tal cual Nicolás lo bautizó... Un cubario... El fin... Por fin, el fin...
- ¡María...!
- ¡Te vencí, sombra! ¡Te vencí...!

          El comedor de la casa de Córdoba, como en la pintura del sueño. Laurita se había ido a su habitación y el viejo de mierda, Luis, se levantó para ir al baño. Nicolás dejó los dados y fue a observar lo que el hombre estaba haciendo. Limpiaba un revólver, ya lo había armado y cargado; como lo hacía siempre que iba a practicar tiro, pues era un buen armero. El niño lo tomó y le movió una palanquita, como hacía su abuelo cuando lo usaba. ¡Curiosidad de pibe!  De pronto, el abuelo entró, vio a Nicolás con el arma y le gritó enfurecido... el chico se asustó. El viejo se acercó, amenazante, para pegarle, como tenía por costumbre cuando se enojaba... A la criatura le temblaron las manos y se le escapó un tiro... El viejo pegó un salto en el aire, luego se dobló tomándose el pecho y se desplomó boca arriba, comenzó a sangrar por debajo de la clavícula y se quedó mirando a Nicolás con los ojos desorbitados, mientras que, por la boca abierta, le salía espuma. Al rato boqueó, cerró los ojos y apretó los labios. Luego dejó de respirar. Nicolás se desplomó al lado de la mesa.
         
          Cuando volví en mí me incorporé y en ese instante entró papá. Gritó algo y me arrebató el revólver que aún tenía apretado en la mano y lo puso al lado de los dados, de los cubos, de los hexaedros... Lo dejó ahí, sobre la mesa y dijo:
- ¿No te conformaste con haber matado a tu madre, tuviste también que matar a mi padre...?
          Cuando entró Laurita volví a desmayarme y escuché, como en un sueño, que papá le decía:
- Se le escapó... no sé, se pegó un tiro el viejo. No te asustés, querida, se mató él mismo...                          

          Hasta el día de hoy lo había olvidado, fue como un manto de olvido... Siempre dijeron que el abuelo Luis se había suicidado... Papá, ocultó la verdad... Yo maté al abuelo y papá se aprovechó de mi olvido... fue una enfermedad, amnesia... ¡Dios! ¿Y el abuelo Eduardo, por qué...? Vivió equivocado, pobre viejo, vivió confundido, equivocado conmigo...

- Vos Tomás, fuiste ese fantasma... Vos te escondiste en mi culpa... Vos, mi cosa de la niñez, te transformaste en mi verdugo... Sos... representás mi conciencia... pero, ¿si era un niño?, ¡No!... No puedo tener culpas...

- ¡No, Nicolás! No tenés ninguna culpa. La culpa no es ni fue de nadie... Escucháme, escuchá a tu María... Te develé el secreto y así se aclara y termina todo... Yo,... nosotros, Nicolás, desde las entrañas de la tierra te damos paz... ¡Paz!

          La figura de Tomás se disolvió en el aire y, montándose en el fantasma de Corcovo, le sonrió a Nicolás como lo hacía en sus épocas de niño. Le levantó una mano, undió su pié en las costillas del caballo para hacerlo galopar y desapareció, amalgamándose, en el monte de ñandubay. Se esfumó el olor a azufre. Tomás volvió a ser niño.

          Nicolás largó la cruz, alzó la pintura, cerró el libro y regresó a la casa diciéndose para sus adentros: “Cubario, simplemente un cubario”...

          No entendía cómo podría todo eso haberse borrado de su memoria. Alguna explicación habría y quizás algún día la hallaría si daba con un buen terapeuta. Sentía algo más de paz... Tomás había desaparecido de su vida. Pero había desaparecido con la figura que Nicolás le había dado de pibe.
          Por ahora, no hablaría del tema con nadie.
          El cielo comenzó a nublarse y algo distinto se olía en el ambiente. Olor a sosiego, si es que la calma tiene perfume.
          Llegó rápido a la casa y se dirigió a la habitación sin hablar con nadie. Dejó el libro sobre la cómoda, extendió la pintura y volvió a enmarcarla. ¡Había regresado la figura inocente del Tomás que él había creado, en aquellos tiempos de estancia, arrebatándoselo o, tomándolo prestado a Mark Twain.
          Nicolás se tiró en la cama con la idea de dormir hasta el mediodía. Nadie sabía que estaba ahí. No lo habían visto regresar. Seguramente...

           Soñar. Otra vez soñar llevado de la mano de algo o alguien que lo guiaba por un laberinto de luces y sombras.
          En principio, una escena tranquila.
          La orilla del río. Ese lugar por donde tantas veces  pintó, pescó o simplemente pensó en cosas.
          Era niño y estaba sentado cerca de la costa disfrutando de los distintos verdes que pincelaba el sol sobre el monte; mirando en la dirección por la que baja el Paraná, esperando ver algo en el horizonte y aguardando que el cielo se zambullera en el río.
          Se sentía observado.
          ¿Qué esperaba?
          Esperaba que pasara esa gran canoa que la peonada decía que, zarpando del arroyo Ñacurutú, rumbeaba para la eternidad, hacia el mar y a favor de la corriente...
          Giró la cabeza y ahí estaba Tomás. El bueno de Tomás. El amigo que escapado de la pintura disimulaba su presencia barajado a la sombra de un ñandubay.
- Presiento que nos vigilan, Tomás...
- ¿Quién?
- Alguien. No sé quien...
          A lo lejos se escuchaban voces y risas que se acercaban.
- ¡Ufa! Vamos Tomás.
          Tomás se levantó, salió del mazo de sombra y lo siguió.
- Quiero estar tranquilo - protestó Nicolás.
          Caminaron un trecho y se sentaron escondiéndose tras los sauces.
- Deben de ser pescadores. Se nos acabó la tranquilidad, Tomás. De todos modos vamos a quedarnos aquí.
          Nicolás cortó una caña de plumerillo y con ella dibujó y borró varias veces sobre el suelo.
- ¡Puta! ¿No sentís que alguien nos mira?
- No... No lo sé, Nicolás.
          Las voces se escuchaban cada vez más cerca y espiaron lo que pasaba desde los árboles.
          Eran cuatro pescadores. Llegaron hasta cerca de donde estaba escondido Nicolás y uno de ellos dijo, mientras descargaban los bultos:
- Preparemos mate.
          Otro de los hombres se puso a prender fuego con ramas que recogió por ahí y, mientras lo encendía, los otros sacaron las líneas para pescar que, al rato, lanzaron al río y después ataron a esas horquetas con campanillas que le llaman alcahuetes de pique.
          El que preparó mate tenía barba y colocó aparte, sobre  una parrilla, carne para asar.
          Mientras tanto, los pescadores, bromeaban entre ellos hasta que uno dijo:
- Dentro de un rato van a aparecer unas chicas que venden comida y carnada... Si se las ajusta un poco nos las podemos voltear. Es fácil.
          Los otros rieron.
- ¿Cobran, che? – Preguntó el barbudo.
- No. ¡Qué les vamos a pagar! Son hijas de la vieja bruja que vive por acá. Vienen siempre. Están lindas las guachitas - Fanfarroneó el otro. - Están lindas las guachitas, van a ver...
          Los otros volvieron a reír.
- Deben de hablar de las hijas de la curandera, Tomás. Suelen venir hasta los pescadores para venderles pastelitos, buñuelos y tortas fritas que amasa María. Traen también lombrices e isocas. Estos tipos se van a aprovechar de ellas y, si les llegan a hacer algo a las chicas, la vieja los va a  maldecir con una de esas que... dicen que es bravísima para los maleficios... ¿Qué decís vos?
          Tomás se encogió de hombros.
          Una de las campanillas sonó y los pescadores corrieron hasta el alcahuete para recoger la línea. Al rato apareció, ensartado en uno de los anzuelos, un bagre amarillo. Desengancharon el pescado, lo tiraron a un costado y volvieron a encarnar. Uno de ellos arrojó la línea y la ató otra vez en la horqueta.
          Los otros desarmaron los mojarreros y se pusieron a pescar mojarritas para encarnar.
          No se dieron cuenta de que el bagre continuó moviéndose y, entre saltos y retorcidas, se les zambulló al río.
          El que estaba cuidando las líneas se mandó un insulto acordándose de todo lo que puede haber en el cielo mientras que el barbudo, riéndose, le acercaba un mate.
- ¡Qué boludos! Encima no le quebraron la chuza, Tomás.
          Nicolás se internó un poco más en el monte, sin hacer mucho bochinche para que no lo descubrieran los hombres, y se subió a un sauce.
          Desde lo alto divisó el ombú hueco en el que vivía y atendía a la peonada la curandera.
          Más atrás dos chicas venían caminando, trayendo una canasta cada una.
- Allá vienen las hijas de la vieja, Tomás. Traen cosas para vender.
          Se bajó del árbol y volvió a acercarse adonde estaban los pescadores mateando. Dos de ellos se levantaron y fueron a orinar.
          El barbudo dio vuelta la carne sobre la parrilla y el otro abrió una botella de vino. La dejó destapada a un costado y, con el mate y la pava, se acercó a la orilla. Se agachó y, aprovechando que había pasado uno de los Ferry Boat, sobre la marejada sacó agua del río, lavó el mate y volvió con la pava llena.
          Era ya casi el mediodía. Nicolás tenía hambre y el olor de la carne, que se estaba asando a las brazas, le daba apetito. Giró sobre sus talones y, sintió otra vez la sensación de que se sentía observado. Estaba seguro de que alguien lo miraba.
          En el cielo aparecían algunos nubarrones. Se había escondido el sol y subía, densamente, el olor a metano y resaca mezclada con la humedad de la costa. Nicolás escuchó un ruido que provenía de los pajonales y volvió a girar sobre sí mismo. Estaba transpirado. En realidad no alcanzó a ver a nadie.... Pero algo había. ¡Lo observaban! Estaba por demás de seguro. La sensación desapareció cuando escuchó unas voces que venían por detrás del monte.
- Ahí vienen esas chicas de las que les hablé, muchachos. Miren que son fáciles y lindas. Hagan como yo les diga y no vayan a meter la pata, porque se pueden ir enseguida y nos vamos a quedar con las ganas.
          Nicolás se acercó algo más, arrastrándose, bordeando el sauzal y le dijo a Tomás:
- ¡Shhh! Despacio. No hagas ruido. Creo que nos vamos a entretener.
          De repente aparecieron las dos chicas.
- ¿Qué venden chicas? - Preguntó uno de los pescadores.
- Pasteles y buñuelos - Contestó la más morena.
- ¿Son frescos? – Preguntó otro de los pescadores.
- Claro, están recién hechos...
- ¿Qué otra cosa tienen? - Preguntó el que había dicho conocerlas.
- Solamente pasteles y buñuelos, señor... 
- Pero, ¿y si nosotros queremos otra cosa? Ya sabemos que también lo hacen. – Dijo el que había hablado último.
- No sé a lo que se refiere, señor. – Respondió la que parecía mayor.
- Vamos, ustedes saben a lo que me refiero...
- Comprémosle unos pastelitos - Dijo el de barba.
- ¿Cuántos quieren? - Preguntó la morena.
- ¿Cómo se llaman?
- Yo, Elena y ella Aída. – Respondió la que parecía mayor.
- Danos una docena – Dijo el que decía conocerlas.
          Elena contó doce pasteles de su canasta y los colocó adentro de una bolsa de papel que le alcanzó Aída y se los entregó al barbudo; éste la tiró del brazo arrimándosela al cuerpo, la abrazó metiéndole una mano por adentro de la pollera y la hizo caer. Como pudo, arañándolo, la chica se zafó del hombre.
          Otro de los pescadores asió de la cintura a Aída, tratando de desprenderle la blusa.
          Elena desesperada, comenzó a patearlo en los riñones hasta que el tipo soltó a la chica.
          La que parecía mayor les gritó:
- ¡Páguenos! ¡Hijos de puta! 
          Los hombres se reían y tomándose de los genitales les decían:
- Con esto le vamos a pagar, putitas.
          Las chicas se veían demasiado asustadas como para continuar con la discusión y salieron corriendo por el sendero de plumerillos pasando al lado de donde estaba Nicolás tirado en el suelo.
          El barbudo y el que había querido abrirle la blusa a la chica fueron tras ellas y los otros dos les gritaban:
- ¡No se las estén haciendo todo el día, che! ¡No las cansen demasiado! - Y se rieron a carcajadas.
          Nicolás siguió tirado en el suelo y tuvo miedo. Seguía pensando que había alguien más que observaba todo eso y miraba para ambos lados, hasta donde podía darle el giro de la cabeza.
          En realidad el chico no veía a nadie.
          Los dos hombres alcanzaron a las chicas y, derribándolas a puñetazos, les rasgaron las ropas. Sin hacer caso de sus gritos y súplicas las violaron salvajemente.
          En determinado momento los pájaros dejaron de cantar, las canastas quedaron vacías, los pasteles y buñuelos se desparramaron lejos de ellas y los gorriones se aprovecharon tanto, de la comida, como los pescadores de las chicas.
          A lo alto y lejos, los chimangos planeaban silenciosamente.       
          Nicolás escuchó cómo los otros pescadores que estaban esperando su turno se reían y hacían bromas por lo que les tocaría. Uno de ellos retiró brazas de abajo del asado para retrasarlo mientras que el otro tomaba vino del pico de la botella.
          El chico sintió que, en ese momento, nadie lo observaba pero igual continuó tirado en el suelo. El miedo no se le había pasado a pesar de que estaba seguro de que ninguno de los hombres sospechaba de su presencia.
          Mientras los dos se aprovechaban salvajemente de las  chicas, de entre los plumerillos apareció una mujer aparentemente más grande que las que ultrajaban. Ella sostenía con su mano derecha un leño pesado y con la izquierda un cuchillo curvo, filoso, de esos que usan los peones para capar terneros y gatos sobre el borde de una bota de cuero.
          Más lejos se escuchaba la voz de los que estaban esperando turno al lado del río, que gritaban:
- ¡Vamos! ¡Vamos, muchachos...! ¡Que nos toca a nosotros!
          La mujer que había aparecido, se fue acercando artera y silenciosamente por detrás y, de repente, le asestó a cada uno de los violadores un furibundo golpe en la nuca. Cada vez se nublaba más. Los hombres cayeron aturdidos y la mujer los dio vuelta, sacándolos de arriba de las chicas que, a duras penas, pudieron pararse.
-¡Corran! - Les dijo.
          Las chicas la miraban. Aída, que era la menos golpeada, dijo a la otra:
- ¡Rosa, hermana!
- ¡Corran, por favor! ¡Váyanse! – Gritó la mujer, sosteniendo el cuchillo curvo con la mano derecha, después de haber tirado el palo.
          Las chicas desaparecieron corriendo y Nicolás continuaba, sin hacer ruido, más que asustado.
          Otra vez volvió a sonar la campanilla en los alcahutes.
- ¡Puta, justo ahora! - Protestó uno de los hombres que estaban en la costa acercándose a la horqueta. Recogió la línea que traía una rama podrida.
          Insultó, revisó la carnada y tiró otra vez la brazada enganchándola en la horqueta.
- Bueno, vamos, che. - Le dijo al otro.
- Esperá un poco más.
- ¿Hasta cuándo?
- Unos minutos más.
          La mujer, volvió a asestarles en la cabeza varios golpes a los hombres que yacían boca arriba. Les sacó los zapatos, pantalones y calzoncillos.
          Uno de ellos entreabrió los ojos y, sin poder incorporarse ni moverse, miró a la mujer con desesperación; ella rápidamente lo golpeó con el talón de su pie derecho terminándolo de desmayar, asió con la mano izquierda los genitales del otro y estirándolos hacia arriba los apoyó en el contrafuerte de uno de los zapatos y, desde el bajo vientre hacia las piernas, les asestó un corte con el cuchillo de capar.
          Separó la masa sangrienta y la tiró a un costado.
          Hizo lo mismo con el que había terminado de dejar inconsciente y desapreció entre los plumerillos.
          Los que estaban esperando tomaron unos tragos más de vino y dijeron:
- Más vale que larguen porque ya... ahora nos toca a nosotros.
          Pasaron al lado de Nicolás sin verlo, tambaleándose y riendo.
          No pasó mucho tiempo, pero regresaron corriendo y gritando:
- ¡Uy, Dios! Vámonos de acá. ¿Por qué los diste vuelta? Tendrías que haberlos dejado panza arriba - Dijo uno de ellos.
- No sé. Vámonos. - Respondió el otro, pálido como un papel.
          Recogieron las cosas y sin apagar el fuego, abandonando el asado y el vino, se largaron.
          Nicolás se incorporó y, otra vez, se sintió observado. Miró a su alrededor y no vio a nadie... ¡Nada!
          Caminó por el sendero y ahí, a unos doscientos metros, estaban los cuerpos de los pescadores que habían violado a las chicas, boca abajo, sobre un charco de sangre. Parecían estar muertos.
- Vamos, Tomás, - Dijo Nicolás con la voz enronquecida - y no le contemos esto a nadie...

          Nicolás se despertó de golpe, miró la hora y dijo:
- Las doce... Vaya, el sueño que tuve...
          Beatriz entró a la habitación y al verlo despierto le sonrió diciendo:
- Hola.
- Hola, Beatriz.
- Tu hermana quiere que bajes a comer.
- Está bien.
          Beatriz se acercó a Nicolás y lo besó en la boca. Él permaneció quieto, sobrecogido y, después, se quedó por un rato mirándola con cariño.
- ¿Qué te pasa Nicolás?... ¡Vamos!
- Está bien, te amo... Ya bajo. Vos andá. - Se estiró y desperezó.
          Beatriz salió de la habitación.
          Nicolás se incorporó y sintió frío, miró la estufa percatándose de que estaba apagada. Le metió papel, leña fina de ñandubay y la volvió a encender.
          Se miró en el espejo de la cómoda. Meneó la cabeza al verse con ojeras.
          Observó cómo en la salamandra se encendían las astillas y le cargó cinco leños.
          Cuando iba a cargarle el sexto se detuvo y lo miró. Cubario, se dijo. Cubario.
          El leño le hizo recordar el palo del sueño. Pensó en el cuchillo curvo y experimentó una descarga que le corrió por la espalda. Cargó el tronco de ñandubay y cerró el hogar de la estufa. Cubario, volvió a repetirse y, después, salió de la habitación.
          Caminaba por el pasillo que desemboca en la escalera desde donde él y Laurita escucharon discutir a su padre con el abuelo esa Navidad por la que, en cierta medida, se decidió el destino de ellos. Pensó pasar a la habitación de su abuelo. Se paró frente al cuarto, dudó durante un instante al cabo del cual torció el picaporte de la puerta y, empujándola decididamente, la abrió. Se metió en el cuarto, encendió la luz porque estaba oscuro y, girando sobre sí mismo, descubrió que de una de las paredes colgaba la tela que había pintado para el viejo. La pintura, de la que hablaron allá, en Europa, y... sintió sabor a tristeza... como él pensaba que tendría que ser cuando alguien que se va está en paz...
          Salió de la habitación y bajó las escaleras. Escuchó conversar y los ruidos de los cubiertos. El olor a churrasco le hizo acordar nuevamente lo de su sueño con los pescadores. Cerró los ojos y sacudió la cabeza; inmediatamente volvió a abrirlos y continuó caminando hacia la cocina. No tenía hambre pero, en fin...
          Esa tarde, Beatriz salió con Tomasito a recorrer la estancia.
          Nicolás montó uno de los caballos y cabalgó hasta Lima y cuando estaba llegando a la plaza del pueblo, casi desde una cuadra, reconoció a Elvira sentada en uno de los bancos. Tenía dos valijas y una tela enrrollada a su costado, sobre el banco. La observó vieja y demacrada, aunque la recordaba joven y linda. Pensó en Cacho y le causó tristeza...
          Nicolás se apeó del caballo, lo ató al histórico palenque de la plaza y se acercó a la mujer.
-         Elvira... – Le dijo.
- Nicolás, ¿por qué volviste? Tu abuelo no quería que regresaras. Aquí ya no hay nada.
          Él miró las valijas y la tela y se apresuró a contestar:
- ¿Por eso te vas?
- Sí
- Amabas al viejo, ¿no es cierto?
- Hay quienes dicen que me aproveché de él...
- Yo no lo digo; ni lo pienso así, Elvira.
- Lo amé, Nicolás. Dentro de todo lo amé. Terminé respetándolo y él también me respetó.
- Te comprendo... ¿Te compensó con algo...?
          Elvira enfrentó a Nicolás con una mirada muy, pero muy dura. Hizo un rato de silencio al cabo del cual bajó la vista y le preguntó:
- ¿Qué te importa a vos Nicolás?
- Tenés razón, no tiene por qué importarme.
- Sí... me dejó una casa, en Belgrano, en Buenos Aires... me la regaló y dijo que, cuando él muriera, podría hacer lo que quisiera con el caserón. Nadie... nadie sabe nada de eso... nadie lo sabe, sos el único... – Lloraba mientras seguía diciendo – ...no le des más vueltas al asunto, Nicolás... por favor, quiero irme de aquí... quiero salir de Lima.
- Seguro, tranquila. Si él te lo dio será porque lo merecés. A mí no me importa para nada... no diré absolutamente nada a nadie. Esto es entre vos y yo.
          Elvira se acercó a Nicolás y lo abrazó fuertemente. Mientras lo besaba en la mejilla le susurró:
- Gracias, Nicolás, gracias.
- ¿Qué sabés de María...? la hija de la curandera...
- ¡Oh, no! Olvidáte de ella y... no es por María por quien, en verdad, tenés que preguntarme... es por un secreto que le guardé a tu abuelo. María, la chica, fue tu primera vez, tu primer encuentro carnal y ya no vive en la Argentina... ella se casó con un inglés y está viviendo en Venezuela... lo de María con vos, Nicolás, fue por un acuerdo entre Eduardo y la curandera... vos tenés que preguntar por Rosa... ¡ella, Rosa!... ella, Rosa es hija de Eduardo... la hija que Eduardo tuvo con María, la curandera. También Rosa no vive más aquí. Rosita se marchó hace muchos años, nadie sabe adónde. Después de aquellos pescadores, ¿te acordás?... aquello fue un gran misterio para este poblado... y lo sigue siendo.
- ¿Qué tenés ahí enrollado?
          Elvira desenrolló la tela y se la enseño a Nicolás. Era la pintura de Laurita. La pintura que Nicolás le había hecho a Cacho.
          Nicolás, con los ojos llenos de lágrimas, se paró y corrió hasta el caballo; lo montó y salió galopándolo por detrás de la plaza.

          Eran más de la cinco de la tarde cuando regresó a la estancia. En el camino de vuelta le pareció distinguir en pleno campo la figura de una mujer. Le dolían las nalgas. ¡Hacía tanto tiempo de que no montaba! La figura lo distrajo. Frenó el galope y cerró los ojos apretándolos fuertemente y cuando los volvió a abrir sintió el efecto enramado, eléctrico, de un distante, muy alejado en el tiempo, orgasmo... el ambiente olía a tréboles... Cuando quiso acordar, la figura había desaparecido, desvanecido, en el aire. El horizonte se veía limpio.
          Ya, en la estancia, esa misma noche sintió deseos de pintar y pensó hacerlo al  día siguiente... pensaba en el mañana y eso era bueno.
          Esa noche comieron locro de trigo, tal como lo había prometido Laurita. La familia estaba embobada con Beatriz, quien contaba sus aventuras de viajes como azafata. Nicolás sintió frío y subió a buscar un abrigo. Cuando pasó por la habitación de su abuelo volvió a detenerse como lo había hecho al mediodía. Entró, encendió la luz, miró la pintura en la pared y fue a sentarse a la cama del viejo. Abrió el cajón de la mesita de luz y, debajo del retrato de su abuela Herminia, había un cuaderno. Lo sacó, lo abrió y empezó a leerlo. Eran poesías. Poesías que había escrito su abuela. Poemas de amor, amarilleados en la sepia del tiempo... Nicolás se dio cuenta por dónde venía su inclinación por el arte. Cerró el cuaderno, sonrió dulcemente y lo dejó tal como lo había encontrado. Se paró, caminó hasta el interruptor, apagó la luz y salió de la habitación sintiendo... en paz. 

- ¡Herminia!
         “Quién sabe adónde se metió”
­ ¡Herminia!       
“Más que seguro... Tuvo que terminar así.”
­ ¡Herminia!
         “Sabía que algún día le encontraría la punta al ovillo. Las flores de alhelí lo anunciaban.”
­ ¡Herminia!
- Ya, ya. Aquí estoy, mujer.
- ¿Por dónde andabas?
- Subí para escuchar, él leyó mis poemas.
- Herminia, querida...
- Sí, lo sé... también lo sabe Juana...
- ¡María...!
- ¡Aquí estamos Juana! Avisále a Eduardo y a Cristina y vengan todos... Incluso, si quiere, también puede venir Luis.
- ¿Luis...?
- ¿Por qué no, Herminia? Ya dejó de ser una sombra. La sombra bajó al infierno y terminó el cubario... por ahora y, espero, que por siempre... ¡eso!, se terminó el cubario.

          Los días en la estancia pasaron rápidamente. Los temores y las sensaciones causadas por el cansancio fueron aflojando. Lo mismo sucedió con los sueños.
          Nicolás, de todos modos, no comprendió si realmente los sueños tenían algo de la realidad, aunque pensaba que sí, porque él se sentía cambiado y...
          Prometió a Laura volver seguido, en la medida que se lo permitieran sus compromisos.
          Llegaron a un acuerdo para repartir la herencia del viejo.
          El casamiento lo alejó un poco del arte.
          Entendió que fueron muchos los años de conflictos a causa de un hecho que se había ocultado en lo más profundo de su ser. Comprendía que no podía hacer, por sí sólo, un giro brusco a las cosas de su vida, pero en fin...
          Había más claridad en sus recuerdos. Se sentía más tranquilo.
          Era como haber salido del consultorio del médico que alguna vez lo desahuciara revirtiéndosele, sin darse cuenta, la situación de ser un poco más longevo. Como en aquel sueño que tuvo cuando viajaba al velatorio del viejo, con el cuento del abuelo en el caserón de tejas...

- ¡Herminia, Eduardo, Juana, Cristina, Luis!
         Silencio.
- ¡Herminia, Eduardo, Juana, Cristina, Luis!
         Silencio
- ¡¿Dónde se habrán metido...?! ¡Herminia, Eduardo, Juana, Cristina, Luis!
         Silencio.
         "Ninguno de ellos. Tendré que quedarme sola y ya me estoy aburriendo.”

         Nicolás tocó su cruz de ñandubay y sonrió pensando en María, la curandera... en los oídos le resonaba aquello... ¡cuando le dio el sarampión!... cuando se iba del cuarto, ¡sí!... despareció de la escena diciendo que: “lo más importante de todas las cosas, en la vida, es siempre el final... siempre el final.”

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